El poder de la intervención directa de Dios cambiando el curso de la historia, es simplemente admirable. ¿Por qué lo hace Él, cual es el criterio que utiliza para suscitar nuevos y renovados caminos aquí y allá? Por supuesto que no lo podemos comprender, sólo somos capaces de analizar los hechos, y sacar nuestras conclusiones personales.
Para nosotros, en nuestro pobre entendimiento, la historia es un amontonamiento de hechos sin demasiada vinculación. Dios, en cambio, ve la historia del hombre más allá del tiempo, más allá del espacio, porque ve el paso de los siglos en un mismo acto y en un mismo plano. Para Él, dos hechos que ocurren con una diferencia de mil años están unidos, son parte de la misma escena de Su Obra.
Quizás sea como tirar una piedra plana en un estanque, y observar como rebota una y otra vez sobre la superficie hasta hundirse en la distancia. Así, la piedra lanzada en el Gólgota rebota siglos después, sobre la superficie del estanque de la historia, en la vida de una monja llamada Margarita María de Alacoque, produciendo la devoción al Sagrado Corazón de Jesús. La misma piedra se toma varios siglos más para rebotar nuevamente en la vida de otra monjita, Faustina Kowalska, produciendo como efecto la devoción a la Misericordia Divina. ¿Se advierte claramente que es todo parte de la misma secuencia, la misma piedra que atraviesa siglos y espacio, y produce impactos aquí y allá siguiendo el mismo derrotero?
Hoy quiero meditar sobre una piedra lanzada en el camino a Damasco, pocos años después de la Resurrección y Ascensión de Jesús. Saulo de Tarso era entonces un judío formado en el templo de Jerusalén, orgulloso y practicante de su fe. No había conocido a Cristo, pero conocía muy bien sobre esa raza de seguidores de Quien fuera crucificado por Poncio Pilatos, quienes divulgaban versiones de que el Nazareno había resucitado al tercer día de Su Muerte. Saulo se sentía obligado a perseguir a los seguidores del Galileo, que insistían en desafiar aquello que él consideraba intocable.
Por aquellos tiempos se produjo el apedreamiento de Esteban, primer mártir de la Iglesia. Saulo, según la tradición, no arrojó piedras pero fue testigo del hecho. Incluso habría sido el custodio de las ropas que se quitaron los apedreadores, alentando y celebrando el asesinato de aquel seguidor de Jesús.
Luego de la muerte de Esteban, Saulo va al Sanedrín y con gran pasión pide a los sacerdotes del templo la autorización y mandato para ir a la ciudad de Damasco a perseguir a un grupo de seguidores del fallecido Galileo, que eran allí comandados por un tal Ananías. Montado en un soberbio corcel, y liderando la comitiva, se pone en camino. Nunca soñó Saulo lo que iba a suceder en el camino a Damasco. El mismo Crucificado, muerto en el Gólgota, se le aparece imprevistamente haciendo que caiga del caballo. La visión turbó y cegó a Saulo, que escuchó a Jesús de Galilea diciéndole:
Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?
La historia posterior es conocida, Saulo ciego y confundido buscó en Damasco a Ananías. Recobrada la vista, también abrió los ojos de la fe convertido en un hombre nuevo. Junto a Ananías maduró su transformación hasta convertirse de Saulo de Tarso, a San Pablo, uno de los dos pilares sobre los que se construyó la Iglesia de los primeros tiempos.
Esta piedra arrojada por Dios en el estanque de la historia cambió el mundo, y produjo diversos rebotes en la superficie de los tiempos que aún hoy reverberan y transforman vidas y realidades. Pero es bueno detenerse un instante en las palabras de Jesús Muerto, Resucitado y Ascendido al Cielo: “Saulo, ¿por qué me persigues?”. Pablo no podía perseguir a Jesús, porque el Señor ya no estaba en esta tierra. Perseguía a Sus seguidores, los cristianos de la Iglesia primitiva, que proclamaban las verdades enseñadas por el Galileo. Pablo, en simples palabras, perseguía a la Iglesia. Sin embargo, Jesucristo no le dice: ¿por qué persigues a mi Iglesia? Le dice, ¿por qué me persigues a Mí?
En este fundamental episodio de nuestra historia encontramos la clara prueba de que Cristo es la Iglesia, de que Uno y Otra son inseparables, inescindibles. Pablo iba a Damasco a perseguir a Ananías y sus seguidores, y en ellos perseguía a Cristo. Y así como Ananías era Iglesia, y entonces era Cristo, nosotros somos Iglesia y ergo somos Cristo. No causa sorpresa entonces que fuera San Pablo, el que fuera Saulo de Tarso, el que escribiera aquello de que “La Iglesia es el Cuerpo Místico de Cristo, del que todos somos miembros y parte”.
La piedra sigue rebotando en la superficie del estanque, porque hoy también la Iglesia es Cristo, es Jesús de Nazaret, y somos nosotros. No podemos separar aquel evento en el polvoriento camino a Damasco, de nuestra propia historia. Hoy, como entonces, Jesús nos mira y nos dice: ¿Estás conmigo, estás unido a Mí, eres parte de Mí? En cada Eucaristía encontramos las huellas de Damasco, y encontramos a Pablo que sigue hablándonos con la fuerza que le dio El Resucitado, mientras caído de su caballo admiraba la plenitud de la Gloria de Dios.
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Autor: Reina del Cielo
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