Estoy tirado al borde del camino, medio adormecido en el silencio de la calurosa hora de la siesta, y en mi ceguera me imagino el rio de migajas desparramadas frente a mí. Pienso en esos trozos de pan lastimeros que me arrojaron esos que pasaron hace ya unas horas. Comí lo que pude, arrojé el resto para que mis amigos pájaros se hagan un festín inesperado, aunque ellos ya saben que nada deben temer de mí. ¿Qué podría hacerles un ciego y lastimoso hombre arrumbado en este rincón perdido del mundo? Está tan oscuro allá afuera…
Hace ya tantos años que estoy así, abandonado al costado del camino, dejando pasar los días en mi oscuridad interior, adivinando los rostros de los que pasan frente a mí. Algunos pocos se detienen, lo sé con mi oído atento, y haciendo un gesto de pena me arrojan algo que les sobre. Yo inclino mi cabeza y les doy un gracias breve, acorde a lo poco que me dan.
Pero hace mucho tiempo que espero en este secreto guardado profundamente en mi corazón, porque se bien que un día caminará frente a mi Aquel que no me dará de lo que le sobre, sino que compartirá conmigo algo muy especial, la maravilla más valiosa que ojo humano pueda jamás haber visto. Mi corazón galopa loco dentro de mi pecho, ante la sola idea de lo que será ese día, pero qué tristeza que no pueda compartir este secreto con nadie, porque con nadie hablo yo. Y en definitiva, a quien le interesan los sueños de este pobre despojo de humanidad, tirado en este abandonado rincón de Palestina.
El calor de esta hora parece envolver el lugar en un cono de silencio. Ya no se escucha nada, ni los pájaros buscando las migajas, ni los caminantes acelerando el paso frente a mí para no sentir la culpa del olvido. Y sin embargo yo sé que hay una mirada posada sobre mí. Él se detuvo, y me estudia con Su Presencia penetrante. Silencio, el mundo parece haberse detenido, nada se mueve alrededor. Nunca viví esto antes, es como si el universo entero aguardara algo, un gesto, la mirada atenta a cualquier cosa que pueda ocurrir. Yo, sin embargo, sumido en mi oscuridad absoluta, solo tengo mi oído para ayudarme.
De repente, los pasos nuevamente. Él se va, se aleja de mí. ¡No no no, no te vayas! No sé cómo detenerte, me desespero, porque no se decir Tu Nombre, la vida se me escapa en un instante, y yo ni siquiera se decir Tu Nombre. Es entonces cuando la desesperación saca fuerzas de quién sabe dónde y el grito surge de mi pecho, una y otra vez, como un torrente de esperanza que conmueve a la creación:
¡Piedad, Hijo de David, ten piedad de mí! Una y otra vez, el grito sacude a hombres, bestias, arboles y hasta a las rocas. ¡Piedad, Hijo de David, ten piedad de mí!
Aun no sé cómo, pero me arrastran o me arrastro hasta Su Presencia, que me quema, me envuelve, me ciega aún más a pesar de mi ceguera absoluta. Me dice “¿Qué quieres de Mi?”. La vista Señor, quiero verte aunque más no sea una vez. “Recibe la vista, tu fe te ha salvado”.
Fue en ese instante en que el telón negro que me envolvió toda mi vida, se corrió para dejarme frente a la majestuosa Presencia de mi Señor. Tendría que haberme quedado ciego nuevamente, porque Su mirada me volvió como de piedra, ninguna parte de mi cuerpo se movió, todo mi ser estaba puesto en mis ojos, que lloraron y mojaron esa imagen que se grabó allí para siempre.
¿Cuánto duró ese momento? Quién lo sabe, quizás horas, quizás siglos, a quien le importa. La visión habló a mi corazón Palabras que en ningún lugar fueron escritas, Palabras que solo Él y yo conocemos. Caricias para mi alma, perdón, olvido del dolor, sanación de mis heridas, esperanza, toda la esperanza que mi corazón podía albergar.
Luego Él siguió Su Camino, aunque me pareció cuando se marchaba que una gran sombra se apoyaba sobre Su espalda. Juro que creí ver allí un pesado Madero, un Madero que parecía una Cruz. Quizás fue simplemente porque mi vista era tan nueva, tan inesperada, que no sabía distinguir lo que veía realmente de aquello que mi oído me susurraba. Era como que mi alma veía, oía, sentía, tocaba.
Me quedé en silencio y solo, nuevamente, y mire ese lugar al costado del camino. Ese rincón donde estuve arrumbado tanto tiempo, me parecía ahora increíble que pudiera yo haber vivido allí. Pero sin embargo, fue en ese lugar miserable donde Él quiso encontrarme, donde pude gritar ese llamado que conmovió el universo. Miré una vez más el lugar, me puse el manto sobre los hombros, puse mis pies en el camino, y con un corazón nuevo te seguí, yo, el viejo ciego que ahora podía ver.
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Del Evangelio de Lucas 18, 35-43
Autor: Reina del Cielo