Me llamas, y me paro lentamente. Camino hacia Ti, me acerco y te veo esperándome hecho Pan, muchos Panes pequeños y blancos como la nieve amontonados en ese copón tan conocido por mí. Pero ese pequeño Pan en particular está ya en la mano de Tu servidor, preparado para unirse a mi miserable humanidad. ¿Cuántas veces te he recibido? Muchas, muchísimas, y sin embargo, siempre es distinto, siempre hay algo nuevo que me pones en el alma cuando con infinita Bondad te das a mí.
Hoy pude sentir algo más grande que el universo entrar a mi ser. Fue algo extraño, porque primero pensé en cuan grande es el Dios escondido bajo esa simple forma de Pan, y quise comprender. De inmediato vi entrar y reposar en mí un gran mar, sacudido por olas gigantescas que lo atravesaban y levantaban crestas de espuma que se elevaban y caían sobre si mismas. Sin embargo, ese mar no me daba miedo, yo quise nadar en él. Pero no pude, porque entonces vi como rápidamente entraba en mí una enorme montaña, orgullosa con sus crestas de roca y hielo, tan alta que las mismas nubes se rendían al esfuerzo de superarla, y se contentaban con descansar en sus laderas, abrazándola y coronándola con copones como de blanco algodón.
Quise descansar en esa montaña, pero entonces vi en mi enormes llanuras, verdes y atravesadas por un sinfín de arboledas y pastizales. El sol hacía del verde una paleta de innumerables matices, verde esmeralda aquí, verde esperanza allá. Nada parecía moverse, sino simplemente disfrutar de la paz que sólo las flores y los fértiles valles dan al mundo. Quise quedarme en ese paraíso que se había instalado cómodamente en mi interior, traído por ese pequeño trozo de Pan. Y sin embargo fui arrastrado a un interminable desierto, iluminado por los reflejos del sol sobre las dunas, y cubierto de una cálida brisa que movía el tórrido calor zigzagueando entre las caprichosas formas de la arena.
Vi entonces una ladera rocosa y una saliente que se asomaba hacia tan solitaria escena. Pude sentir que allí, en esa inmensidad de fuego y silencio, estaba El. Si, en ese desierto que inundaba mi interior había no sólo sequedad y calor, sino mucho más notablemente un silencio que me llevaba a El. El poder y la Gloria de Dios flotaban en esa inmensidad que se extendía mucho más allá de donde mi vista podía ver. Nada escapaba a Su mirada, ni a Su dominio. Supe en ese instante que el desierto se había dejado conquistar, con gusto, por Su Creador. Orgulloso lo miraba y dejaba que Su Brisa lo recorra de norte a sur, de este a oeste.
La convicción de que mares, montañas, verdes praderas y desiertos habían paseado por mí ser, me dejó una comprensión plena, difícil de explicar, de la magnitud del universo. Pude entender cómo, en un extremo, estaba dispuesta frente a mí la completa Creación, incluida la infinitud de las estrellas y las más recónditas galaxias, mientras en el otro extremo estaba ese pequeño trozo de Pan. Y ese Pan era mucho más grande que el universo todo, porque ese Pan era el mismo Dios Creador, en la Persona de Jesús, mi Hermano. La magnificencia de los valles, las montañas, las estrellas, los desiertos y los mares mas lejanos, quedaron como nada frente a la Omnipotencia de ese pequeño pedazo de Pan.
Y el Pan vino a mí, y habitó en mí, y con El entró en mi algo más grande que el universo. Porque en mi hizo Su morada el Dios que con Su Mirada domina a la Creación. Hombres y bestias, mares y aires, suelos y estrellas, todo está dominado por ese pequeño fruto del trigo, blanco y redondo, luminoso y silencioso, que cada día, en todos los altares de la tierra, se transforma en nuestro Dios.
Gloria a Él que sabe hacerse pequeño, como signo de Su Misericordia, de Su infinito Amor. Gloria al Pan Vivo, signo y centro de la Gloriosa Iglesia de Cristo, Su Cuerpo, Iglesia Eucarística y Eterna. Y Gloria a El, porque quiso quedarse así entre nosotros, y darse como Alimento Perpetuo, ante el que los mismos Ángeles doblan sus rodillas, frente a Su Trono ¡Asi sea, por los siglos de los siglos!