Hace pocos días me escribió una maestra de escuela que enseña religión a sus alumnos. Uno de sus niños le lanzó una pregunta: ¿por qué Dios, que tiene todo el Poder, no frena a los malos, termina con las injusticias y nos hace a todos buenos y santos? La humilde maestra me pedía que en conceptos simples y breves explique a sus niños este tema tan central, relacionado con el libre albedrío que Dios nos dio. Pensé que la mejor manera de hablarle a los pequeños era con un ejemplo cercano a ellos, y en mi cabeza surgió de inmediato el fútbol como modo de acercarme al mundo de los niños actuales, y no sólo de los niños. Y aquí va mi recomendación para ésta linda maestra, deseosa de llevar a éstas almitas a Dios.
Podemos comparar a éste mundo con un partido de fútbol en el que hay dos equipos en la cancha: el equipo que defiende el bien, el equipo de Dios, que se enfrenta al equipo del pecado, el de satanás. Jesús es el Juez del partido, el árbitro, que vela para que se respeten las reglas. El corre a nuestro lado, transpira como nosotros, nos mira desde todos los ángulos, sigue cada jugada para asegurarse de que todo ocurra en Justo modo. El Espíritu Santo, por otra parte, es el Director Técnico de nuestro equipo, el que lo dirige y organiza desde el banco de suplentes, adaptando la formación y la estrategia del equipo de acuerdo al desarrollo del partido, y de las tácticas introducidas por el adversario. Dios Padre, finalmente, es el Presidente de nuestro equipo, es quien provee de todo lo necesario para poder estar en la cancha jugando el partido.
Dios quiere que ganemos éste partido contra el mal, pero Su Deseo es que lo hagamos jugando con el reglamento del fútbol, respetando las reglas establecidas y demostrando nuestra capacidad individual y colectiva frente al oponente, el equipo del pecado. Claro que Dios podría dar por terminado el partido de inmediato y declararnos vencedores, ¿pero que mérito tendríamos en ese caso? También podría Jesús, como Juez, ignorar las faltas que cometemos y atribuirnos goles que no convertimos ¿qué clase de Juez sería El en ese caso? El mérito de un equipo de fútbol consiste en derrotar a su oponente bajo las reglas establecidas, y jugando el partido. De éste modo, se declara un justo vencedor y la celebración tiene un sentido.
Ahora bien, ¿qué responsabilidad les cabe a los jugadores que están en la cancha, que tienen el mejor Club, el mejor Director Técnico, y por supuesto la garantía del más Justo Arbitro que se pueda tener? Les cabe toda la responsabilidad, está obligados a ganar, porque en la tribuna están todos los ángeles, los santos y las almas del purgatorio vivando y aclamando al equipo, deseando que derrotemos al oponente. El equipo del pecado, mientras tanto, tiene a una multitud de demonios en las gradas gritando e insultando a diestra y siniestra, presionando para que el pecado se imponga a nuestro equipo. Equipo vestido de negro, enfrentado a la blanca e inmaculada vestimenta de nuestros jugadores.
Dios quiere que juguemos este partido, donde todos integramos Su Equipo. Que lo hagamos con compromiso y que le demostremos con goles de amor nuestra pertenencia a Su Escuadra. Que venzamos al equipo del pecado, porque en caso contrario nos iremos al descenso, nos perderemos la copa de la victoria. El premio por ganar éste partido es poder ir al Cielo, ni más ni menos. Dios quiere que nos ganemos éste derecho, haciendo valer en la cancha las habilidades y talentos que El mismo nos dio, demostrando que somos capaces de ganarnos nuestro puesto en el equipo, de jugar el partido en sus noventa minutos con todas las ganas de que seamos capaces.
Lo más curioso es que todos los jugadores somos hermanos, y hermanos del Arbitro también. Su Madre lo aclama desde la tribuna, porque sabe que El fue jugador en Su momento. Y fue el mejor jugador de todos los tiempos, porque con Sus goles le aseguró a nuestro equipo el torneo de la Salvación. Ahora El es Juez, pero ninguno de nosotros puede olvidar Sus méritos como jugador, que son infinitos, y le valen el Nombre de Jesús, El que Salva.