Las aguas estaban calmas, no había hombre ni bestia salvaje en el mundo aún, todo eso estaba en la paleta del Pintor Celestial. Era de mañana temprano, y una tenue bruma flotaba sobre el mundo desierto, expectante por lo que estaba por ocurrir. Él miraba desde Su lugar, desde lo alto, y pensaba cuantas cosas ocurrirían con el paso de los siglos en esa esfera azulada que acababa de crear.
Un día, un día lejano, Él mismo se iba a calzar las Carnes y los Huesos del Hombre e iba a caminar por ese mundo. Lo sabía bien, Carne y Sangre que iban a derramar sobre la tierra yerma la esencia de lo que Él mismo era, Palabra, Verbo, Mensaje, Salvación. ¡Que día extraordinario sería ese! Lo que más Le atraía de ese pensamiento era la idea de quien iba a ser Su Madre terrenal. Ese solo sueño, sueño de Dios, consolaba Su Corazón dolido por aquellos sufrimientos que sabía iba a soportar.
Y luego, el mundo arrancó su loca carrera, y ya nunca se detuvo, hasta hoy. Nosotros vivimos aún en esa esfera azulada que Él creó aquel día, cuando también creó el tiempo mismo. El tiempo ha corrido, y ha visto sucederse cosas maravillosas, y muchas tragedias también, mientras nosotros nos miramos el ombligo sin siquiera pensar donde estamos parados.
Esta esfera azulada que se llama Tierra, y que aún sigue girando, ya recibió la visita de la Palabra Creadora, del Verbo de Dios. Él vino, nos habló, nos hizo comprender quién era en realidad, dejó que lo matemos como a un Cordero Inocente, y Resucitando de entre los muertos pasó una buena cantidad de días con nosotros. Muchas cosas nos dejó antes de marcharse, pero sin dudas que el principal legado es Su propia Presencia en la forma de Pan y Vino.
¿Por qué hizo esto? No alcanzan todos los libros y los teólogos del mundo para explicar la profundidad y el pleno alcance del Milagro Eucarístico, Milagro que aún hoy sigue ocurriendo cada día en todos los altares de la tierra, de forma gratuita, sin más requisito que el de un Sacerdote celebrando la Santa Misa. Pero quizás debamos meditar en el aspecto más simple de ese Trocito de Pan en el que, por nuestra fe, sabemos se encuentra realmente Presente el mismo Dios, Jesucristo Rey del Universo.
El Rey de la Creación se quiso esconder en una insignificante pieza de trigo transformada en Pan, para que nosotros lo comamos convencidos de que al hacerlo incorporamos al mismo Dios a nuestro cuerpo. ¿Por qué hace Dios esto? Yo creo que Dios, con este gesto de Amor extraordinario, nos grita en cada Misa con una Voz que resuena en todo el universo:
¡Las almas son Mi Casa!
Este grito de amor incondicional se redobla en el momento en que, con extrema devoción, nos presentamos ante el Sacerdote para recibir el Pan de Vida. ¡Tu alma es Mi Casa! nos dice Dios en ese momento, redoblando el mensaje de Pablo que proclamaba con lengua de fuego que “El cuerpo del hombre es el Templo del Espíritu Santo”. Y si Jesús mismo entra en nuestra casa a través de la Eucaristía, donde habita el Espíritu Santo como Templo Sagrado que nosotros debemos honrar, pues es que entonces somos Casa del Padre también. Es la misma Casa maravillosa que nos prepara Jesús, Casa que tiene muchas habitaciones, para que vivamos allí la plena felicidad.
Dios Único, en Su Santísima Trinidad, se regocija en nuestras almas, que son el Jardín Sagrado donde El desea descansar y gozar, porque somos el centro del fruto de Su Creación. El Señor del Universo creó todo, cielos, estrellas, mares y montañas, pero la maravilla más extraordinaria que El creó es este pequeño espejo de Si Mismo, nuestro cuerpo y nuestra alma.
Mírate hermano por un momento, porque eres la niña de Sus Ojos, Su debilidad y Sus desvelos también, eres el motivo por el que se desgrana esta loca carrera que es la historia del mundo. Mírate, ahora mismo, en el espejo de la eternidad, espejo en el que los siglos corren como segundos, y los minutos demoran milenios. Allí estás tú, parado y en silencio contemplando este acto único e irrepetible de tu Creador, que es tu propia existencia. Él te dice con Voz clara: “Tu alma es Mi Casa”. El quiere habitar en ti, y ser feliz allí, contigo. Hazle un lugar santo y bueno, como sólo El se merece. Un lugar limpio y pleno de paz, sin malezas, sin estridencias. Un lugar en el que los Ángeles canten
“Hosanna al Señor, Hosanna en las alturas, Bendito el que aquí habita, en Nombre del Señor”