María Valtorta – Reina del Cielo https://www.reinadelcielo.org Mon, 09 Sep 2024 09:59:59 +0000 en-US hourly 1 https://wordpress.org/?v=5.3.9 Nacimiento de la Virgen María. Visión de María Valtorta https://www.reinadelcielo.org/nacimiento-de-la-virgen-maria-vision-de-maria-valtorta/ Mon, 09 Sep 2024 06:01:00 +0000 http://www.reinadelcielo.org/?p=23119 Veo a Ana saliendo al huerto – jardín. Va apoyándose en el brazo de una pariente (se ve porque se parecen). Está muy gruesa y parece cansada, quizás también porque hace bochorno, un bochorno muy parecido al que a mí me hace sentirme abatida.

A pesar de que el huerto sea umbroso, el ambiente es abrasador y agobiante. Bajo un despiadado cielo, de un azul ligeramente enturbiado por el polvo suspendido en el espacio, el aire es tan denso, que podría cortarse como una masa blanda y caliente. Debe persistir ya mucho la sequía, pues la tierra, en los lugares en que no está regada, ha quedado literalmente reducida a un polvo finísimo y casi blanco. Un blanco ligeramente tendente a un rosa sucio. Sin embargo, por estar humedecida, es marrón oscura al pie de los árboles, como también a lo largo de los cortos cuadros donde crecen hileras de hortalizas, .y en torno a los rosales, a los jazmines o a otras flores de mayor o menor tamaño (que están especialmente a lo largo de todo el frente de una hermosa pérgola que divide en dos al huerto hasta donde empiezan las tierras, ya despojadas de sus mieses). La hierba del prado, que señala el final de la propiedad, está requemada; se ve rala. Sólo permanece la hierba más verde y tupida en los márgenes del prado, donde hay un seto de espino blanco silvestre, ya todo adornado de los rubíes de los pequeños frutos; en ese lugar, en busca de pastos y de sombra, hay unas ovejas con su zagalillo.

Joaquín, con otros dos hombres como ayuda, está dedicado a las hortalizas y a los olivos. A pesar de ser anciano, es rápido y trabaja con gusto. Están abriendo unas pequeñas protecciones de las lindes de una parcela para proporcionar agua a las sedientas plantas. Y el agua se abre camino borboteando entre la hierba y la tierra quemada, y se extiende en anillos que, en un primer momento, parecen como de cristal amarillento para luego ser anillos oscuros de tierra húmeda en torno a los sarmientos y a los olivos colmados de frutos.

Lentamente, Ana, por la umbría pérgola, bajo la cual abejas de oro zumban ávidas del azúcar de los dorados granos de las uvas, se dirige hacia Joaquín, el cual, cuando la ve, se apresura a ir a su encuentro.
-¿Has llegado hasta aquí?.
– La casa está caliente como un horno».
– Y te hace sufrir».
Es mi único sufrimiento en este último período mío de embarazo. Es el sufrimiento de todos, de hombres y de nimales. No te sofoques demasiado, Joaquín.
– El agua que hace tanto que esperamos, y que hace tres días que parece realmente cercana, no ha llegado todavía. Las ierras arden. Menos mal que nosotros tenemos el manantial cercano, y muy rico en agua. He abierto los canales. Poco alivio para estas plantas cuyas hojas ya languidecen cubiertas de polvo. No obstante, supone ese mínimo que las mantiene en vida. ¡Si lo viera!…

Joaquín, con el ansia de todos los agricultores, escudriña el cielo, mientras Ana, cansada, se da aire con un abanico parece hecho con una hoja seca de palma traspasada por hilos multicolores que la mantienen rígida).

La pariente dice:
– Allí, al otro lado del Gran Hermón, están formándose nubes que avanzan elozmente. Viento del norte. Bajará la emperatura y dará agua.
– Hace tres días que se levanta y luego cesa cuando sale la Luna. Sucederá lo mismo esta vez – Joaquín está desalentado.
– Vamos a casa. Aquí tampoco se respira; además, creo que conviene volver – dice Ana, que ahora se le ha puesto de improviso pálida la cara. ¿Sientes dolor?
– No. Siento la misma gran paz que experimenté en el Templo cuando se me otorgó la gracia, y que luego volví a sentir tra vez al saber que era madre. Es como un éxtasis. Es un dulce dormir del cuerpo, mientras el espíritu exulta y se aplaca con una paz sin parangón humano. Yo te he amado, Joaquín, y, cuando entré en tu casa y me dije: “Soy esposa de un justo”, sentí paz, como todas las otras veces que tu próvido amor se prodigaba en mí. Pero esta paz es distinta. Creo que es una paz como la que debió invadir, como una deleitosa unción de aceite, el espíritu de Jacob, nuestro padre, después de su sueño de ángeles. O semejante, más bien, a la gozosa paz de los Tobías tras habérseles manifestado Rafael. Si me sumerjo en ella, al saborearla, crece cada vez más. Es como si yo ascendiera por los espacios azules del cielo… y, no sé por qué, pero, desde que tengo en mí esta alegría pacífica, hay un cántico en mi corazón: el del anciano Tobit. Me parece como si hubiera sido compuesto para esta hora… para esta alegría… para la tierra de Israel que es su destinataria… para Jerusalén, pecadora, mas ahora perdonada… bueno… no os riáis de los delirios de una madre… pero, cuando digo: “Da gracias al Señor por tus bienes y bendice al Dios de los siglos para que vuelva a edificar en ti su Tabernáculo”, yo pienso que aquel que reedificará en Jerusalén el Tabernáculo del Dios verdadero, será este que está para nacer… y pienso también que, cuando el cántico dice: “Brillarás con una luz espléndida, todos los pueblos de la tierra se postrarán ante ti, las naciones irán a ti llevando dones, adorarán en ti al Señor y considerarán santa tu tierra, porque dentro de ti invocarán el Gran Nombre. Serás feliz en tus hijos porque todos serán bendecidos y se reunirán ante el Señor.

¡Bienaventurados aquellos que te aman y se alegran de tu paz!…”, cuando dice esto, pienso que es profecía no ya de la Ciudad Santa, sino del destino de mi criatura, y la primera que se alegra de su paz soy yo, su madre feliz… El rostro de Ana, al decir estas palabras, palidece y se enciende, como una cosa que pasase de luz lunar a vivo fuego, y viceversa. Dulces lágrimas le descienden por las mejillas, y no se da cuenta, y sonríe a causa de su alegría. Y va yendo hacia casa entre su esposo y su pariente, que escuchan conmovidos en silencio.

Se apresuran, porque las nubes, impulsadas por un viento alto, galopan y aumentan en el cielo mientras la llanura se oscurece y tirita por efectos de la tormenta que se está acercando. Llegando al fibra! de la puerta, un primer relámpago lívido surca el cielo. El ruido del primer trueno se asemeja al redoble de un enorme bombo ritmado con el arpegio de las primeras gotas sobre las abrasadas hojas.

Entran todos. Ana se retira. Joaquín se queda en la puerta con unos peones que le han alcanzado, hablando de esta agua tan esperada, bendición para la sedienta tierra. Pero la alegría se transforma en temor, porque viene una tormenta violentísima con rayos y nubes cargadas de granizo.
– Si rompe la nube, la uva y las aceitunas quedarán trituradas como por rueda de molino. ¡Pobres de nosotros!».

Joaquín tiene además otro motivo de angustia: su esposa, a la que le ha llegado la hora de dar a luz al hijo. La pariente le dice que Ana no sufre en absoluto. Él está, de todas formas, muy inquieto, y, cada vez que la pariente u otras mujeres (entre las cuales está la madre de Alfeo) salen de la habitación de Ana para luego volver con agua caliente, barreños y paños secados a la lumbre, que, jovial, brilla en el hogar central en una espaciosa cocina, él va y pregunta, y no le calman las explicaciones tranquilizadoras de las mujeres. También le preocupa la ausencia de gritos por parte de Ana. Dice:

Yo soy hombre. Nunca he visto dar a luz. Pero recuerdo haber oído decir que la ausencia de dolores es fatal….
Declina el día antes de tiempo por la furia de la tormenta, que es violentísima. Agua torrencial, viento, rayos… de todo, menos el granizo, que ha ido a caer a otro lugar.
Uno de los peones, sintiendo esta violencia, dice:
– Parece como si Satanás hubiera salido de la Gehena con sus demonios. ¡Mira qué nubes tan negras! ¡Mira qué exhalación de azufre hay en el ambiente, y silbidos y voces de lamento y maldición! Si es él, ¡está enfurecido esta noche!.
El otro peón se echa a reír y dice:
– Se le habrá escapado una importante presa, o quizás Miguel de nuevo le habrá lanzado el rayo de Dios, y tendrá cuernos y cola cortados y quemados.
Pasa corriendo una mujer y grita:
¡Joaquín! ¡Va a nacer de un momento a otro! ¡Todo ha ido rápido y bien!
Y desaparece con una pequeña ánfora en las manos.
Se produce un último rayo; tan violento, que lanza contra las paredes a los tres hombres. En la parte delantera de la casa, en el suelo del huerto, queda como recuerdo un agujero negro y humeante. Luego, de repente, cesa la tormenta. De detrás de la puerta de Ana viene un vagido (parece el lamento de una tortolita en su primer arrullo). Mientras, un enorme arco iris extiende su faja semicircular por toda la amplitud del cielo. Surge, o por lo menos lo parece, de la cima del Hermón (la cual, besada por un filo de sol, parece de alabastro de un blanco – rosa delicadísimo), se eleva hasta el más terso cielo septembrino y, salvando espacios limpios de toda impureza, deja debajo las colinas de Galilea y un terreno llano que aparece entre dos higueras, que está al Sur, y luego otro monte, y parece posar su punta extrema en el extremo horizonte, donde una abrupta cadena de montañas detiene la vista.
-¡Qué cosa más insólita!
-¡Mirad, mirad!
Parece como si reuniera en un círculo a toda la tierra de Israel, y… ya… ¡fijaos!, ya hay una estrella y el Sol no se ha puesto todavía. ¡Qué estrella! ¡Reluce como un enorme diamante!…
-¡Y la Luna, allí, ya llena y aún faltaban tres días para que lo fuera! ¡Fijaos cómo resplandece!.

Las mujeres irrumpen, alborozadas, con un “ovillejo” rosado entre cándidos paños.
¡Es María, la Mamá! Una María pequeñita
, que podría dormir en el círculo de los brazos de un niño; una María que al máximo tiene la longitud de un brazo, una cabecita de marfil teñido de rosa tenue, y unos labiecillos de carmín que ya no lloran sino que instintivamente quieren mamar (tan pequeñitos, que no se ve cómo van a poder coger un pezón), y una naricita diminuta entre dos carrillitos redondetes. Si la estimulan abre los ojitos: dos pedacitos de cielo, dos puntitos inocentes y azules que miran, y no ven, entre sutiles pestañas de un rubio tan tenue que es casi rosa. También el vello de su cabeza redondita tiene una veladura entre rosada y rubia como ciertas mieles casi blancas.

Tiene por orejas dos conchitas rosadas y transparentes, perfectas; y por manitas… ¿qué son esas dos cositas que gesticulan y buscan la boca? Cerradas, como están, son dos capullos de rosa de musgo que hubieran hendido el verde de los sépalos y asomaran su seda rosa tenue; abiertas, como están ahora, dos joyeles de marfil apenas rosa, de alabastro apenas rosa, con cinco pálidos granates por uñitas. ¿Cómo podrán ser capaces de secar tanto llanto esas manitas?
¿Y los piececitos? ¿Dónde están? Por ahora son sólo pataditas escondidas entre los lienzos. Pero, he aquí que la pariente se sienta y la destapa… ¡Oh, los piececitos! De la largura aproximada de cuatro centímetros, tienen por planta una concha coralina; por dorso, una concha de nieve veteada de azul; sus deditos son obras maestras de escultura liliputiense, coronados también por pequeñas esquirlas de granate pálido. Me pregunto cómo podrán encontrarse sandalias tan pequeñas que valgan para esos piececitos de muñeca cuando den sus primeros pasos, y cómo podrán esos piececitos recorrer tan áspero camino y soportar tanto dolor bajo una cruz. Pero esto ahora no se sabe. Se ríe o se sonríe de cómo menea los brazos y las
piernas, de sus lindas piernecitas bien perfiladas, de los diminutos muslos, que, de tan gorditos como son, forman hoyuelos y aritos, de su barriguita (un cuenco invertido), de su pequeño tórax, perfecto, bajo cuya seda cándida se ve el movimiento de la respiración y se oye ciertamente, si, como hace el padre feliz ahora, en él se apoya la boca para dar un beso, latir un corazoncito… Un corazoncito que es el más bello que ha tenido, tiene y tendrá la tierra, el único corazón inmaculado de hombre.

¿Y la espalda? Ahora la giran y se ve el surco lumbar y luego los hombros, llenitos, y la nuca rosada, tan fuerte, que la cabecita se yergue sobre el arco de las vértebras diminutas, como la de un ave escrutadora en torno a sí del nuevo mundo que ve, y emite un gritito de protesta por ser mostrada en ese modo; Ella, la Pura y Casta, ante los ojos de tantos, Ella, que jamás volverá a ser vista desnuda por hombre alguno, la Toda Virgen, la Santa e Inmaculada. Tapad, tapad a este Capullo de azucena que nunca se abrirá en la tierra, y que dará, más hermosa aún que Ella, su Flor, sin dejar de ser capullo. Sólo en el Cielo la Azucena del Trino Señor abrirá todos sus pétalos. Porque allí arriba no existe vestigio de culpa que pudiera involuntariamente profanar ese candor.

Porque allí arriba se trata de acoger, a la vista de todo el Empíreo, al Trino Dios – Padre, Hijo, Esposo – que ahora, dentro de pocos años, celado en un corazón sin mancha, vendrá a Ella.

De nuevo está envuelta en los lienzos y en los brazos de su padre terreno, al que asemeja. No ahora, que es un bosquejo de ser humano. Digo que le asemeja una vez hecha mujer. De la madre no refleja nada; del padre, el color de la piel y de los ojos, y, sin duda, también del pelo, que, si ahora son blancos, de joven eran ciertamente rubios a juzgar por las cejas. Del padre son las facciones — más perfectas y delicadas en Ella por ser mujer, ¡y qué Mujer!; también del padre es la sonrisa y la mirada y el modo de moverse y la estatura. Pensando en Jesús como lo veo, considero que ha sido Ana la que ha dado su estatura a su Nieto, así como el color marfil más cargado de la piel; mientras que María no tiene esa presencia de Ana (que es como una palma alta y flexible), sino la finura del padre. También las mujeres, mientras entran con Joaquín donde se encuentra la madre feliz para devolverle a su hijita, hablan de la tormenta y del prodigio de la Luna, de la estrella, del enorme arco iris.

Ana sonríe ante un pensamiento propio:
– Es la estrella – dice Su signo está en el cielo. ¡María, arco de paz! ¡María, estrella mía! ¡María, Luna pura! ¡María, perla nuestra!.

– ¿María la llamas?.
– Sí. María, estrella y perla y luz y paz…
– Pero también quiere decir amargura… ¿No temes acarrearle alguna desventura?
Dios está con Ella. Es suya desde antes de que existiera. Él la conducirá por sus vías y toda amargura se transformará en paradisíaca miel. Ahora sé de tu mamá… todavía un poco, antes de ser toda de Dios….
Y la visión termina en el primer sueño de Ana madre y de María recién nacida.

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Relatos y visiones de la vida de Jesús y María en la tierra, de Maria Valtorta, de su obra “El Poema de El Hombre-Dios”.


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Visión de los Reyes Magos de María Valtorta https://www.reinadelcielo.org/vision-de-los-reyes-magos-de-maria-valtorta/ Sat, 06 Jan 2024 09:31:00 +0000 http://www.reinadelcielo.org/?p=3256 Escrito el 28 de febrero de 1944

Veo a Belén, ciudad pequeña, ciudad blanca, recogida como una pollada bajo la luz de las estrellas. Dos caminos principales la cruzan en forma de cruz. La una viene del otro poblado y es el camino principal que continúa, la otra que viene de otro poblado, ahí se detiene. Varias callejuelas dividen este poblado, en que no se puede ver ningún plano con que se haya edificado, como nosotros pensamos, sino que ha seguido las conformaciones del terreno, lo mismo que las casas han seguido los caprichos del suelo y de su constructor. Volteadas unas a la derecha, otras a la izquierda, otras fabricadas en el ángulo respecto del camino que pasa cerca de ellas, hacen que él tome la forma de una cinta que se tuerce, y no la de línea recta. Acá y allá se ve alguna plazoleta, que bien puede servir para mercado, bien para dar cabida a una fuente, o también porque se le construyó sin ningún plan, y se ha quedado allí como un trozo de tierra oblicuo, sobre el que no es posible construir algo.

Me parece que en el punto donde estoy es una de esas plazoletas irregulares. Debió haber sido cuadrada o al menos rectangular, pero se ha convertido en un trapecio, tan raro, que parece un triangulo agudo, achatado en el vértice. En el lado mas largo, la base del triángulo, hay una construcción larga y baja. La más grande del poblado. Por fuera hay una valla lisa por la que se ven dos portones, que están ahora cerrados. Por dentro, en el cuadro, hay muchas ventanas que dan al primer piso, mientras abajo hay pórticos que rodean el patio en que hay paja y excrementos esparcidos; también hay estanques donde beben agua los caballos y otros animales. Sobre las rústicas columnas hay argollas donde se atan los animales, y a un lado hay un largo tinglado para meter rebaños o cabalgaduras. Caigo en la cuenta de que es el albergue de Belén.

En los otros dos lados iguales hay casas y casuchas, algunas que tienen enfrente algún huerto, otras que no lo tienen. Entre ellas hay unas que con su fachada dan a la plaza y otras con su parte posterior. En la otra parte más estrecha, dando de frente al lugar de las caravanas, hay una sola casita, con una escalera externa que llega hasta la mitad de la fachada de las habitaciones. Todas las casas están cerradas, porque es de noche. No se ve a nadie por la calle.

Estrella de Belén

Veo que en el cielo aumenta la luz de las estrellas, tan hermosas en el suelo oriental, tan resplandecientes y grandes que parecen estar muy cerca, y que sea fácil llegar a ellas, tocarlas. Levanto la mirada para saber cuál es la razón de que aumente la luz. Una estrella, de insólito tamaño que parece ser una pequeña luna, avanza en el cielo de Belén. Las otras parecen eclipsarse y hacerse a un lado, como las damas cuando pasa la reina, pues su esplendor las domina, las anula. De la esfera, que parece un enorme zafiro pálido, al que por dentro encendiera un sol, sale un rayo al que además de su color netamente zafiro, se unen otros, cual el rubio de los topacios, el verde de las esmeraldas, el de ópalos, el rojizo de los rubíes, y los dulces centelleos de las amatistas. Todas las piedras preciosas de la tierra están en ese rayo que rasga el cielo con una velocidad y movimiento ondulante como si fuese algo vivo. El color que predomina es el que mana del centro de la estrella: el hermosísimo color de pálido zafiro, que pinta de azul plateado las casas, los caminos, el suelo de Belén, cuna del Salvador.

No es ya la pobre ciudad, que por lo menos para nosotros no pasa de ser un rancho. Es una ciudad fantástica de hadas en que todo es plata. Y el agua de las fuentes, de los estanques es un líquido diamantino.

La estrella con un resplandor mucho más intenso se detiene sobre la pequeña casa que está en el lado más estrecho de la plazuela. Nadie la ve porque todos duermen, pero la estrella hace vibrar más sus rayos y su cola vibra, ondea más fuerte trazando como semicírculos en el cielo, que se enciende todo con esta red de astros que arrastra consigo, con esta red llena de piedras preciosas que brillan tiñendo con los más vagos colores las otras estrellas, como para decirles una palabra de alegría.

La casucha está sumergida en este fuego líquido de joyas. El techo de la pequeña terraza, la escalerilla de piedra oscura, la puertecilla, todo es como si fuese un bloque de plata pura, espolvoreado con diamantes y perlas. Ningún palacio real de la tierra jamás ha tenido ni tendrá una escalera semejante a esta, por donde pasan los Ángeles, por donde pasa la Madre de Dios. Sus piececitos de Virgen Inmaculada pueden posarse sobre ese cándido resplandor, sus piececitos destinados a posarse sobre las gradas del trono de Dios.

Pero la Virgen no sabe lo que pasa. Vela junto a la cuna de su Hijo y ora. En su alma tiene resplandores que superan en mucho los resplandores de la estrella que adorna las cosas.

Por el camino principal avanza una caravana. Caballos enjaezados y otros a quienes se les trae de la rienda, dromedarios y camellos sobre los que alguien viene cabalgando, o bien tirados de las riendas. El sonido de las pezuñas es como un rumor de aguas que se mete y restriega las piedras del arroyo. Llegados a la plaza, se detienen. La caravana, bajo los rayos de la estrella, es algo fantástico. Los arreos, los vestidos de los jinetes, sus rostros, el equipaje, todo resplandece al brillo de la estrella, metales, cuero, seda, joyas, pelambre. Los ojos brillan, de las bocas la sonrisa brota porque hay otro resplandor que ha prendido en sus corazones: el de una alegría sobrenatural.

Nacimiento de Jesús 4 (ft img)

Mientras los siervos se dirigen al lugar donde se hospedan las caravanas, tres bajan de sus respectivos animales, que un siervo lleva a otra parte, y van a la casa a pie. Se postran, con la cara en el suelo. Besan el polvo. Son tres hombres poderosos. Lo indican sus riquísimos vestidos. Uno de piel muy oscura que bajó de un camello, se envuelve en una capa de blanca seda, que se sostiene en la frente y en la cintura con un cinturón precioso, y de este pende un puñal o espada que en su empuñadura tiene piedras preciosas. Los otros dos han bajado de soberbios caballos. El uno está vestido con una tela de rayas blanquísimas en que predomina el color amarillo. El capucho y el cordón parecen una sola pieza de filigrana de oro. El otro trae una camisola de seda de largas y anchas mangas unida al calzón, cuyas extremidades están ligadas en los pies. Está envuelto en finísimo manto, que parece un jardín por lo vivo de los colores de las flores que lo adornan. En la cabeza trae un turbante que sostiene una cadenilla engastada en diamantes.

Después de haber venerado la casa donde está el Salvador, se levantan y se van al lugar de las caravanas, donde están los siervos que pidieron albergue.

* * *

Es después del mediodía. El sol brilla en el cielo. Un siervo de los tres atraviesa la plaza, por la escalerilla de la pequeña casa entra, sale, regresa al albergue.

Salen los tres personajes seguidos cada uno de su propio siervo. Atraviesan la plaza. Los pocos peatones se voltean a mirar a esos pomposos hombres que lenta y solemnemente caminan. Desde que salió el siervo y vienen los tres personajes ha pasado ya un buen cuarto de hora, tiempo suficiente para que los que viven en la casita se hayan preparado a recibir a los huéspedes.

Vienen ahora más ricamente vestidos que en la noche. La seda resplandece, las piedras preciosas brillan, un gran penacho de joyas, esparcidas sobre el turbante del que lo trae, centellea.

Un siervo trae un cofre todo embutido con sus remaches en oro bruñido. Otro una copa que es una preciosidad. Su cubierta es mucho mejor, labrada toda en oro. El tercero una especie de ánfora larga, también de oro, con una especie de tapa en forma de pirámide, y sobre su punta hay un brillante. Deben pesar, porque los siervos los traen fatigosamente, sobre todo el que trae el cofre.

Suben por la escalera. Entran. Entran en una habitación que va de la calle hasta la parte posterior de la casa. Se va al huertecillo por una ventana abierta al sol. Hay puertas en las paredes, y por ellas se asoman los propietarios: un hombre, una mujer, y tres o cuatro niños.

Nacimiento (ft img)

Sentada con el Niño en sus rodillas. José a su lado, de pie. Se levanta, se inclina cuando ve que entran los tres Magos. Ella trae un vestido blanco que la cubre desde el cuello hasta los pies. Trenzas rubias adornan su cabecita. Su rostro está intensamente rojo debido a la emoción. En sus ojos hay una dulzura inmensa. De su boca sale el saludo: “Dios sea con vosotros”. Los tres se detienen por un instante como sorprendidos, luego se adelantan, y se postran a sus pies. Le dicen que se siente.

Aunque Ella les invita a que se sienten, no aceptan. Permanecen de rodillas, apoyados sobre sus calcañales. Detrás, a la entrada, están arrodillados los siervos. Delante de si han colocado los regalos y se quedan en espera.

Los tres Sabios contemplan al Niño, que creo que tiene ahora unos nueve meses o un año. Está muy despabilado. Es robusto. Está sentado sobre las rodillas de su Madre y sonríe y trata de decir algo con su vocecita. Al igual que la mamá, está vestido completamente de blanco. En sus piececitos trae sandalias. Su vestido es muy sencillo: una tuniquita de la que salen los piececitos intranquilos, unas manitas gorditas que quisieran tocar todo; sobre todo su rostro en que resplandecen dos ojos de color azul oscuro. Su boquita se abre y deja ver sus primeros dientecitos. Los risos parecen rociados con polvo de oro por lo brillantes y húmedos que se ven.

El más viejo de los tres habla en nombre de todos. Dice a María que vieron en una noche del pasado diciembre, que se prendía una nueva estrella en el cielo, de un resplandor inusitado. Los mapas del firmamento que tenían, no registraban esa estrella, ni de ella hablaban. Su nombre era desconocido. Nacida por voluntad de Dios, había crecido para anunciar a los hombres una verdad fausta, un secreto de Dios. Pero los hombres no le habían hecho caso, porque tenían el alma sumida en el fango. No habían levantado su mirada a Dios, y no supieron leer las palabras que El trazó, siempre sea alabado con astros de fuego en la bóveda de los cielos.

Ellos la vieron y pusieron empeño en comprender su voz. Quitándose el poco sueño que concedían a sus cansados cuerpos, olvidando la comida, se habían sumergido en el estudio del zodíaco. Las conjunciones de los astros, el tiempo, la estación, el cálculo de las horas pasadas y de las combinaciones astronómicas les habían revelado el nombre y secreto de la estrella. Su Nombre: « Mesías ». Su secreto: « Es el Mesías venido al mundo ». Y vinieron a adorarlo. Ninguno de los tres se conocía. Caminaron por montes y desiertos, atravesaron valles y ríos; hasta que llegaron a Palestina porque la estrella se movía en esta dirección. Cada uno, de puntos diversos de la tierra, se había dirigido a igual lugar. Se habían encontrado de la parte del Mar Muerto. La voluntad de Dios los había reunido allí, y juntos habían continuado el camino, entendiéndose, pese a que cada uno hablaba su lengua, y comprendiendo y pudiendo hablar la lengua del país, por un milagro del Eterno.

Juntos fueron a Jerusalén, porque el Mesías debe ser el Rey de Jerusalén, el Rey de los judíos. Pero la estrella se había ocultado en el cielo de dicha ciudad, y ellos habían experimentado que su corazón se despedazaba de dolor y se habían examinado para saber si habían en algo ofendido a Dios. Pero su conciencia no les reprochó nada. Se dirigieron a Herodes para preguntarle en qué palacio había nacido el Rey de los judíos al cual habían venido a adorar. El rey, convocados los príncipes de los sacerdotes y los escribas, les preguntó que dónde nacería el Mesías y que ellos respondieron: «En Belén de Judá. »

Ellos vinieron hacia Belén. La estrella volvió a aparecerse a sus ojos, al salir de la Ciudad santa, y la noche anterior había aumentado su resplandor. El cielo era todo un incendio. Luego se detuvo la estrella, y juntando las luces de todas las demás estrellas en sus rayos, se detuvo sobre esta casa. Ellos comprendieron que estaba allí el Recién nacido. Y ahora lo adoraban, ofreciéndole sus pobres dones y más que otra cosa su corazón, que jamás dejará de seguir bendiciendo a Dios por la gracia que les concedió y por amar a su Hijo, cuya Humanidad veían. Después regresarían a decírselo a Herodes porque él también deseaba venir a adorarlo.

La Virgen y el Niño 2

«Aquí tienes el oro, como conviene a un rey; el incienso como es propio de Dios, y para ti, Madre, la mirra, porque tu Hijo es Hombre además de Dios, y beberá de la vida humana su amargura, y la ley inevitable de la muerte. Nuestro amor no quisiera decir estas palabras, sino pensar que fuese eterno en su carne, como eterno es su Espíritu, pero, ¡Oh mujer!, si nuestras cartas, o mejor dicho, nuestras almas, no se equivocan, El, tu Hijo, es; el Salvador, el Mesías de Dios, y por esto deberá salvar la tierra, tomar en Sí sus males, uno de los cuales es el castigo de la muerte. Esta mirra es para esa hora, para que los cuerpos que son santos no conozcan la putrefacción y conserven su integridad hasta que resuciten. Que El se acuerde de estos dones nuestros, y salve a sus siervos dándoles Su Reino. Por tanto, para ser nosotros santificados, Vos, la Madre de este Pequeñuelo nos lo conceda a nuestro amor, para que besemos sus pies y con ellos descienda sobre nosotros la bendición celestial. »

María, que no siente ya temor ante las palabras del Sabio que ha hablado, y que oculta la tristeza de las fúnebres invocaciones bajo una sonrisa, les presenta a su Niño. Lo pone en los brazos del más viejo, que lo besa y lo acaricia, y luego lo pasa a los otros dos.

Jesús sonríe y juguetea con las cadenillas y las cintas. Con curiosidad mira, mira el cofre abierto que resplandece con color amarillento, sonríe al ver que el sol forma una especie de arco iris, al dar sobre la tapa donde está la mirra.

Después los tres entregan a María el Niño y se levantan. También María se pone de píe. Se hacen mutua inclinación. Después que el más joven dio órdenes a su siervo y salió. Los tres hablan todavía un poco. No se deciden a separarse de aquella casa. Lágrimas de emoción hay en sus ojos. Se dirigen en fin a la salida. Los acompañan María y José.

El Niño quiso bajar y dar su manita al más anciano de los tres, y camina así, asido de la mano de María y del Sabio, que se inclinan para llevarlo de la mano. Jesús todavía tiene ese paso bamboleante de los pequeñuelos, y va golpeando sus piececitos sobre las líneas que el sol forma sobre el piso.

Llegados al dintel – no debe olvidarse que la habitación es muy larga – los tres arrodillándose nuevamente, besan los píes de Jesús. María se inclina al Pequeñuelo, lo toma de la manita y lo guía, haciéndole que haga un gesto de bendición sobre la cabeza de cada Mago. Es una señal algo así como de cruz, que los deditos de Jesús, guiados por la mano de María, trazan en el aire.

Luego los tres bajan la escalera. La caravana está esperándolos. Los enjaezados caballos resplandecen con los rayos del atardecer. La gente está apiñada en la plazoleta. Se acercó a ver este insólito espectáculo.

Jesús ríe, batiendo sus manecítas. Su Madre lo ha levantado en alto y apoyado sobre el pretil que sirve de límite al suelo, y lo ase con un brazo contra su pecho para que no se caiga. José ha bajado con los tres Magos, y les detiene las cabalgaduras, mientras sobre ellas suben.

Los siervos y señores están sobre sus animales. Se da la orden de partir. Los tres se inclinan profundamente sobre su cabalgadura en señal de postrer saludo. José se inclina. También María, y vuelve a guiar la manita de Jesús en un gesto de adiós y bendición.


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Visiones de Navidad de María Valtorta, Italia, 1944 https://www.reinadelcielo.org/visiones-de-navidad-de-maria-valtorta-italia-1944/ Wed, 20 Dec 2023 06:01:00 +0000 http://www.reinadelcielo.org/?p=3001 ]]> El viaje a Belén

(Escrito el 5 de junio de 1944)

María y el niño

Veo un camino principal. Viene por él mucha gente. Borriquillos cargados de utensilios y de personas. Borriquillos que regresan. La gente los espolea. Quien va a pie, va aprisa porque hace frío.

El aire es limpio y seco. El cielo está sereno, pero tiene ese frío cortante de los días invernales. La campiña sin hojas parece más extensa, y los pastizales apenas si tienen hierba un poco crecida, quemada con los vientos invernales; en los pastizales las ovejas buscan algo de comer y buscan el sol que poco a poco se levanta; se estrechan una a la otra, porque también ellas tienen frío y balan levantando su trompa hacia el sol como si le dijesen: “ Baja pronto, ¡que hace frío! “. El terreno tiene ondulaciones que cada vez son más claras. Es en realidad un terreno de colinas. Hay concavidades con hierba lo mismo que valles pequeños. El camino pasa por en medio de ellos y se dirige hacia el sureste.

María viene montada en un borriquillo gris. Envuelta en un manto pesado. Delante de la silla está el arnés que llevó en el viaje a Hebrón, y sobre el cofre van las cosas necesarias. José camina a su lado, llevando la rienda. ¿Estás cansada?: le pregunta de cuando en cuando.

María lo mira. Le sonríe. Le contesta: « No. » A la tercera vez añade: « Más bien tu debes sentirte cansado con el camino que hemos hecho. »

« ¡Oh, yo ni por nada! Creo que si hubiese encontrado otro asno, podrías venir más cómoda y caminaríamos más pronto. Pero no lo encontré. Todos necesitan en estos días de una cabalgadura. Lo siento. Pronto llegaremos a Belén. Más allá de aquel monte está Efrata. »

Ambos guardan silencio. La Virgen, cuando no habla, parece como si se recogiese en plegaria. Dulcemente se sonríe con un pensamiento que entreteje en sí misma. Si mira a la gente, parece como si no viera lo que hay: hombres, mujeres, ancianos, pastores ricos, pobres, sino lo que Ella sola ve.

« ¿ Tienes frío? » pregunta José, porque sopla el aire. « No. Gracias. »

Pero José no se fía. Le toca los pies que cuelgan al lado del borriquillo, calzados con sandalias y que apenas si se dejan ver a través del largo vestido. Debe haberlos sentido fríos, porque sacude su cabeza y se quita una especie de capa pequeña, y la pone en las rodillas de María, la extiende sobre sus muslos, de modo que sus manitas estén bien calientes bajo ella y bajo el manto.

Encuentran a un pastor que atraviesa con su ganado de un lado a otro. José se le acerca y le dice algo. El pastor dice que sí, José toma el borriquillo y lo lleva detrás del ganado que está paciendo. El pastor toma una rústica taza de su alforja y ordeña una robusta oveja. Entrega a José la taza que la da a María.

« Dios os bendiga» dice María. « A ti por tu amor, y a ti por tu bondad. Rogaré por ti. »

« ¿ Venís de lejos? »

« De Nazaret» responde José.

« ¿Y vais?»

« A Belén. »

El camino es largo para la mujer en este estado. ¿Es tu mujer? »

« Sí. »

«¿ Tenéis a donde ir? »

« No. »

« ¡Va mal todo! Belén está llena de gente que ha llegado de todas partes para empadronarse o para ir a otras partes. No sé si encontréis alojo. ¿Conoces bien el lugar? »

« No muy bien. »

« Bueno.. . te voy a enseñar… porque se trata de Ella (y señala a María). Buscad el alojo. Estará lleno. Te lo digo para darte una idea. Está en una plaza. Es la más grande. Se llega a ella por este camino principal. No podéis equivocaros. Delante de ella hay una fuente. El albergue es grande y bajo con un gran portal. Estará lleno. Pero si no podéis alojaros en él o en alguna casa, dad vuelta por detrás del albergue, como yendo a la campiña. Hay apriscos en el monte. Algunas veces los mercaderes que van a Jerusalén los emplean como albergue. Hay apriscos en el monte, no lo olvidéis: húmedos, fríos y sin puerta, pero siempre son un refugio, porque la mujer… no puede quedarse en la mitad del camino. Tal vez allí encontréis un lugar… y también heno para dormir y para el asno. Que Dios os acompañe. »

« Y a ti te dé su alegría» responde la Virgen. José por su parte dice: « La paz sea contigo. »

Vuelve a continuar su camino. Una concavidad más extensa se deja ver desde la cresta a la que han llegado. En la concavidad, arriba y abajo, a lo largo de las suaves pendientes que la rodean, se ven casas y casas. Es Belén.

« Hemos llegado a la tierra de David, María. Ahora vas a descansar. Me parece que estás muy cansada… »

« No. Pensaba yo… estoy pensando… » María aprieta la mano de José y le dice con una sonrisa de bienaventurada: « Estoy pensando que el momento ha llegado. »

« ¡ Que Dios nos socorra! ¿Qué vamos a hacer? »

« No temas, José. Ten constancia. ¿ Ves qué tranquila estoy yo? »

« Pero sufres mucho. »

« ¡ Oh no! ». Me encuentro llena de alegría. Una alegría tal, tan fuerte, tan grande, incontenible, que mi corazón palpita muy fuerte y me dice: ” i Va a nacer! ¡ Va a nacer! ” Lo dice a cada palpitar. Es mi Hijo que toca a mi corazón y que dice: “Mamá: ya vine. Vengo a darte un beso de parte de Dios. ¡Oh, qué alegría, José mío! »

Pero José no participa de la misma alegría. Piensa en lo urgente que es encontrar un refugio, y apresura el paso. Puerta tras puerta pide alojo. Nada. Todo está ocupado. Llegan al albergue. Está lleno hasta en los portales, que rodean el patio interior.

José deja a María que sigue sentada sobre el borriquillo en el patio y sale en busca de algunas otras casas. Regresa desconsolado. No hay ningún alojo. El crepúsculo invernal pronto se echa encima y empieza a extender sus velos. José suplica al dueño del albergue. Suplica a viajeros. Ellos son varones y están sanos. Se trata ahora de una mujer próxima a dar a luz. Que tengan piedad. Nada. Hay un rico fariseo que los mira con manifiesto desprecio, y cuando María se acerca, se separa de ella como si se hubiera acercado una leprosa. José lo mira y la indignación le cruza por la cara. María pone su mano sobre la muñeca de José para calmarlo. Le dice: « No insistas. Vámonos. Dios proveerá. »

Salen. Siguen por los muros del albergue. Dan vuelta por una callejuela metida entre ellos y casuchas. Le dan vuelta. Buscan. Allí hay algo como cuevas, bodegas, más bien que apriscos, porque son bajas y húmedas. Las mejores están ya ocupadas. José se siente descorazonado.

« Oye, galileo » le grita por detrás un viejo. « Allá en el fondo, bajo aquellas ruinas, hay una cueva. Tal vez no haya nadie. »

Se apresuran a ir a esa cueva. Y que si es una madriguera. Entre los escombros que se ven hay un agujero, más allá del cual se ve una cueva, una madriguera excavada en el monte, más bien que gruta. Parece que sean los antiguos fundamentos de una vieja construcción, a la que sirven de techo los escombros caídos sobre troncos de árboles.

Como hay muy poca luz y para ver mejor, José saca la yesca y prende una candileja que toma de la alforja que trae sobre la espalda. Entra y un mugido lo saluda. « Ven, María. Está vacía. No hay sino un buey. » José sonríe. « Mejor que nada … »

María baja del borriquillo y entra.

José puso ya la candileja en un clavo que hay sobre un tronco que hace de pilar. Se ve que todo está lleno de telarañas. El suelo, que está batido, revuelto, con hoyos, guijarros, desperdicios, excrementos, tiene paja. En el fondo, un buey se vuelve y mira con sus quietos ojos. Le cuelga hierba del hocico. Hay un rústico asiento y dos piedras en un rincón cerca de una hendidura. Lo negro del rincón dice que allí suele hacerse fuego.

María se acerca al buey. Tiene frío. Le pone las manos sobre su pescuezo para sentir lo tibio de él. El buey muge, pero no hace más, parece como si comprendiera. Lo mismo cuando José lo empuja para tomar mucho heno del pesebre y hacer un lecho para María – el pesebre es doble, esto es, donde come el buey, y arriba una especie de estante con heno de repuesto, y de este toma José – no se opone. Hace lugar aun al borriquillo que cansado y hambriento, se pone al punto a comer. José voltea también un cubo con abolladuras. Sale, porque afuera vio un riachuelo, y vuelve con agua para el borriquillo. Toma un manojo de varas secas que hay en un rincón y se pone a limpiar un poco el suelo. Luego desparrama el heno. Hace una especie de lecho, cerca del buey, en el rincón más seco y más defendido del viento. Pero siente que está húmedo el heno y suspira. Prende fuego, y con una paciencia de trapista, seca poco a poco el heno junto al fuego.

María sentada en el banco, cansada, mira y sonríe. Todo está ya pronto. María se acomoda lo mejor que puede sobre el muelle de heno, con las espaldas apoyadas contra un tronco. José adorna todo aquel… ajuar, pone su manto como una cortina en la entrada que hace de puerta, Una defensa muy pobre. Luego da a la Virgen pan y queso, y le da a beber agua de una cantimplora. « Duerme ahora» le dice. « Yo velaré para que el fuego no se apague. Afortunadamente hay leña. Esperamos que dure y que arda. Así podemos ahorrar el aceite de la lámpara. »

María obediente se acuesta. José la cubre con el manto de ella, y con la capa que tenía antes en los pies.

« Pero tu vas a tener frío… »

« No, María. Estoy cerca del fuego. Trata de descansar. Mañana será mejor. »

María cierra los ojos. No insiste. José se va a su rincón. Se sienta sobre una piedra, con pedazos de leña cerca. Pocos, que no durarán mucho por lo que veo.

Están del siguiente modo: María a la derecha con las espaldas a la… puerta, semi-escondida por el tronco y por el cuerpo del buey que se ha echado en tierra. José a la izquierda y hacia la puerta, por lo tanto, diagonalmente, y así su cara da al fuego, con las espaldas a María. Pero de vez en vez se voltea a mirarla y la ve tranquila, como si durmiese. Despacio rompe las varas y las echa una por una en la hoguera pequeña para que no se apague, para que dé luz, y para que la leña dure. No hay más que el brillo del luego que ahora se reaviva, ahora casi está por apagarse. Como está apagada la lámpara de aceite, en la penumbra resaltan sólo la figura del buey, la cara y manos de José. Todo lo demás es un montón que se confunde en la gruesa penumbra.

Nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo

(Escrito el 6 de junio de 1944)

Nacimiento de Jesús

Veo el interior de este pobre albergue rocoso que María y José comparten con los animales. La pequeña hoguera está a punto de apagarse, como quien la vigila a punto de quedarse dormido. María levanta su cabeza de la especie de lecho y mira. Ve que José tiene la cabeza inclinada sobre el pecho como si estuviese pensando, y está segura que el cansancio ha vencido su deseo de estar despierto. ¡Qué hermosa sonrisa le aflora por los labios! Haciendo menos ruido que haría una mariposa al posarse sobre una rosa, se sienta, y luego se arrodilla. Ora. Es una sonrisa de bienaventurada la que llena su rostro. Ora con los brazos abiertos no en forma de cruz, sino con las palmas hacia arriba y hacia adelante, y parece como si no se cansase con esta posición. Luego se postra contra el heno orando más intensamente. Una larga plegaria.

José se despierta. Ve que el fuego casi se ha apagado y que el lugar está casi oscuro. Echa unas cuantas varas. La llama prende. Le echa unas cuantas ramas gruesas, y luego otras más, porque el frío debe ser agudo. Un frío nocturno invernal que penetra por todas las partes de estas ruinas. El pobre José, como está junto a la puerta – llamemos así a la entrada sobre la que su manto hace las veces de puerta – debe estar congelado. Acerca sus manos al fuego. Se quita las sandalias y acerca los pies al fuego. Cuando ve que éste va bien y que alumbra lo suficiente, se da media vuelta. No ve nada, ni siquiera lo blanco del velo de María que formaba antes una línea clara en el heno oscuro. Se pone de pie y despacio se acerca a donde está María.

« ¿ No te has dormido? » le pregunta. Y por tres veces lo hace, hasta que Ella se estremece, y responde: « Estoy orando. »
« ¿ Te hace falta algo? »
« Nada, José. »
« Trata de dormir un poco. Al menos de descansar. »
« Lo haré. Pero el orar no me cansa. »
« Buenas noches, María. »
« Buenas noches, José».
María vuelve a su antigua posición. José, para no dejarse vencer otra vez del sueño, se pone de rodillas cerca del fuego y ora. Ora con las manos juntas sobre la cara. Las mueve algunas veces para echar más leña al fuego y luego vuelve a su ferviente plegaria. Fuera del rumor de la leña que chisporrotea, y del que produce el borriquillo que algunas veces golpea su pesuña contra el suelo, otra cosa no se oye.
Un rayo de luna se cuela por entre una grieta del techo y parece como hilo plateado que buscase a María. Se alarga, conforme la luna se alza en lo alto del cielo, y finalmente la alcanza. Ahora está sobre su cabeza que ora. La nimba de su candor.

María levanta su cabeza como si de lo alto alguien la llamase, nuevamente se pone de rodillas. ¡Oh, qué bello es aquí! Levanta su cabeza que parece brillar con la luz blanca de la luna, y una sonrisa sobrehumana transforma su rostro. ¿Qué cosa está viendo? ¿Qué oyendo? ¿Qué cosa experimenta? Sólo Ella puede decir lo que vio, sintió y experimentó en la hora dichosa de su Maternidad. Yo sólo veo que a su alrededor la luz aumenta, aumenta, aumenta. Parece como si bajara del cielo, parece como si manara de las pobres cosas que están a su alrededor, sobre todo parece como si de Ella procediese.
Su vestido azul oscuro, ahora parece estar teñido de un suave color de miosotis, sus manos y su rostro parecen tomar el azulino de un zafiro intensamente pálido puesto al fuego. Este color, que me recuerda, aunque muy tenue, el que veo en las visiones del santo paraíso, y el que vi en la visión de cuando vinieron los Magos, se difunde cada vez más sobre todas las cosas, las viste, purifica, las hace brillantes.
La luz emana cada vez con más fuerza del cuerpo de María; absorbe la de la luna, parece como que Ella atrajese hacia sí la que le pudiese venir de lo alto. Ya es la Depositaria de la Luz. La que será la Luz del mundo. Y esta beatífica, incalculable, inconmensurable, eterna, divina Luz que está para darse, se anuncia con un alba, una alborada, un coro de átomos de luz que aumentan, aumentan cual marea, que suben, que suben cual incienso, que bajan como una avenida, que se esparcen cual un velo…

La bóveda, llena de agujeros, telarañas, escombros que por milagro se balancean en el aire y no se caen; la bóveda negra, llena de humo, apestosa, parece la bóveda de una sala real. Cualquier piedra es un macizo de plata, cualquier agujero un brillar de ópalos, cualquier telaraña un preciosismo baldaquín tejido de plata y diamantes. Una lagartija que está entre dos piedras, parece un collar de esmeraldas que alguna reina dejara allí; y unos murciélagos que descansan parecen una hoguera preciosa de ónix. El heno que sale de la parte superior del pesebre, no es más hierba, es hilo de plata y plata pura que se balancea en el aire cual se mece una cabellera suelta.

El pesebre es, en su madera negra, un bloque de plata bruñida. Las paredes están cubiertas con un brocado en que el candor de la seda desaparece ante el recamo de perlas en relieve; y el suelo… ¿ qué es ahora? Un cristal encendido con luz blanca; los salientes parecen rosas de luz tiradas como homenaje a él; y los hoyos, copas preciosas de las que broten aromas y perfumes.
La luz crece cada vez más. Es irresistible a los ojos. En medio de ella desaparece, como absorbida por un velo de incandescencia, la Virgen… y de ella emerge la Madre.
Sí. Cuando soy capaz de ver nuevamente la luz, veo a María con su Hijo recién nacido entre los brazos. Un Pequeñín, de color rosado y gordito, que gesticula y mueve Sus manitas gorditas como capullo de rosa, y Sus piecitos que podrían estar en la corola de una rosa; que llora con una vocecita trémula, como la de un corderito que acaba de nacer, abriendo Su boquita que parece una fresa selvática y que enseña una lengûita que se mueve contra el paladar rosado; que mueve Su cabecita tan rubia que parece como si no tuviese ni un cabello, una cabecita redonda que la Mamá sostiene en la palma de su mano, mientras mira a su Hijito, y lo adora ya sonriendo, ya llorando; se inclina a besarlo no sobre Su cabecita, sino sobre Su pecho, donde palpita Su corazoncito, que palpita por nosotros… allí donde un día recibirá la lanzada. Se la cura de antemano Su Mamita con un beso inmaculado.
El buey, que se ha despertado al ver la claridad, se levanta dando fuertes patadas sobre el suelo y muge. El borrico vuelve su cabeza y rebuzna. Es la luz la que lo despierta, pero yo me imagino que quisieron saludar a su Creador, creador de ellos, creador de todos los animales.

José que oraba tan profundamente que apenas si caía en la cuenta de lo que le rodeaba, se estremece, y por entre sus dedos que tiene ante la cara, ve que se filtra una luz. Se quita las manos de la cara, levanta la cabeza, se voltea. El buey que está parado no deja ver a María. Ella grita: « José, ven. »
José corre. Y cuando ve, se detiene, presa de reverencia, y está para caer de rodillas donde se encuentra, si no es que María insiste: « Ven, José», se sostiene con la mano izquierda sobre el heno, mientras que con la derecha aprieta contra su corazón al Pequeñín. Se levanta y va a José que camina temeroso, entre el deseo de ir y el temor de ser irreverente.

A los pies de la cama de paja ambos esposos se encuentran y se miran con lágrimas llenas de felicidad.
« Ven, ofrezcamos a Jesús al Padre» dice María.
Y mientras José se arrodilla, Ella de pie entre dos troncos que sostienen la bóveda, levanta a su Hijo entre los brazos y dice: « Heme aquí. En Su Nombre, ¡ oh Dios! te digo esto. Heme aquí para hacer Tu Voluntad. Y con El, yo, María y José, mi esposo. Aquí están Tus siervos, Señor. Que siempre hagamos a cada momento, en cualquier cosa, Tu Voluntad, para gloria Tuya y por amor Tuyo. » Luego María se inclina y dice: « Tómalo, José» y ofrece al Pequeñín.
« ¿ Yo? ¿ Me toca a mí? ¡ Oh, no! ¡ No soy digno! » José está terriblemente despavorido, aniquilado ante la idea de tocar a Dios.
Pero María sonriente insiste: « Eres digno de ello. Nadie más que tú, y por eso el Altísimo te escogió. Tómalo, José y tenlo mientras voy a buscar los pañales. »
José, rojo como la púrpura, extiende sus brazos, toma ese montoncito de carne que chilla de frío y cuando lo tiene entre sus brazos no siente más el deseo de tenerlo separado de sí por respeto, se lo estrecha contra el corazón diciendo en medio de un estallido de lágrimas: « ¡ Oh, Señor, Dios mío! » y se inclina a besar los piececitos y los siente fríos. Se sienta, lo pone sobre sus rodillas y con su vestido café, con sus manos procura cubrirlo, calentarlo, defenderlo del viento helado de la noche. Quisiera ir al fuego, pero allí la corriente de aire que entra es peor. Es mejor quedarse aquí. No. Mejor ir entre los dos animales que defienden del aire y que despiden calor. Y se va entre el buey y el asno y se está con las espaldas contra la entrada, inclinado sobre el Recién nacido para hacer de su pecho una hornacina cuyas paredes laterales son una cabeza gris de largas orejas, un grande hocico blanco cuya nariz despide vapor y cuyos ojos miran bonachonamente.

María abrió ya el cofre, y sacó ya lienzos y fajas. Ha ido a la hoguera a calentarlos. Viene a donde está José, envuelve al Niño en lienzos tibios y luego en su velo para proteger Su cabecita. «¿ Dónde lo pondremos ahora?» pregunta.
José mira a su alrededor. Piensa… « Espera » dice. « Vamos a echar más acá a los dos animales y su paja. Tomaremos más de aquella que está allí arriba, y la ponemos aquí dentro. Las tablas del pesebre lo protegerán del aire; el heno le servirá de almohada y el buey con su aliento lo calentará un poco. Mejor el buey. Es más paciente y quieto. » Y se pone hacer lo dicho, entre tanto María arrulla a su Pequeñín apretándoselo contra su corazón, y poniendo sus mejillas sobre la cabecita para darle calor. José vuelve a atizar la hoguera, sin darse descanso, para que se levante una buena llama. Seca el heno y según lo va sintiendo un poco caliente lo mete dentro para que no se enfríe. Cuando tiene suficiente, va al pesebre y lo coloca de modo que sirva para hacer una cunita. « Ya está » dice. « Ahora se necesita una manta, porque el heno espina y para cubrirlo completamente … »

« Toma mi manto » dice María.
« Tendrás frío. »
« ¡ Oh, no importa! La capa es muy tosca; el manto es delicado y caliente. No tengo frío para nada. Con tal de que no sufra Él. »
José toma el ancho manto de delicada lana de color azul oscuro, y lo pone doblado sobre el heno, con una punta que pende fuera del pesebre. El primer lecho del Salvador está ya preparado.
María, con su dulce caminar, lo trae, lo coloca, lo cubre con la extremidad del manto; le envuelve la cabecita desnuda que sobresale del heno y la que protege muy flojamente su velo sutil. Tan solo su rostro pequeñito queda descubierto, gordito como el puño de un hombre, y los dos, inclinados sobre el pesebre, bienaventurados, lo ven dormir su primer sueño, porque el calor de los pañales y del heno han calmado Su llanto y han hecho dormir al dulce Jesús.

Yo, María, redimí a la mujer con mi Maternidad divina

(Escrito el mismo día)

Dice María:

Inmaculado Corazón de María 2

Yo, María, redimí a la mujer con mi Maternidad divina. Pero no fue sino el principio de su redención. Al haberme negado a casarme por el voto de virginidad, había rechazado cualquier satisfacción de concupiscencia y así merecí la gracia de Dios. Pero no era suficiente. Porque el pecado de Eva era un árbol de cuatro ramas: soberbia, avaricia, glotonería, lujuria. Y las cuatro tenían que cortarse antes de que el árbol fuera hecho estéril en sus raíces.

Humillándome hasta lo profundo, vencí la soberbia. Me humillé delante de todos. No me refiero a mi humildad para con Dios, que toda criatura debe tributarle. Su Verbo la tuvo. También yo, mujer, tenía que tenerla. ¿ Pero has pensado qué humillación debí sufrir, y sin defenderme en modo alguno de parte de los hombres?

Aun José, que era un hombre justo, me había acusado en su corazón. Los demás, que no lo eran, habían pecado de murmuración contra mi estado, y el rumor de sus palabras había llegado cual amarga aura a romperse contra mi persona humana. Y fue el principio de las innumerables humillaciones que mi vida de Madre de Jesús y del linaje humano me proporcionaron. Humillaciones de pobreza, humillaciones de perseguida, humillaciones por los reproches de parientes y amigos que, ignorando la verdad, tomaban como débil mi modo de ser madre para con mi Jesús que se había convertido en un jovenzuelo, humillaciones en los tres años de su ministerio, humillaciones crueles en la hora del Calvario, humillaciones hasta reconocer que no tenía con qué comprar un lugar para sepultar a mi Hijo, ni aromas para envolver su cuerpo.

Vencí la avaricia de los Primeros Padres renunciando anticipadamente a mi Hijo.
Una madre jamás renuncia, a no ser que se vea forzada, a su hijo. Pídasele a su corazón la patria, el amor de esposa, o de Dios mismo, ella se opondrá a tal separación. Es natural. El hijo crece en el seno, y jamás se corta completamente el lazo que une su persona con la nuestra. Aun cuando se corta el ombligo, siempre queda un nervio que parte del corazón de la madre, un nervio espiritual más vivo, más sensible que un nervio físico, que se injerta en el corazón del hijo. Se siente extenderse hasta una aflicción sin nombre, si el amor de Dios o de una criatura, o las necesidades de la patria, alejan al hijo de la madre. Se despedaza hiriendo el corazón, si la muerte arranca a una madre su hijo.

Desde el momento que tuve a mi Hijo renuncié a Él. Lo di a Dios. Lo di a vosotros. Yo me despojé del fruto de mi vientre para reparar el fruto que Eva robó a Dios.
Vencí la glotonería del saber y del gozar, aceptando saber sólo lo que Dios quería que yo supiese, sin preguntarme a mi o a El más de lo que me fuese dicho. Creí sin hacer preguntas.

Vencí la glotonería del placer porque me negué a cualquier experiencia de los sentidos. Mi carne la puse bajo mis pies. La carne, instrumento de Satanás, la puse con Satanás junta bajo mi calcañal para hacer de ella un escabel desde el cual subiese al cielo. El cielo: mi meta. Donde está Dios. Era mi única hambre, hambre que no es gula, sino necesidad que Él bendice y que quiere que siempre lo deseemos.

Vencí la lujuria, que es glotonería llevada hasta la voracidad; pues cualquier vicio que no se refrena, conduce a otro peor. La glotonería de Eva, que era algo ya reprobable, la llevó a la lujuria. No le bastó haberse proporcionado a sí misma una satisfacción. Quiso llevar su crimen a una intensidad refinada y conoció y enseñó a su compañero la lujuria. Yo tergiversé los términos y en vez de descender, subí siempre. En lugar de hacer bajar, siempre he llamado a lo alto, y de mi compañero, que era un hombre justo, hice un ángel.

Ahora que tenia a Dios y con Él sus infinitas riquezas, me apresuré a despojarme de ellas, diciéndole: “Mira: se cumpla en Él y en mi Tu Voluntad”. Casto es el que tiene moderación no sólo en su cuerpo, sino también en sus afectos y pensamientos. Debía yo ser la Casta para borrar la mancha de la carne, del corazón, de la mente. No salí de mi discreción diciendo ni siquiera de mi Hijo – únicamente mío en la tierra como único de Dios en el Cielo – ” Esto es mío y lo quiero “.

Y sin embargo no era suficiente para obtener a la mujer la paz que Eva perdió, la obtuve al pie de la Cruz, cuando vi morir al que acabas de ver nacer. Cuando sentí desgarrarse mis entrañas al grito de mi Hijo que moría, me sentí vacía de todo feminismo: no más carne, sino ángel. María, la Virgen ante el Espíritu Santo, murió en ese momento. Quedó siendo la Madre de la gracia, la que con sus tormentos os la dio. La mujer que había vuelto yo a consagrar en la noche de Navidad, adquirió al pie de la Cruz los medios para convertirse en una criatura del Cielo.

Esto lo hice por vosotros, absteniéndome de toda satisfacción, aun la más santa. A vosotras mujeres a quienes Eva hizo compañeras no superiores a los animales, yo os he hecho, con tal de que lo queráis, las santas de Dios. Por vosotras subí. Os he hecho subir muy arriba como José. La roca del Calvario es mi monte de los Olivos. De allí subí llevando a los Cielos el alma nuevamente santificada de la mujer junto con mi cuerpo glorificado porque llevó al Verbo de Dios y que canceló en mi los últimos vestigios de Eva, la última raíz de aquel árbol de las cuatro ramas venenosas y de la raíz derrotada en los sentidos que había arrastrado al linaje decaído, y que hasta el fin de los siglos y hasta la última mujer, os morderá las entrañas. Os llamo desde ahora, desde donde resplandezco en medio de los rayos del Amor y os señalo la medicina con que os podáis venceros a vosotras mismas: la gracia de mi Señor y la Sangre de mi Hijo.

Adoración de los pastores

(Escrito el 7 de junio de 1944)

Adoración de los pastores al Niño Dios (ft img)

Veo una extensa campiña. La luna está en el zenit. En un cielo recamado de estrellas va bogando. Parecen otras tantas chapitas de diamantes clavadas en un inmenso baldaquín de color azul subido, y la luna se ríe en medio de ellas con su cara blanquísima de la que bajan ríos de luz que blanquean la tierra. Los árboles que no tienen follaje parecen más altos y negros; mientras que las paredes que hay acá y allá parecen como si fueran de leche; y una casita lejana parece un bloque de mármol de Carrara.

A mi derecha veo un lugar rodeado de una valla de espinos por dos lados y de una pared baja y áspera por los otros dos. Sobre esta pared descansa el techo de una clase de tinglado largo y bajo, que por dentro está construido parte de piedra, parte de madera, algo así como si en el verano se quitase, y el tinglado se cambiase en portal. De este lugar sale de cuando en cuando un balido de muchas ovejas. Estarán durmiendo o tal vez crean que el día ya está cerca por el claror de la luna tan intenso, tan fuerte y que aumenta como si se acercase a la tierra o resplandeciese por un misterioso incendio.

Un pastor se asoma a la puerta, y levantando un brazo a la altura de su frente para ver mejor, mira hacia arriba. Parece imposible que deba protegerse de la claridad de la luna, pero es tan fuerte que deslumbra, sobre todo a quien sale de un lugar cerrado y oscuro. Todo está en calma. Pero esa luz es rara. El pastor llama a sus compañeros. Salen a la puerta. Un grupo de hombres irsutos, de diversas edades. Hay algunos que son jovencillos y otros con canas. Entre si hablan del hecho extraño. Los más jóvenes tienen miedo, sobre todo uno, un niño de 12 años que se pone a llorar, atrayendo sobre si las burlas de los otros.

¿ De qué tienes miedo, tonto? le reprocha el de mayor edad. « ¿ No ves qué aire tan tranquilo? ¿ Nunca habías visto brillar la luna? ¿ Has estado siempre bajo las enaguas de tu mamá como un pollito bajo el ala de la gallina? ¡ Otras cosas verás! Una vez fui por los montes del Líbano, mucho más allá. Era joven entonces y no me costaba trabajo caminar. También era yo rico entonces… Una noche vi una luz tal que pensé que probablemente Elías volvía sobre su carro de fuego. El cielo parecía estar ardiendo. Un viejo – entonces el viejo era él – me dijo: “Gran desventura está por venir al mundo”. Y lo fue, porque llegaron los soldados romanos. ¡Oh, que verás cosas! … ¡ si vives! »

Pero el pastorcillo no lo escucha. Parece como si no tuviese ya miedo, porque sale del umbral, se desliza por detrás de un nervudo pastor, detrás del cual se había refugiado, y avanza a un lugar de hierba que está enfrente del tinglado. Mira en alto, camina como sonámbulo, como hipnotizado por algo que lo atrae. En un cierto punto lanza un «¡Oh!» y se queda como petrificado, con los brazos un poco abiertos. Los otros se miran estupefactos.

« ¿Pero qué le pasa a ese tonto?» pregunta uno.
Mañana lo devuelvo a su madre. No quiero tontos que guarden las ovejas » dice otro.

El viejo que poco antes había hablado, dice: « Vamos a ver antes de juzgar. Llamad a los otros que están durmiendo y tomad garrotes. No sea que vaya a ser una fiera o algunos malhechores. »
Entran, llaman a los otros, salen con antorchas y garrotes. Alcanzan al niño.
¡ Allá, allá! » murmura sonriente. « Más allá del árbol. Mirad esa luz que se acerca. Parece como si caminara sobre los rayos de la luna. Ved que se acerca. ¡Qué bella! »
« Yo veo tan solo una fuerte claridad. »
« Yo también. »
« También yo » dicen otros.
« No. Yo veo algo así como un cuerpo » dice uno y reconozco en él al pastor que dio la leche a María.
« ¡ Es un… es un ángel! … » grita el niño. « Mirad que baja… que se acerca … De rodillas todos ante el Angel de Dios! »

Un « ¡ oh! » largo y lleno de veneración se levanta del grupo de los pastores, que caen de cara hacia el suelo, y los de mayor edad parecen más abatidos. Los más jóvenes están de rodillas, miran al ángel que se acerca cada vez más y que se detiene, sacudiendo sus grandes alas, candor de perla en la claridad de la luna que lo rodea, encima de la pared del lugar.

« No tengáis miedo. No os traigo ninguna desventura. Os traigo el anuncio de una gran alegría para el pueblo de Israel y para todos los pueblos de la tierra. » La voz del ángel es armoniosa cual arpa en la que cantasen ruiseñores.
« Hoy en la ciudad de David, nació el Salvador. » Al decir esto, abre sus grandes alas, las mueve como muestras de alegría, y parece como si una lluvia de oro y piedras preciosas se desprendiesen de ellas. Un hermosísimo arco iris que forma un arco de triunfo en el pobre aprisco.

« El Salvador que es el Mesías. » El ángel brilla con una luz más extraordinaria. Sus dos alas, ahora firmes, extendidas de punta a punta hacia el cielo como dos velas inmóviles sobre el mar azul, parecen dos llamas que subiesen ardiendo.
« ¡ El Mesías, el Señor! » El ángel recoge sus dos resplandecientes alas, se pone como un manto de diamantes en su vestido de perlas, se inclina como si adorase, con los brazos sobre el pecho y su rostro que desaparece, pues lo tiene muy inclinado, entre la sombra de las puntas de las alas plegadas. No se ve sino una larga forma luminosa, inmóvil por el espacio de unos instantes.

Pero ved que se mueve. Abre nuevamente las alas, levanta su rostro en que la luz se une a una sonrisa hermosísima y dice: « Lo reconoceréis por estas señales: detrás de Belén, en un pobre establo encontraréis un niño envuelto en pañales, pues para el Mesías no hubo alojo en la ciudad de David. » El rostro del ángel se pone serio, como triste.

Pero de los cielos vienen muchos, ¡ oh! muchos, pero muchos ángeles semejantes a él, un ejército de ángeles que baja alborozándose y opacando la luna con su resplandor de paraíso. Se unen al ángel que había dado la noticia con un agitar de alas, con un exhalo de perfumes, con arpegio de notas en cuya comparación todas las voces más bellas de la tierra juntas, no serían más que un remedo. Si la pintura es el intento de la materia para ser luz, aquí la melodía es el esfuerzo de la música para bañar completamente a los hombres en la belleza de Dios, y oír esta melodía es conocer el paraíso donde todo es armonía de amor que de Dios mana para alegrar a los bienaventurados, y que de ellos va a El para decirle: « Te amamos. »

El ” Gloria ” angélico se desparrama en ondas siempre más largas por la quieta campiña, y con ella la luz. Los pajaritos unen su cántico que es un saludo a esta luz que ha salido antes, y las ovejas lanzan sus balidos por este sol anticipado. Pero yo me imagino, como en la gruta al hablar del buey y del asno, que los animales saludan a su Creador, que ha venido en medio de ellos para amarlos como Hombre, además de como Dios.

El canto disminuye y la luz también, entre tanto que los ángeles vuelven a subir al cielo… Los pastores vuelven en sí.
« ¿ Oíste? »
« ¿ Vamos a ver? »
« ¿ Y los animales? »
Nada les pasará. ¡Vamos y obedezcamos la palabra de Dios! …» « ¿Pero a dónde vamos? ». « Dijo que nació hoy! ¿Y que no encontró alojo en Belén? » Es el pastor que dio la leche, el que ahora habla. « Venid, yo sé. Vi a la mujer y me dio compasión. Enseñé un lugar para Ella, porque pensé que no encontraría alojo, y al hombre le di leche para Ella. Es muy joven y hermosa. Debe ser buena como el ángel que nos habló. Venid, venid. Vamos a tomar leche, quesos, corderos y pieles curtidas. Deben ser muy pobres… y ¡ quién sabe cuánto frío tendrá Él a quien no me atrevo a nombrar! ¡ Y pensar que yo hablé con Su Madre como si fuese una pobre mujer! »

Van al tinglado; poco después salen unos con jarros de leche, otros con redecillas de esparto entretejido y dentro quesos redondos, otros con cestas en una de las cuales hay un corderito, y otros con pieles curtidas.

« Yo le llevo una oveja. Hace un mes que parió. La leche le hará bien. Les podrá servir si la mujer no tiene leche, me pareció todavía muy joven y tan blanca… ¡Un rostro de jazmín bajo los rayos de la luna! » dice el pastor del camino y los guía. Van bajo la luz de la luna y de antorchas, después de que cerraron el tinglado y el recinto. Caminan por senderos entre vallas de espinos despojados de todo en el invierno. Dan vuelta por detrás de Belén. Llegan al establo, no por la parte por donde llegó María, sino por la parte contraria, de modo que no pasan por delante de los apriscos mejores, sino que es el primero que encuentran. Se acercan a la entrada.
« ¡ Entra! »
« ¡ No me atrevo! »
« ¡Entra tú! »
« No. »
« ¡Asómate al menos! »
« Tú, Leví, que fuiste el primero en ver al ángel, señal de que eres mejor que nosotros, mira. » Antes lo tacharon de tonto… ahora para su conveniencia quieren que haga algo a lo que no se atreven.

El niño titubea, pero se decide. Se acerca a la entrada, separa un poco el manto, mira… y se queda extático.
« ¿ Qué ves? » le preguntan ansiosos en voz baja.

« Veo a una mujer joven y bella y a un hombre inclinados sobre un pesebre… oigo que llora un recién nacido, y la mujer le habla con una voz… ¡ oh ! qué voz! ».
« ¿ Qué le dice? »

« Dice: ” ¡ Jesús mío! Jesús, cariño de tu Mamá! No llores, Pequeñín ” Dice: ” ¡ Oh! pudiera decirte: `Toma leche, Pequeñín’, pero todavía no tengo!” Dice: “¡Tienes mucho frío, amorcito mío! Te molesta el heno. ¡ Qué dolor para tu Mamita oírte llorar así y no poderte consolar!” Dice: “¡Duerme, vidita mía! ¡ Que se me rompe el corazón con oírte llorar y con verte esas lágrimas! ” lo besa, le calienta sus piececitos con sus manos, porque está agachada con los brazos en el pesebre. »
« ¡ Llama! ¡ Haz que te oigan! »
« Yo no. Tú que nos trajiste y la conoces. »

El pastor abre la boca y se limita tan sólo a dar una especie de gañido.
José se voltea, y viene a la puerta. « ¿Quiénes sois? »
« Pastores. Os traemos alimentos y lana. Vinimos a adorar al Salvador. »
« Entrad. »

Entran y el establo se hace más claro a la luz de las antorchas. Los mayores empujan a los jovenzuelos a que caminen ante ellos.
María se vuelve y sonríe. « Venid » dice. « Venid » y los invita con la mano, con la sonrisa, toma al que vio el ángel, lo acerca a sí, contra el pesebre. El niño mira cual un bienaventurado.

Los demás, a quienes también invita José, se acercan con sus presentes y los ponen con pocas palabras, pero llenas de emoción, a los pies de María. Luego contemplan al Niño que llora un poco y conmovidos y felices sonríen.
Uno al final se atreve a decir: « Toma, Madre. Es suave y limpia. La había preparado para mi hijo que va a nacerme, pero te la doy. Pon a tu Hijo en esta lana. Es delicada y caliente. » Le ofrece la piel de una oveja, una bellísima piel lanuda, blanca y grande.

María levanta a Jesús y lo envuelve en ella, Lo enseña a los pastores, que de rodillas sobre el heno del suelo lo contemplan extáticos.

Toman más confianza. Uno propone: « Sería bueno darle un poco de leche. Mejor: agua y miel. Pero no tenemos miel. Se da a los pequeñitos. Tengo siete hijos y conozco… »

« Aquí hay leche. Toma, Mujer. »
« Pero está fría. Se necesita caliente. ¿ Dónde está Elías? El trae la oveja. »
Elías debe ser el hombre del camino. Pero no está. Se quedó afuera, mira por la rendija, y no se le ve por la oscuridad de la noche.
« ¿ Quién os trajo? »
« Un ángel nos dijo que viniéramos y Elías nos guió hasta aquí… Pero ¿dónde está? »
La oveja lo denuncia con un balido.
« Acércate, se te necesita. »
Entra con su oveja, avergonzado de que todos le vean.
« ¿ Tú eres? » dice José que lo reconoce y María con la sonrisa le dice: « Eres bueno. »
Ordeña la oveja y con la punta de un lienzo empapado en leche caliente y espumosa María baña los labios del Recién nacido que chupa. Todos se echan a reír y más cuando, con el pedacito de tela entre los diminutos labios, Jesús se duerme al calor de la lana.
« Pero no podéis estaros aquí. Hace frío y está húmedo. Y. luego… huele mucho a animales. No está bien… y no hace bien al Salvador. »
« Lo sé » dice María con un gran suspiro. « Pero no hay lugar para nosotros en Belén. »
« No te desanimes, Mujer. Te buscaremos una casa. »
« Lo diré a mi dueña » dice el del camino, Elías. « Es buena. Os acogerá, aun cuando tuviera que daros su habitación. Apenas amanezca se lo diré. Tiene la casa llena de gente, pero os dará un lugar. »
Para mi Hijo, al menos. Yo y José podemos estar en el suelo, pero mi Hijito… »
No suspires, Mujer. Yo me encargo de ello. Diremos a muchos lo que se nos dijo. Nada os faltará. Por ahora tomad esto que nuestra pobreza os da. Somos pastores… »
« También nosotros somos pobres, y no podemos recompensaros con algo» dice José.
« ¡ Oh, no queremos ! Y aunque lo pudieseis, no lo aceptaríamos! El Señor ya nos recompensó. Ha prometido la paz a todos. Los ángeles decían : “Paz a los hombres de buena voluntad”. A nosotros ya nos la dio, porque el ángel dijo que este Niño es el Salvador, que es el Mesías, el Señor. Somos pobres e ignorantes, pero sabemos que los Profetas dijeron que el Salvador será el Príncipe de la Paz. A nosotros nos dijo que viniésemos a adorarlo, por esto nos dio Su Paz. ¡ Gloria a Dios en los altísimos Cielos y gloria a este su Mesías, y bendita seas tú, Mujer, que lo engendraste! ¡Eres santa, porque mereciste llevarlo en tu vientre! Mándanos como Reina, que estaremos felices de servirte. ¿ qué podemos hacer por ti? »

« Amar a mi Hijo y conservar siempre en el corazón los pensamientos de ahora. »
« Pero, ¿ tú no deseas nada? ¿ No tienes familiares a los cuales quieras que se les haga hacer saber que ya nació Él? »
« Sí. Me gustaría, pero no están cerca. Están en Hebrón … »
« Yo voy », dice Elías. « ¿ Quiénes son? »
« Zacarías el sacerdote e Isabel mi prima. »
« ¿ Zacarías? ¡Oh, lo conozco bien! En el verano voy por aquellos montes porque los pastizales son buenos y grandes y soy amigo de su pastor. Cuando vea que te has acomodado, voy a ver a Zacarías. »
« Gracias, Elías. »
« No tienes por qué. Es una gran honra para mí, pobre pastor, ir a hablar al sacerdote y decirle: ” Nació ya el Salvador “. »
No. Le dirás: ” Dice María de Nazaret, tu prima, que nació ya Jesús, y que vengas a Belén “. »
« Así se lo diré. »
Dios te lo pague. Me acordaré de ti, y de todos vosotros… »
« ¿ Le hablarás a tu Hijito de nosotros? »
« Le hablaré. »
« Yo soy Elías. » « Yo Leví. » « Yo Samuel. » « Yo Jonás. » « Yo Isaac. » « Yo Tobías. » « Yo Jonatás. »
« Yo Daniel. » « Yo Simeón. » « Yo me llamo Juan. » « Yo soy José y mi hermano es Benjamín, somos gemelos. »

« Me acordaré de vuestros nombres. »
« Ya nos vamos,… pero regresaremos… Traeremos a otros a adorar… »
«¿ Cómo regresar al aprisco dejando al Niño? »
« i Gloria a Dios que nos lo mostró ! »
« Déjanos besar su vestidito » dice Leví con una sonrisa angelical.

María levanta despacio a Jesús, y sentada en el heno, ofrece los piececitos, envueltos en lino, para que los besen. Los pastores se inclinan hasta el suelo y besan esos diminutos pies, envueltos en tela. Quien tiene barba se la hace a un lado, y casi todos lloran y cuando están para irse, salen retrocediendo, sin dar la espalda, dejando dentro su corazón…
La visión termina así: María sentada en la paja con el Niño sobre su seno; y José, apoyado en el pesebre sobre su brazo, lo mira y lo adora.

En los pastores están todos los requisitos necesarios para ser adoradores del Verbo

(Escrito el mismo día)

Dice Jesús:

« Los pastores fueron los primeros adoradores del Cuerpo de Dios. En ellos están todos los requisitos necesarios para ser adoradores de Mi Cuerpo, almas eucarísticas.
Fe segura: creyeron pronta y ciegamente al ángel.
Generosidad: dieron toda su riqueza a su Señor.
Humildad: se acercan a más pobres que ellos, hablando humanamente, con modestia de gestos que no envilecen, y se profesan sus siervos.
Deseo: cuando no pueden dar porque no tienen, se industrian en buscar por medio del apostolado y de la fatiga.
Pronta obediencia: María desea que se le avise a Zacarías y Elías va al punto. No lo deja para otro día.
Amor, sobre todo no saben separarse de allí. Tu has dicho: “Dejan allí su corazón”. Dijiste bien.
¿ Pero no se necesitaría hacer igual cosa con Mi Sacramento?
Y otra cosa y solo para ti: observa a quién se revela primeramente el ángel y quién merece ser el primero en sentir el cariño de María. Leví: el niño. Dios se muestra a quien tiene alma infantil y le muestra sus misterios y le concede que oiga las palabras divinas y de María. Quien tiene alma de niño, también tiene el santo atrevimiento de Leví, y dice: ” Permíteme que bese el vestido de Jesús “. Lo dice a María. Porque María es siempre la que os da a Jesús. Es Ella la que conduce a la Eucaristía. Es Ella el Copón viviente.

Quien va a María, me encuentra. Quien me pide por medio de Ella, por medio de Ella me recibe. La sonrisa de Mi Madre cuando alguien le dice: “Dame tu Jesús, porque quiero amarlo” hace estremecer los Cielos con un vivo esplendor de alegría, pues se siente feliz Ella. »


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Visiones de Valtorta de La Ascensión https://www.reinadelcielo.org/visiones-de-valtorta-de-la-ascension/ Sun, 21 May 2023 16:01:27 +0000 http://www.reinadelcielo.org/?p=27308 ]]> Últimas enseñanzas en el Getsemaní, despedida y ascensión al Padre /-


Un naciente rosicler de aurora en Oriente. Jesús pasea con su Madre por los escalones de la ladera del Getsemaní. No median palabras, sólo miradas de inefable amor. Quizás ya han sido dichas las palabras, quizás no; han hablado las dos almas: la de Cristo y la de la Madre de Cristo. Ahora lo que hay es contemplación de amor, recíproca contemplación; la conoce la naturaleza asperjada de rocío, y la pura luz matutina; la conocen esas delicadas criaturas de Dios que son las hierbas y las flores, los pájaros y las mariposas. Los hombres están ausentes.

Yo incluso me siento como incómoda de estar presente en esta despedida.
«¡Señor, no soy digna!» exclamo entre las lágrimas que me caen, mirando la última hora de unión terrena entre la Madre y el Hijo, y pensando que hemos llegado al final de la amorosa fatiga, tanto Jesús como María como el pequeño, indigno niño que Jesús ha querido que fuera testigo de todo el tiempo mesiánico y que se llama María (aunque a Jesús le gusta llamarla “el pequeño Juan”, o también “la violeta de la Cruz”).

Sí. Pequeño Juan (María Valtorta). Pequeño, porque no soy nada. Juan, porque soy verdaderamente aquella a quien Dios ha conferido grandes gracias, y porque, en medida infinitesimal -pero es todo lo que poseo, y, dando todo lo que poseo sé que doy en la medida perfecta que satisface a Jesús, porque es el “todo” de mi nada-, en medida infinitesimal, yo, como el gran Juan predilecto, he dado todo mi amor a Jesús y a María, compartiendo con ellos lágrimas y sonrisas, siguiéndolos angustiada de verlos afligidos y de no poder defenderlos del livor del mundo a costa de mi propia vida, palpitando ahora mi corazón al ritmo de los suyos por lo que termina para siempre…

Violeta. Sí. Una violeta que ha tratado de estar escondida entre la hierba para que Jesús no la esquivara -Él que amaba todas las cosas creadas por ser obra del Padre suyo-, sino que la calcara con su pie divino, y yo pudiera morir emanando mi tenue perfume en el esfuerzo de suavizarle el contacto con la tierra áspera y dura. Violeta de la Cruz, sí. Y su Sangre ha llenado mi cáliz hasta hacerlo plegarse y tocar el suelo…

¡Oh, mi Amado, que, antes, de tu Sangre me has colmado, dándome a contemplar tus pies heridos, clavados al madero “… y al pie de la cruz era yo una plantita de violetas ya abiertas, y caían las gotas de la Sangre divina sobre esa plantita de violetas florecidas…”! ¡Recuerdo lejano, y siempre tan cercano y presente!

Preparación para lo que después fui: ese portavoz tuyo que ahora está del todo rociado de tu Sangre, de tus sudores y lágrimas, del llanto de María tu Madre pero que también conoce tus palabras, tus sonrisas, todo, todo acerca de ti; y que ya no emana perfume de violetas, sino el perfume de ti, Amor mío único y solo, ese perfume divino que acunó ayer noche mi dolor y que desciende a mí, delicado como un beso, consolador como el propio Cielo, y me hace olvidar todo para vivir sólo de ti…

Tengo tu promesa. Sé que no te perderé. Me lo has prometido y tu promesa es sincera: es de Dios. Te seguiré teniendo. Siempre. Sólo si pecara de soberbia, mentira, desobediencia, te perdería; Tú lo has dicho, pero sabes que, sosteniendo tu Gracia mi voluntad, no quiero pecar, y espero no pecar porque Tú me sostendrás. Sé que no soy una encina. Soy una violeta. Un tallito frágil, que se puede plegar bajo la patita de un pajarillo o por el peso de un escarabajo. Pero Tú eres mi fuerza, Señor. Y el amor por ti es mi ala.
No te perderé. Me lo has prometido. Vendrás del todo para mí para traer alegría a tu agonizante violeta. Pero no soy egoísta, Señor. Tú lo sabes. Tú sabes que quisiera dejar de verte yo, con tal de que te vieran muchos otros, y creyeran en ti. A mí ya mucho me has dado, y no soy digna de ello. Verdaderamente me has amado como Tú sólo sabes amar a tus hijos especialmente amados.

Pienso en lo dulce que era verte “vivir” como Hombre entre los hombres. Y pienso que dejaré de verte así. Todo ha sido visto y dicho. Sé también que no se borrarán de mi pensamiento tus acciones de Hombre entre los hombres, y que no necesitaré libros para recordarte como realmente fuiste: bastará con que mire dentro de mí, donde toda tu vida está imprimida con caracteres indelebles. Pero era dulce, era dulce…

Ahora asciendes… La Tierra te pierde. María de la Cruz (María Valtorta) te pierde, Maestro Salvador. Te tendrá como Dios dulcísimo, y ya no verterás Sangre, sino celestial miel, en el cáliz violáceo de tu violeta… Lloro… He sido discípula tuya junto a las otras por los caminos montanos, frondosos, o áridos, polvorientos de la llanura, en el lago y en las orillas del bello río, de tu Patria. Ahora te marchas, y sólo en el recuerdo veré Belén y Nazaret sobre sus colinas, verdes por los olivos; y Jericó ardiente de sol, susurradora con sus palmeras; y Betania amiga; y Engadí, perla perdida en medio de los desiertos; y la Samaria hermosa; y las óptimas llanuras de Sarón y Esdrelón; y la caprichosa llanura elevada de Transjordania; y la pesadilla del mar Muerto; y las ciudades llenas de sol de la costa mediterránea; y Jerusalén, la ciudad de tu dolor, con sus subidas y bajadas, sus espacio abovedados, sus plazas, sus barrios, pozos y cisternas, colinas y… incluso el triste valle de los leprosos donde tanta misericordia tuya ha sido prodigada…

Y la casa del Cenáculo… la fuente que cerca de ella llora… el puentecito sobre el Cedrón, el lugar de tu sudor sanguíneo… el patio del Pretorio…
¡Ah, no! Lo que fue tu dolor está aquí, y aquí permanecerá siempre… Deberé buscar todos los recuerdos para encontrarlos, pero tu oración en el Getsemaní, tu flagelación, tu subida al Gólgota, tu agonía y muerte, y el dolor de tu Madre, no, no habré de buscarlos: están presentes siempre. Quizás los olvide en el Paraíso… y me parece imposible el poder olvidarlos incluso allí… Recuerdo todo lo de esas atroces horas. Recuerdo hasta la forma de la piedra sobre la que caíste, y hasta el capullo de rosa roja que chocaba -y parecía una gota de sangre- contra el granito, contra el cierre de tu sepulcro…

Amor mío divinísimo, tu Pasión vive en mi pensamiento… y a mí se me parte el corazón…

La aurora ha surgido completamente. Ya el sol está alto y los apóstoles hacen oír sus voces. Es una señal para Jesús y María. Se paran. Se miran, el Uno enfrente de la Otra, y luego Jesús abre los brazos y recibe en su pecho a su Madre… ¡Oh, vaya que si era un Hombre, un Hijo de Mujer! ¡Para creerlo basta mirar este adiós! El amor rebosa en una lluvia de besos a su Madre amadísima. El amor cubre de besos al Hijo amadísimo. Parece que no puedan separarse. Cuando ya parece que vayan a hacerlo, otro abrazo los une de nuevo, y, entre los besos, palabras de recíproca bendición… ¡Oh, verdaderamente es el Hijo del Hombre despidiéndose de la Mujer que lo generó! ¡Verdaderamente es la Madre que da el adiós -para restituirlo al Padre- a su Hijo, la Prenda del Amor a la Purísima!… ¡Dios besando a la Madre de Dios!…

En fin, la Mujer, como criatura, se arrodilla a los pies de su Dios, que es, de todas formas, su Hijo; y el Hijo, que es Dios, impone las manos sobre la cabeza de la Madre Virgen, de la eterna Amada, y la bendice en el Nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, y luego se inclina y la alza; en fin, deposita un último beso en la blanca frente como pétalo de azucena bajo el oro de los cabellos (¡tan juveniles todavía!)…

Regresan hacia la casa, y ninguno, viendo con qué serenidad caminan el Uno al lado de la Otra, pensaría en la onda de amor que poco antes los ha desbordado. ¡Pero qué diferencia también, en este adiós, respecto a la tristeza de otras despedidas ya superadas, y respecto a la desgarradora congoja del adiós de la Madre a su Hijo al que habían dado muerte y había que dejarlo solo en el Sepulcro!… En esta despedida -aunque los ojos brillen con ese llanto que es natural en quien está para separarse de su Amado- los labios sonríen con la alegría de saber que este Amado va a la Morada que en razón de su Gloria le corresponde…

-¡Señor! Fuera están, entre el monte y Betania, todos los que, como habías dicho a tu Madre, querías bendecir hoy -dice Pedro.
-Bien. Ahora vamos donde ellos.
Pero antes venid.
Quiero compartir con vosotros una vez más el pan.

Entran en la habitación donde diez días antes estaban las mujeres para la cena del decimocuarto día del mes. María acompaña a Jesús hasta allí; luego se retira. Se quedan Jesús y los once. En la mesa hay carne asada, pequeños quesos y aceitunas pequeñas y negras, un ánfora de vino y otra, más grande, de agua, y panes anchos. Una mesa sencilla, no aparejada para una ceremonia de lujo, sino sólo por la necesidad de nutrirse. Jesús ofrece y divide. Está en el centro, entre Pedro y Santiago de Alfeo. Los ha llamado Él a estos lugares. Juan, Judas de Alfeo y Santiago están frente a Él; Tomás, Felipe y Mateo, a un lado; Andrés, Bartolomé y el Zelote, al otro lado. Así, todos pueden ver a su Jesús… Una comida de breve duración, y silenciosa. Los apóstoles, llegado el último día de cercanía de Jesús, y a pesar de las sucesivas apariciones, colectivas o individuales, desde la Resurrección, apariciones llenas de amor, no han perdido ni un momento esa devotísima compostura que ha caracterizado sus encuentros con Jesús Resucitado. La comida ha terminado. Jesús abre las manos por encima de la mesa, con su gesto habitual ante un hecho ineluctable, y dice:
-Bien…
Ha llegado la hora en que debo dejaros para volver al Padre mío.
Escuchad las últimas palabras de vuestro Maestro.
No os alejéis de Jerusalén en estos días.

Lázaro, con el cual he hablado, se ha preocupado una vez más de hacer realidad los deseos de su Maestro, y os cede la casa de la última Cena, para que dispongáis de una casa donde recoger a la asamblea y recogeros en oración.

Estad dentro de esta casa en estos días y orad asiduamente para prepararos a la venida del Espíritu Santo, que os completará para vuestra misión.
Recordad que Yo -y era Dios- me preparé con una severa penitencia a mi ministerio evangelizador.

Vuestra preparación será siempre más fácil y más breve.
Pero no exijo más de vosotros.

Me basta con que oréis con asiduidad, en unión con los setenta y dos y bajo la guía de mi Madre, la cual os confío con solicitud filial.

Ella será para vosotros Madre y Maestra, de amor y sabiduría perfectos.

Habría podido enviaros a otro lugar para prepararos a recibir al Espíritu Santo.
Pero no.
Quiero que permanezcáis aquí.
Porque es Jerusalén, la que negó, es Jerusalén la que debe admirarse por la continuación de los prodigios divinos, dados en respuesta a sus negaciones.

Después el Espíritu Santo os hará comprender la necesidad de que la Iglesia surja justamente en esta ciudad, la cual, juzgando humanamente, es la más indigna de tener a la Iglesia.

Pero Jerusalén sigue siendo Jerusalén, a pesar de estar henchida de pecado y a pesar de que aquí se haya verificado el deicidio.
Nada la beneficiará.
Está condenada.
Pero, aunque ella esté condenada, no todos sus habitantes lo están.
Permaneced aquí por los pocos justos que tiene en su seno; permaneced aquí porque ésta es la ciudad regia y la ciudad del Templo, y porque, como predijeron los profetas, aquí, donde ha sido ungido, aclamado y exaltado el Rey Mesías, aquí debe comenzar su soberanía en el mundo, y aquí, y aquí, en este lugar en que Dios ha dado libelo de repudio a la sinagoga a causa de sus demasiado horrendos delitos, debe surgir el Templo nuevo al que acudirán gentes de todas las naciones.

Leed a los profetas (Isaías 2, 1-5; 49, 5-6; 55, 4-5; 60; Miqueas 4, 1-2; Zacarías 8, 20-23). Todo está en ellos predicho.

Primero mi Madre, después el Espíritu Paráclito, os harán comprender las palabras que los profetas dijeron para este tiempo.

Permaneced aquí hasta que Jerusalén os repudie a vosotros como me ha repudiado a mí, hasta que odie a mi Iglesia como me ha odiado a mí y maquine planes para exterminarla. Entonces llevad la sede de esta amada Iglesia mía a otro lugar, porque no debe perecer. Os digo que ni siquiera el Infierno prevalecerá contra ella.

Pero si Dios os asegura su protección, no por ello tentéis al Cielo exigiendo todo del Cielo. Id a Efraím, como fue vuestro Maestro porque no era la hora de que fuera capturado por los enemigos.

Os digo Efraím para deciros tierra de ídolos y paganos.

Pero no será la Efraím de Palestina la que deberéis elegir como sede de mi Iglesia. Recordad cuántas veces -a vosotros congregados o a uno de vosotros individualmente- os he hablado de esto, prediciéndoos que ibais a tener que pisar los caminos de la Tierra para llegar al corazón de ella y enclavar allí mi Iglesia.

Desde el corazón del hombre, la sangre se propaga a todos los miembros.
Desde el corazón del mundo, el cristianismo se debe propagar a toda la Tierra.

Por ahora mi Iglesia es como una criatura ya concebida pero que todavía se está formando en la matriz.

Jerusalén es su matriz, y en su interior el corazón, aún pequeño, en torno al cual se congregan los pocos miembros de la Iglesia naciente, envía sus pequeñas ondas de sangre a estos miembros.
Pero, cuando llegue la hora señalada por Dios, la matriz madrastra expelerá a la criatura que se habrá formado en su seno y ésta irá a una tierra nueva, donde crecerá y se hará un Cuerpo grande extendido por toda la Tierra, y los latidos del fuerte corazón de la Iglesia se propagarán por todo su gran Cuerpo.

Los latidos del corazón de la Iglesia, rotos todos los vínculos de ésta con el Templo, eterna ella y victoriosa sobre las ruinas del Templo finado y destruido, de la Iglesia que vivirá en el corazón del mundo, diciendo a hebreos y gentiles que sólo Dios triunfa y quiere lo que quiere, y que ni el livor de los hombres ni ejércitos de ídolos detienen su voluntad…

Pero esto vendrá después, y cuando llegue sabréis cómo actuar.
El Espíritu de Dios os guiará.
No temáis.
Por ahora congregad en Jerusalén la primera asamblea de los fieles.
Luego otras asambleas, a medida que vaya creciendo el número de los fieles, se formarán. En verdad os digo que los ciudadanos de mi Reino aumentarán rápidamente como semillas echadas en óptima tierra.
Mi pueblo se propagará por toda la Tierra.

El Señor dice al Señor:
“Por haber hecho esto y no haber eludido tu entrega por mí, te bendeciré y multiplicaré tu estirpe como las estrellas del cielo y como las arenas que hay en la playa del mar.

Tu descendencia poseerá la puerta de sus enemigos y en ella serán bendecidas todas las naciones de la Tierra”(Génesis 22,15- 18).
Bendición es mi Nombre, mi Signo y mi Ley, donde son reconocidos como soberanos. Está para venir el Espíritu Santo, el Santificador, y vosotros quedaréis henchidos de Él. Mirad que estéis puros, como todo lo que debe acercarse al Señor.

Yo también era el Señor como Él.
Pero había revestido mi Divinidad con un velo para poder estar entre vosotros, y no sólo para adoctrinaros y redimiros con los órganos y la sangre de este velo, sino también para que el Santo de los Santos estuviera entre los hombres, eliminando la barrera, para todos los hombres, incluso para los impuros, de no poder depositar la mirada en Aquel al que temen mirar los serafines.

Pero el Espíritu Santo vendrá sin velo de carne y se posará sobre vosotros y descenderá a vosotros con sus siete dones y os aconsejará.
Ahora bien, el consejo de Dios es una cosa tan sublime, que es necesario prepararse para él con la voluntad heroica de una perfección, que os haga semejantes al Padre vuestro y a vuestro Jesús, y a vuestro Jesús en su relación con el Padre y con el Espíritu Santo.
Así pues, caridad y pureza perfectas para poder comprender al Amor y recibirlo en el trono del corazón.
Sumíos en el vórtice de la contemplación. Esforzaos en olvidar que sois hombres y en transformaros en serafines.
Lanzaos al horno, a las llamas de la contemplación.

La contemplación de Dios es semejante a chispa que salta del choque de la piedra contra el eslabón y produce fuego y luz.
Es purificación el fuego que consume la materia opaca y siempre impura y la transforma en llama luminosa y pura.

No tendréis el Reino de Dios en vosotros si no tenéis el amor.
Porque el Reino de Dios es el Amor, y aparece con el Amor, y por el Amor se instaura en vuestros corazones en medio de los resplandores de una luz inmensa que penetra y fecunda, disuelve la ignorancia, comunica la sabiduría, devora al hombre y crea al dios, al hijo de Dios, a mi hermano, al rey del trono que Dios ha preparado para aquellos que se dan a Dios para tener a Dios, a Dios, a Dios, a Dios sólo.

Sed, pues, puros y santos por la oración ardiente que santifica al hombre porque le sumerge en el fuego de Dios, que es la caridad.
Vosotros debéis ser santos.

No en el sentido relativo que esta palabra ha tenido hasta ahora, sino en el sentido absoluto que Yo le he dado proponiéndoos la santidad del Señor como ejemplo y límite, o sea, la santidad perfecta. Nosotros llamamos santo al Templo, santo al lugar donde está el altar, Santo de los Santos al lugar velado donde está el arca y el propiciatorio.

Pero, en verdad os digo que los que poseen la Gracia y viven en santidad por amor al Señor son más santos que el Santo de los Santos, porque Dios no se limita a colocarse sobre ellos -como sobre el propiciatorio del Templo, para dar sus órdenes- sino que mora en ellos, para darles sus amores.
¿Os acordáis de mis palabras de la última Cena?
Os prometí el Espíritu Santo.

Pues bien, está para llegar, para bautizaros no ya con agua, como hizo con vosotros Juan preparándoos para mí, sino con el fuego, para prepararos a que sirváis al Señor tal y como Él quiere que vosotros lo sirváis.
Mirad, Él estará aquí dentro de no muchos días.

Después de su venida vuestras capacidades aumentarán sin medida, y seréis capaces de comprender las palabras de vuestro Rey y hacer las obras que Él ha dicho que se hagan, para extender su Reino sobre la Tierra.
-¿Entonces vas a reconstruir, después de la venida del Espíritu Santo, el Reino de Israel? – le preguntan interrumpiéndole.
-Ya no existirá el Reino de Israel, sino mi Reino, que se verá cumplido cuando el Padre ha dicho.
No os corresponde a vosotros conocer los tiempos ni los momentos que el Padre se ha reservado en su poder.

Pero vosotros, entretanto, recibiréis la virtud del Espíritu Santo que vendrá a vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en Judea y en Samaria y hasta los confines de la Tierra, fundando las asambleas en los lugares en que estén reunidas personas en mi Nombre; bautizando a las gentes en el Nombre Stmo. del Padre, del Hijo, del Espíritu Santo, como os he dicho, para que tengan la Gracia y vivan en el Señor; predicando el Evangelio a todas las criaturas; enseñando lo que os he enseñado; haciendo lo que os he mandado hacer. Y Yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo.

Otra cosa quiero.
Que la asamblea de Jerusalén la presida Santiago, mi hermano.
Pedro, como jefe de toda la Iglesia, deberá emprender a menudo viajes postólicos, porque todos los neófitos desearán conocer al Pontífice jefe supremo de la Iglesia.
Pero grande será el predicamento que, ante los fieles de la naciente Iglesia, tendrá mi hermano.
Los hombres son siempre hombres y ven las cosas como, hombres.
A ellos les parecerá que Santiago sea una continuación de mí, por el simple hecho de ser hermano mío.

En verdad digo que es más grande y más semejante al Cristo por la sabiduría que por el parentesco.
Pero, así es; los hombres, que no me buscaban mientras estaba en medio de ellos, ahora me buscarán en aquel que es pariente mío.
Tú, Simón Pedro… tú estás destinado a otros honores…
-Que no merezco, Señor. Te lo dije cuando te me apareciste, y te lo digo, en presencia de todos, una vez más. Tú eres bueno, divinamente bueno, además de sabio, y cabal ha sido tu juicio sobre mí. Yo renegué de ti en esta ciudad. Cabalmente has juzgado que no reúno las condiciones para ser su jefe espiritual. Quieres evitarme muchos vituperios justos… -Todos fuimos iguales, menos dos, Simón. Yo también huí. No es por esto, sino por las razones que ha expresado, por lo que el Señor me ha destinado a mí a este puesto; pero tú eres mi Jefe, Simón de Jonás, y como tal te reconozco. En la presencia del Señor y de todos los compañeros, te profeso obediencia. Te daré lo que pueda para ayudarte en tu ministerio, pero, te lo ruego, dame tus órdenes, porque tú eres el Jefe y yo el súbdito. Cuando el Señor me ha recordado una conversación ya lejana, he agachado la cabeza diciendo: “Hágase lo que Tú quieres”. Esto mismo te diré a ti a partir del momento en que, habiéndonos dejado el Señor, tú seas su Representante en la Tierra. Y nos querremos ayudándonos en el ministerio sacerdotal – dice Santiago, inclinándose desde su sitio para rendir homenaje a Pedro.

-Sí. Quereos unos a otros, ayudándoos recíprocamente, porque éste es el mandamiento nuevo y la señal de que sois verdaderamente de Cristo.
No os turbéis por ninguna razón.

Dios está con vosotros.
Podéis hacer lo que quiero de vosotros.
No os impondría cosas que no pudierais hacer, porque no quiero vuestra perdición sino vuestra gloria.
Mirad, voy a preparar vuestro lugar junto a mi trono.
Estad unidos a mí y al Padre en el amor.
Perdonad al mundo que os odia.
Llamad hijos y hermanos a los que se acerquen a vosotros, o a los que ya están con vosotros por amor a mí.
Tened la paz de saber que siempre estoy preparado para ayudaros a llevar vuestra cruz. Yo estaré con vosotros en las fatigas de vuestro ministerio y en la hora de las persecuciones; y no pereceréis, no sucumbiréis, aunque lo parezca a los que ven las cosas con los ojos del mundo.

Sentiréis peso, aflicción, cansancio, seréis torturados, pero mi gozo estará en vosotros, porque os ayudaré en todo.
En verdad os digo que, cuando tengáis como Amigo al Amor, comprenderéis que todas las cosas sufridas y vividas por amor a mí se hacen ligeras, aun las duras torturas del mundo. Porque para aquel que reviste todas sus acciones – voluntarias o impuestas- de amor, el yugo de la vida y del mundo se le transforman en yugo recibido de Dios, recibido de mí.
Y os repito que mi carga está siempre proporcionada a vuestras fuerzas y que mi yugo es ligero, porque Yo os ayudo a llevarlo.
Sabéis que el mundo no sabe amar.
Pero vosotros, de ahora en adelante, amad al mundo con amor sobrenatural, para enseñarle a amar.
Y si os dicen, al veros perseguidos: “¿Así os ama Dios?, ¿haciéndoos sufrir?, ¿dándoos dolor?
Entonces no merece la pena ser de Dios”, responded:
“El dolor no viene de Dios.
Pero Dios lo permite.
Nosotros sabemos el motivo de ello y nos gloriamos de tener la parte que tuvo Jesús Salvador, Hijo de Dios”.
Responded: “Nos gloriamos si nos clavan en la cruz, nos gloriamos de continuar la Pasión de nuestro Jesús”.
Responded con las palabras de la Sabiduría (Sabiduría 2, 23-24):
“La muerte y el dolor entraron en el mundo por envidia del demonio.
Pero Dios no es autor de la muerte ni del dolor, ni se goza del dolor de los vivientes.

Todas sus cosas son vida y todas son salutíferas”.
Responded: “Al presente parecemos perseguidos y vencidos, pero en el día de Dios, cambiadas las tornas, nosotros, justos, perseguidos en la Tierra, estaremos gloriosos frente a los que nos vejaron y despreciaron”.
Pero decidles también:
“¡Venid a nosotros!
Venid a la Vida y a la Paz.

Nuestro Señor no quiere vuestra perdición, sino vuestra salvación.
Por esto ha entregado a su Hijo predilecto, para la salvación de todos vosotros”.

Y alegraos de participar en mis padecimientos para poder estar después conmigo en la gloria.
“Yo seré vuestra desmesurada recompensa” promete en Abraham (Génesis 15, 1) el Señor a todos sus siervos fieles.
Sabéis cómo se conquista el Reino de los Cielos: con la fuerza; y a él se llega a través de muchas tribulaciones.

Pero el que persevere como Yo he perseverado estará donde estoy Yo.
Ya os he dicho cuál es el camino y la puerta que llevan al Reino de los Cielos, y Yo he sido el primero en caminar por ese camino y en volver al Padre por esa puerta.

Si existieran otros os los habría mostrado, porque siento compasión de vuestra debilidad de hombres.
Pero no existen otros…

Al señalároslos como único camino y única puerta, también os digo, os repito, cuál es la medicina que da fuerza para recorrerlo y entrar.
Es el amor.
Siempre el amor.
Todo se hace posible cuando en nosotros está el amor.
Y el Amor, que os ama, os dará todo el amor, si pedís en mi Nombre tanto amor como para haceros atletas en la santidad.

Ahora vamos a darnos el beso de despedida, amigos míos queridísimos.
Se pone en pie para abrazarlos. Todos hacen lo mismo. Pero, mientras que Jesús tiene una sonrisa pacífica de una hermosura verdaderamente divina, ellos lloran, llenos de turbación, y Juan, echándose sobre el pecho de Jesús, en medio de los fuertes espasmos a causa de los sollozos que le rompen el pecho de tan lacerantes como son, solicita, por todos, intuyendo eldeseo de todos:
-¡Danos al menos tu Pan! ¡Que nos fortalezca en este momento!
-¡Así sea! – le responde Jesús.
Entonces toma un pan, lo parte después de haberlo ofrecido y bendecido, y repite las palabras rituales. Y lo mismo hace con el vino, repitiendo después:
-Haced esto en memoria mía – añadiendo:
-De mí que os he dejado esta arra de mi amor para seguir estando y estar siempre con vosotros hasta que vosotros estéis conmigo en el Cielo.

Los bendice y dice:
-Y ahora vamos.
Salen de la habitación, de la casa…
Jonás, María y Marco están afuera. Se arrodillan y adoran a Jesús.
-La paz permanezca con vosotros, y el Señor os compense de todo lo que me habéis dado – dice Jesús bendiciéndolos al pasar.
Marcos se alza y dice:
-Señor, los olivares que hay a lo largo del camino de Betania están llenos de discípulos que te esperan.
-Ve a decirles que se dirijan al Campo de los Galileos.
Marcos se echa a correr con toda la velocidad de sus jóvenes piernas.
-Entonces, han venido todos – dicen entre sí los apóstoles.
Más allá, sentada entre Margziam y María Cleofás, está la Madre del Señor.

Y, viéndolo acercarse, se levanta, y lo adora con todo el impulso de su corazón de Madre y de fiel.
-Ven, Madre, y también tú, María… – invita Jesús al verlas paradas, paralizadas por la majestad que, resplandeciente, emana como en la mañana de la Resurrección. Jesús no quiere apabullar con esta majestad suya, así que, afablemente, pregunta a María de Alfeo: -¿Estás sola?
-Las otras… las otras están adelante… con los pastores y… con Lázaro y toda su familia… Pero nos han dejado a nosotras aquí, porque… ¡oh, Jesús! ¡Jesús! ¡Jesús!… ¿Cómo soportaré el no verte, Jesús bendito, Dios mío, yo que te quise incluso antes de que nacieras y que tanto lloré por ti cuando no sabía dónde estabas después de la matanza… yo que tenía mi sol, y todo, todo mi bien en tu sonrisa desde que volviste?… ¡Oh, cuánto bien! ¡Cuánto bien me has dado!… ¡Ahora sí que voy a ser verdaderamente pobre, viuda, ahora sí que voy a estar verdaderamente sola!… ¡Estando Tú, teníamos todo!… Aquella tarde creí conocer todo el dolor… Pero el propio dolor, todo aquel dolor de aquel día, me había ofuscado y… sí, era menos fuerte que ahora… Y además… estaba el hecho de que ibas a resucitar. Me parecía no creerlo, pero ahora me doy cuenta de que sí lo creía, porque no sentía lo que siento ahora… – llora, y, tanto la ahoga el llanto, que jadea.

-María buena, verdaderamente te afliges como un niño que crea que su madre ya no lo quiere y que lo haya abandonado por haber ido a la ciudad (a comprarle regalos que lo harán feliz, y pronto volverá a él para cubrirlo de caricias y regalos).
¿No es esto, acaso, lo que Yo hago contigo?
¿No voy a prepararte la alegría?
¿No voy para volver y decirte: “Ven, pariente y discípula mía amada, madre de mis amados discípulos”?
¿No te dejo mi amor?
¡Te doy mi amor, María!
¡Bien sabes que te quiero!
No llores así.
Exulta, más bien, porque ya no me verás vilipendiado y fatigado, ni perseguido, ni sólo rico del amor de pocos.
Y con mi amor te dejo a mi Madre.
Juan será para ella hijo.
Tú sé para Ella buena hermana, como siempre.
¿Lo ves? Mi Madre no llora.

Sabe que, si bien la nostalgia de mí será la lima que consumirá su corazón, la espera será en todo caso breve respecto a la gran alegría de una eternidad de unión, y sabe también que esta separación nuestra no será tan absoluta que le haga exclamar: “Ya no tengo Hijo”. Ése fue el grito de dolor del día del dolor.

Ahora en su corazón canta la esperanza:
“Sé que mi Hijo sube al Padre, pero no me dejará sin sus espirituales amores”.

Créelo así también tú, y todos…
Ahí están los otros y las otras.
Ahí están mis pastores.

Las caras de Lázaro y sus hermanas, en medio de todos los domésticos de Betania, y la cara de Juana, semejante a una rosa bajo un velo de lluvia, y las de Elisa y Nique, ya marcadas por la edad (y ahora las arrugas se hacen más profundas a causa del dolor: dolor de cualquier modo, para la criatura humana, aunque el alma se alegre por el triunfo del Señor), y la cara de Anastática, y las caras de azucena de las primeras vírgenes, y el ascético rostro de Isaac, y el inspirado de Matías, y el rostro viril de Manahén, y los austeros de José y Nicodemo… Caras, caras, caras…

Jesús llama a los pastores, a Lázaro, a José, a Nicodemo, a Manahén, a Maximino y a los otros de los setenta y dos discípulos. Les dice que se acerquen, pero quiere tener especialmente cerca a los pastores. Dice a éstos:
-Venid aquí. Vosotros, que estuvisteis junto al Señor cuando vino del Cielo, y que os inclinasteis ante su anonadamiento, estad ahora cerca del Señor cuando vuelve al Cielo, exultando en vuestro espíritu por su glorificación.
Habéis merecido este puesto porque habéis sabido creer contra toda circunstancia desfavorable y habéis sabido sufrir por vuestra fe.
Os doy las gracias por vuestro amor fiel.
A todos os doy las gracias.
A ti, Lázaro amigo.
A ti, José, y a ti. Nicodemo, compasivos con el Cristo cuando serlo podía significar un gran peligro.
A ti, Manahén, que por ir por mi camino has sabido despreciar los sucios favores de un inmundo.
A ti, Esteban, florida corona de justicia, que has dejado lo imperfecto por lo perfecto y serás coronado con una corona que todavía no conoces pero que te será anunciada por los ángeles.
A ti, Juan, por breve tiempo hermano mío en el pecho purísimo, y venido a la Luz más que a la vista.
A ti, Nicolái, que, siendo prosélito, has sabido consolarme por el dolor de los hijos de esta nación.
Y a vosotras, discípulas buenas, y más fuertes que Judit, sin por ello dejar de ser dulces.
Y a ti, Margziam, niño mío, que tomarás a partir de ahora el nombre de Marcial, para memoria del niño romano matado en el camino y puesto delante de la cancilla de Lázaro con el rótulo de desafío: “Y ahora di al Galileo que te resucite, si es el Cristo y si ha resucitado”, último de los inocentes que en Palestina perdieron la vida por servirme a mí aun inconscientemente, y primero de los inocentes de todas las naciones, de los inocentes que, por haberse acercado a Cristo, serán odiados y recibirán prematura muerte, como capullos de flores arrancados de su tallo antes de abrirse. Que este nombre, Marcial, te señale tu destino futuro: sé apóstol en tierras bárbaras y conquístalas para tu Señor, como mi amor conquistó al niño romano para el Cielo.

A todos, a todos os bendigo en este adiós, invocando al Padre, invocando para vosotros la recompensa de los que han consolado el doloroso camino del Hijo del hombre.

Bendita sea la Humanidad en esa porción selecta suya, que está en los judíos y está en los gentiles, y que se ha manifestado en el amor que ha tenido hacia mí.

Bendita sea la Tierra con sus hierbas y sus flores; benditos sus frutos, que me procuraron delicia y alimento muchas veces.

Bendita sea la Tierra con sus aguas y con su calor, por las aves y los animales, que muchas veces superaron al hombre en confortar al Hijo del hombre.

Bendito seas tú, Sol, bendito seas tú, mar, benditos seáis vosotros, montes, colinas, llanuras; benditas vosotras, estrellas que me habéis acompañado en la nocturna oración y en el dolor.

Y tú, Luna, que has sido luz para mis pasos durante mi peregrinaje de Evangelizador.

Benditas seáis todas, todas vosotras, criaturas, obras del Padre mío, compañeras mías en este tiempo mortal, amigas de Aquel que había dejado el Cielo para quitar a la atribulada Humanidad las espinas de la Culpa que separa de Dios. (Con su última bendición – dirá la Madre Santísima – Jesús devolvió bondad y santidad a todas las cosas de la Creación) ¡Benditos seáis también vosotros, instrumentos inocentes de mi tortura: espinas, metales, madera, cuerdas trenzadas, porque me habéis ayudado a cumplir la Voluntad del Padre mío!

¡Qué voz tan resonante tiene Jesús! Se expande por el aire templado y sereno como voz de bronce golpeado; se propaga en ondas sobre el mar de rostros que lo miran desde todas las direcciones.

Yo digo que constituyen centenares las personas que rodean a Jesús, que sube con aquellos a quienes más quiere hacia la cima del Monte de los Olivos. Pero Jesús, al llegar al principio del Campo de los Galileos, despoblado de tiendas en este período situado entre las dos fiestas, ordena a los discípulos:
-Detened a la gente donde está.
Luego seguidme.
Sigue subiendo, hasta el lugar más alto del monte, el lugar más próximo a Betania, a la que domina -no a Jerusalén- desde arriba. Arrimados a Él, su Madre, los apóstoles, Lázaro, los pastores y Margziam. Más allá, en semicírculo, manteniendo a distancia a la muchedumbre de los fieles, los otros discípulos.

Jesús está en pie sobre una ancha piedra un poco prominente y albeante entre la hierba verde de un claro. El sol incide en Él, haciendo blanquear, cual si fuera nieve, su túnica; relucir, cual si fueran de oro, sus cabellos. Sus ojos centellean con luz divina.

Abre los brazos en ademán de abrazar: parece querer estrechar contra su pecho a todas las multitudes de la Tierra, que su espíritu ve representadas en esa muchedumbre.

Su inolvidable, inimitable voz da la última orden:
-¡Id! Id en mi Nombre, a evangelizar a las gentes hasta los extremos confines de la Tierra. Dios esté con vosotros.
Que su amor os conforte, su luz os guíe, su paz more en vosotros hasta la vida eterna.

Se transfigura en belleza. ¡Hermoso! Tanto y más hermoso que en el Tabor. Caen todos de rodillas, adorando. Él, elevándose ya de la piedra en que se apoyaba, busca una vez más el rostro de su Madre, y su sonrisa alcanza una potencia que nadie podrá jamás representar… Es su último adiós a su Madre.

Sube, sube… El Sol, aún más libre para besarlo -ahora que no hay frondas, ni siquiera sutiles, que intercepten el camino de sus rayos-, incide con sus resplandores sobre el Dios-Hombre que asciende con su Cuerpo santísimo al Cielo, y evidencia sus Llagas gloriosas, que resplandecen como rubíes vivos. El resto es un perlado sonreír de luces. Es verdaderamente la Luz que se manifiesta en lo que es, en este último instante como en la noche natalicia. Centellea la Creación con la luz del Cristo que asciende. Una luz que supera a la del Sol. Una luz sobrehumana y beatísima. Una luz que desciende del Cielo al encuentro de la Luz que asciende…

Y Jesucristo, el Verbo de Dios, desaparece para la vista de los hombres en este océano de esplendores… En la tierra, dos únicos ruidos en el silencio profundo de la muchedumbre extática: el grito de María cuando El desaparece: « ¡Jesús!», y el llanto de Isaac. Los demás están enmudecidos por religioso estupor, y permanecen allí, como en espera de algo, hasta que dos luces angélicas candidísimas, en forma mortal, aparecen y dicen las palabras recogidas en el primer capítulo de los Hechos Apostólicos:
-Hombres de Galilea, ¿por qué estáis mirando al Cielo?

Este Jesús, que os ha sido ahora arrebatado y que ha sido elevado al Cielo, su eterna morada, vendrá del Cielo, en su debido tiempo, tal y como ahora se ha marchado.

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