Jesús les enseñaba a Sus discípulos a ver la Mano de Dios en todo, y en las cosas que nos rodean y que son parte de la creación, particularmente. El Reino de Dios es como un sembrado, les solía decir. O como un viñedo, o muchas otras comparaciones y parábolas que surgieron de Su Voz Santa. Así, siguiendo Su ejemplo, quisiera comparar hoy a nuestro Jesús con el sol.
Sol que nos da calor, que nos da vida, que se levanta cada mañana para mostrarnos el amor del Padre, insistente pese a nuestro olvido. Jesús, como el sol, se aparece cada mañana en nuestra vida para renovar el sentido de nuestro existir. A pesar de la angustia y el cansancio con el que nos fuimos a dormir la noche anterior, el sol de la mañana nos devuelve las ganas de seguir adelante, por ese sendero lleno de piedras que es nuestra vida.
Pero si el sol se parece a nuestro Jesús, Maria es sin dudas nuestra luna, porque Ella refleja la luz del sol, de Jesús. Sin El, Ella no es nada. Cuando la luna se aparece durante el día, prácticamente no la vemos, salvo que nos esforcemos a encontrarla en el firmamento celeste del cielo diurno. El sol, Jesús, ocupa y alumbra entonces nuestro día. Ella está allí casi invisible, recorriendo humildemente el firmamento de un extremo a otro de la esfera celeste. Sin embargo, de noche, cuando el sol no está, es Ella la que alumbra nuestra vida. Es María la que nos guía en medio de nuestras noches más oscuras, dándonos consuelo y esperanza de que, a poco, llegará el día. María, en esas noches, refleja la luz del sol, que aunque no lo veamos, allí está. Ella es el espejo por el cual Jesús llega a nosotros, y nos envía Su Luz y Su calor.
Es imposible separar al sol de la luna, ellos se complementan en forma perfecta para girar a nuestro alrededor y envolvernos del amor de Dios, como lo hacen Jesús y María. Pero recordemos que la luna, sin el sol, nada puede. Ese es el sentido de Maria en el Plan de Salvación, reflejar a Jesús ante nosotros cuando no logramos verlo. La Madrecita del Verbo nos guía en medio de los momentos de falta de Dios, cuando no logramos encontrarlo o conocerlo. Ella es el faro nocturno que alumbra nuestra noche espiritual, enamorándonos con esa luz blanca y pura, que nos atrae e invita. Y cuando Jesús, como el sol, surge esplendoroso ante nosotros, Maria ocupa un humilde lugar de acompañamiento, porque su misión ha sido cumplida.
Y de cuando en cuando, pero sólo de cuando en cuando, Jesús deja que Ella lo eclipse por unos instantes, que tome un lugar predominante a los ojos de los hombres. Jesús quiere, en esos momentos, que comprendamos el misterio de la Maternidad Divina, el maravilloso acto de amor de un Dios que se dejó eclipsar por nueve meses en el vientre de tan hermosa criatura. Dios, enamorado de esa perfecta obra de Su Creación, se compadece de los demás hombres y mujeres que no llegamos ni mínimamente a compararnos con Ella. Entonces El, como el sol enamorado de la luna que ve en ella el reflejo de Su propia perfección, nos perdona una vez más. Nuestro Dios espera entonces que seamos también nosotros como pequeñas lunas y podamos reflejar Su Luz en este mundo, como lo hace Ella.
En las noches claras, cuando la luna blanca resplandece en medio del mar de estrellas que inundan el cielo, veo a mi Madrecita que me sonríe y clama, invitándome a la oración. En medio de un silencio que conmueve el alma, sus reflejos bañan las pupilas de los pocos hijos que elevan su vista para admirarla, para sonreírle. Su luz, blanca y brillante como nadie la puede describir, no es propia. Es un vestido, un hermoso vestido que le regaló Su Hijo, porque Ella es, simplemente y como la luna, “la Hermosa Dama vestida por el Sol”.