Hace pocos días tuve un encuentro que me dejó una lección profunda, una marca en mi alma. Particularmente en tiempos en que parecieran resquebrajarse las legislaciones de muchos países con relación al aborto de almas indefensas, una madre simple y conciente de su responsabilidad vino a mostrarme que el amor está por encima de cualquier otro argumento a favor o en contra de tan espinoso tema.
Y todo ocurrió en los Estados Unidos. Allí conocí a una joven madre que, sin un marido que colabore con el mantenimiento de la familia, lucha como una leona para educar y formar a su hija. Unidas en el amor, ambas recorrieron la adolescencia de la niña apoyándose mutuamente para sobrellevar los vientos que amenazan a las almas de esa edad. Muchas promesas fueron hechas entonces por la niña a su madre que afligida le hablaba. No tengas miedo mamá, ella decía, yo sabré cuidarme y protegerme, no caeré en el error.
Pero un día, a los dieciocho añitos, la niña se sentó frente a su madre con rostro de preocupación. La madre lo supo al instante, ¡su niña estaba embarazada! Lloraron juntas, abrazadas una a la otra, buscando respuestas y consuelo. La madre supo que era el momento de estar cerca de su hija, e inmediatamente le planteó cuáles eran las opciones disponibles. Ante todo, le puso bien en claro que su vida ya no sería la misma, que la niñez y la adolescencia habían quedado atrás de un portazo, violentamente, para nunca más volver. Un error que no se podía subsanar sin consecuencias para el resto de la vida. De un modo u otro, ya nada sería igual para la niña, de allí en adelante. ¡Qué enorme confusión envolvía a su alma!
La madre quiso ser fría y objetiva al plantear las opciones, porque sabía que de un modo u otro su hija las analizaría. Así que, planteadas las cosas de ese modo, mejor que analice las opciones disponibles con ella, y no con otros. La primera alternativa era tener al niño y entregarlo en adopción. La segunda era abortar, traicionar a la propia alma, y seguir viviendo pretendiendo que nada había ocurrido. Y la tercera era tener al niño y luchar juntas para criarlo y formarlo en el amor. Obviamente, ya no habría lugar para diversión ni juegos, la responsabilidad materna tomaría vuelo en su máxima plenitud a tan temprana edad de la niña, sin un padre que comparta ese peso.
La niña sintió que el mundo se le venía encima. ¡Ninguna de las opciones le parecía aceptable! La tentación la envolvió, el matar al niño parecía una alternativa que dejaba las cosas mas o menos como eran antes, pero al costo de cercenar de raíz todo el amor y el ejemplo que había recibido de su madre. No, no podía hacer eso. Entregar al niño, después de haberlo llevado nueve meses en el vientre y haberlo visto nacer también, tampoco podía pensarlo. Lloró y lloró, se abrazó a su mamá, y construyó junto a ella un sueño, el sueño de hacerse madre en tan imprevistas circunstancias. Hablaron de cosas pequeñas, cotidianas, sobre cómo lo iban a cuidar, cómo iban a reconstruir sus vidas para dar cabida a esta nueva almita que misteriosamente Dios enviaba a sus vidas.
Ya ha pasado tiempo, un hermoso niño habita la casa de nuestras amigas. Ellas viven con gran dificultad, con altas y bajas, con luchas y victorias, algunos fracasos también. Pero ha ganado la vida, la vida venció a la muerte. Madre e hija se pueden mirar a los ojos sabiendo que han hecho lo correcto, que han dado muestra del amor que Dios puso en su camino. Nadie más que ellas puede explicar lo que se siente, lo que duele, las lágrimas que se derraman. Pero al mirar los ojos del niño, ¿qué importa? Una vida vale todo, es una chispa de divinidad, una muestra del Amor de Dios por nosotros, un testimonio de Su existencia.
Un alma que Dios crea es algo que, en sus últimas circunstancias, sólo Él puede apagar, del modo que Su Voluntad disponga. Y no hay nada que nosotros podamos hacer al respecto, sin lastimar profundamente Su Corazón amante.