La Pasión – Visiones de María Valtorta

María Valtorta, mística italiana que nos dejó relatos de la vida de Jesús y María en la tierra, a través de su poema escrito en varios tomos: El Poema de El Hombre-Dios.

Lo notable es que estos relatos le fueron dictados por el propio Cristo, o por la misma Madre de Dios, o por visiones celestiales que la acompañaron durante largos años de su vida, siendo que María reconoce que nada puso ella de todo lo escrito, todo le fue dictado o mostrado en visiones.

A partir de la aprobación formal otorgada por el Obispo Roman Danylak en la Ciudad de Roma, el 13 de febrero de 2002, podemos acceder en forma más abierta a la obra de Valtorta. Monseñor Danylak dijo en su escrito de otorgamiento de Nihil Obstat e Imprimátur al Poema de El Hombre Dios (aprobación de la obra y de la publicación, respectivamente):

“Digo que no hay nada objetable en el Poema de El Hombre-Dios y en todos los demás escritos de Valtorta en lo que respecta a la fe y la moral”.

En este caso, seleccionamos el relato que Maria Valtorta realiza de la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo. Sin dudas que la visión de Jesús ha tocado el alma de María, y su pluma revela esta transfiguración de su alma, que estremecida por tan brutal experiencia, se sobrepone dándonos estas memorables páginas. El alma que ama al Señor encontrará aquí el consuelo y la puerta de entrada al Corazón Amante de Nuestro Dios.

Para acceder al texto de las visiones de María Valtorta sobre la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo, pulse el botón “La Pasíón – Visiones de María Valtorta” en la parte superior de ésta página

Breve biografia de Maria Valtorta:

María nació en Caserta, Italia, el 14 de marzo de 1897, hija de un militar. Sufrió a lo largo de su vida el fuerte carácter de su madre, y muchas tribulaciones que purificaron su alma. Hacia el año 1942, por mediación de un sacerdote de la Orden de los Siervos de María, que durante cuatro años fue su director Espiritual, María empieza a escribir y describir sus visiones y dictados celestiales. En poco tiempo se transformó en un instrumento dócil, a través del cual Dios nos entregó revelaciones en cantidad: en medio de dolores y enfermedad María escribió quince mil páginas de cuaderno. Ella misma reconoció que no dispuso de medio humano alguno para elaborar sus escritos: absolutamente todo le fue dictado o revelado en visiones, que ella transcribió en sus escritos. Esta obra maestra, monumento de doctrina y literatura, es una colección de varios tomos denominada Poema de El Hombre-Dios.

María Valtorta sufrió en vida muchas tribulaciones, tristezas y enfermedades. Y luego de fallecida, su obra continuó con su sufrimiento, ya que resultó controvertida para parte de la iglesia. Pero como ocurre casi siempre con las obras de Dios, finalmente se impuso a toda adversidad y culminó siendo aprobada oficialmente. De este modo El Hombre-Dios llega a nosotros, para que gocemos con su lectura y podamos aprender sobre la etapa humana del propio Dios: nuestro Señor Jesucristo se nos presenta junto a Su Madre en forma tangible, accesible a nuestro pobre entendimiento humano.

 

Visiones y revelaciones de Maria Valtorta sobre la Pasión de Nuestro Señor

Comentario de www.reinadelcielo.org: el libro Poema del Hombre-Dios ha sido editado en once tomos en su edición más reciente (aunque ha habido una versión anterior de cinco tomos, y una más reciente que desconocemos, que ha surgido bajo el nombre de “El Evangelio como yo lo vi”). Los segmentos que aquí exponemos corresponden a los tramos referidos a La Pasión del Señor: en forma previa a estos extractos se pudo leer el relato de la última cena, la oración de Jesús en el Getsemaní, y finalmente el Señor apresado en el Huerto. A continuación, Jesús es conducido por la turba de guardias del templo y otros curiosos hacia Jerusalén, bajo los gritos y las luces de las antorchas, por el sendero que atraviesa el arroyo del cedrón. En este punto nos unimos a las visiones de Maria Valtorta y acompañamos a nuestro Señor en Su momento de dolor.

604. Los procesos. Las negaciones de Pedro. Consideraciones sobre Pilato.

Visiones del 22 al 25 de marzo de 1945.

Empieza el doloroso camino por la vereda pedregosa que lleva desde el calvero donde Jesús fue apresado hasta el Cedrón, y desde el Cedrón, por otro camino, hasta la ciudad. E inmediatamente empiezan las palabras y los gestos burlescos y las vejaciones.

Jesús, yendo atado por las muñecas, e incluso por la cintura, como si de un loco peligroso se tratara, confiados los cabos de las cuerdas a unos energúmenos embriagados de odio, se ve tirado de un lado y de otro como un trapajo abandonado a la ira de una manada de cachorros. Pero aún podrían tener justificación los que así actúan si fueran perros; sin embargo, tienen nombre de hombres, aunque de hombre no tengan más que la figura. Y si han pensado en esa atadura de dos sogas opuestas ha sido para causar mayor dolor. Una de las dos tiene la única función de inmovilizar las muñecas, y las lacera y va serrando con su áspero roce; la otra, la de la cintura, comprime los codos contra el tórax, y sierra y oprime la parte alta del abdomen, torturando el hígado y los riñones, donde han hecho un enorme nudo y donde, de vez en cuando, el que lleva los cabos de las sogas da latigazos con ellos y dice: «¡Arre! ¡Vamos! ¡Trota, burro!», y añade patadas detrás de las rodillas del Torturado, que a causa de estas patadas se tambalea y si no cae del todo es porque las sogas lo mantienen en pie. De todas formas, las cuerdas no evitan que ‑ tirando de Él hacia la derecha el que se ocupa de las manos y hacia la izquierda el que sujeta la soga de la cintura Jesús vaya chocando contra muretes y troncos y que, debido a un tirón más cruel, recibido cuando está para cruzar el puente del Cedrón, caiga duramente contra el pretil del puentecillo. La boca magullada sangra. Jesús alza las manos atadas, para limpiarse la sangre que embadurna la barba, y no habla: es verdaderamente el cordero que no muerde a sus torturadores.

Unos de entre la gente, entretanto, han bajado al guijarral a coger piedras y guijarros, y desde abajo empieza una pedrea contra el fácil objetivo; porque a duras penas se puede andar en el puentecillo estrecho e inseguro donde la gente se apiña obstaculizándose a sí misma, y las piedras golpean a Jesús en la cabeza, en los hombros; no sólo a Jesús, sino también a sus torturadores, que reaccionan lanzando palos y devolviendo las propias piedras. Y todo contribuye a golpear más a Jesús en la cabeza y en el cuello. El puente acaba por fin, y ahora la callejuela estrecha proyecta sombras sobre el gentío, porque la Luna, que comienza su ocaso, no desciende a esa callejuela tortuosa y, además, muchas antorchas, en medio de esa confusión, se han apagado. Mas el odio hace de lámpara para ver al pobre Mártir, para el que hasta su alta estatura es elemento torturador. Es el más alto de todos. Fácil, pues, golpearle, agarrarle por los cabellos, obligarle a echar violentamente hacia atrás la cabeza y echarle encima un puñado de materia inmunda que, por fuerza, debe entrarle en la boca y en los ojos, produciéndole náusea y dolor.

2 – Empieza el trayecto a través del arrabal de Ofel, ese arrabal donde tanto bien y tantas caricias Él ha distribuido. La turba vociferante atrae a las puertas a los que duermen, y, si las mujeres gritan movidas por el dolor y, aterrorizadas, huyen al ver lo que ha sucedido, los hombres, esos hombres que incluso han recibido de Él curación, ayuda, palabras de Amigo, o bien agachan la cabeza con indiferencia, fingiendo desinterés al menos, o bien pasan de la curiosidad al livor, a la burla, al gesto amenazador, e incluso se ponen detrás del tropel de gente para vejar. Satanás está ya actuando…

Un hombre casado* que quiere seguirle para vejarlo, es aferrado por su mujer, que grita, que le grita: «¡Miserable? Si estás vivo es por Él, inmundo hombre lleno de podredumbre. ¡Recuérdalo!». Pero el hombre se impone a la mujer golpeándola brutalmente y arrojándola al suelo, y luego corre hasta donde el Mártir contra cuya cabeza lanza una piedra.

Otra mujer, anciana, trata de cortar el paso a su hijo, que viene con cara de hiena y con un palo, para golpear también a Jesús, y grita a su hijo: «¡Asesino de tu Salvador no serás mientras yo viva!». Pero la pobre, alcanzada en la ingle por una patada brutal de su hijo, se desploma gritando: «¡Deicida y matricida! ¡Por el seno que abres por segunda vez y por el Mesías al que hieres, maldito seas!».

3 – La escena, a medida que van acercándose a la ciudad, va aumentando en violencia.

Antes de llegar a las murallas están Juan y Pedro. Ya están abiertas las puertas, y los soldados romanos, dispuestos para la defensa, observan dónde y cómo se desarrolla el tumulto, preparados para intervenir si el prestigio de Roma se viera dañado. Creo que Juan y Pedro han llegado allí por un atajo tomado cruzando el Cedrón más arriba del puente, y adelantándose rápidamente a la turba, que, obstaculizándose tanto a sí misma, se mueve lenta. Están en la penumbra de un zaguán, en una placita que precede a las murallas. Tienen cubiertas sus cabezas con los mantos, ocultando así sus caras. Pero, cuando Jesús llega, Juan bajo la libre luz de la Luna, que allí todavía ilumina antes de desaparecer tras el collado que hay más allá de las murallas y que oigo que los esbirros capturadores lo llaman Tofet deja caer el manto y muestra su pálido y descompuesto rostro. Pedro, aun no atreviéndose a destaparse, se adelanta para ser visto…

Jesús los mira… y sonríe (una sonrisa de una bondad infinita). Pedro se vuelve y regresa a su ángulo obscuro, llevándose las manos a los ojos, encorvado, envejecido, ya un despojo de hombre. Juan se queda valerosamente donde está, y sólo cuando la turba vociferante termina de pasar se reúne de nuevo con Pedro, lo toma de un codo, le guía como un muchacho guiaría a su padre ciego, y entran ambos en la ciudad detrás de la muchedumbre vociferante.

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* un hombre casado: se trata de un cierto Jacob, curado por Jesús en 374.7/9. El hijo del siguiente párrafo es Samuel, desleal a Analía, encontrado en 374.5/6 y en 375.6/9. El presente capítulo de la Pasión fu escrito antes, como puede constatarse no sólo por las fechas, sino también por la observación de MV en 374.10.

Oigo las exclamaciones de asombro o burlescas o apenadas de los soldados romanos: hay quien lanza maldiciones por haber sido sacado de la cama por ese «necio lacayo»; hay quien se burla de los judíos, que han sido capaces de «prender a una media hembra», hay quien se muestra compasivo hacia la Víctima, diciendo: «Siempre le he visto bueno», y hay quien dice: «Hubiera preferido que me hubieran matado a mí, antes que verle a Él en esas manos. Es un grande. Tengo dos devociones en el mundo: Él y Roma». «¡Por Júpiter! ‑ exclama el de grado más alto ‑ Yo no quiero líos después. Voy donde el alférez. Que se encargue él de decírselo a quien tenga que decírselo. No quiero que me manden a luchar contra los Germanos. Estos hebreos hieden y son sierpes y carroñas, pero aquí la vida es segura. ¡Estoy para terminar mi tiempo y en Pompeya tengo una muchacha…!».

4 – Pierdo el resto por seguir a Jesús, que continúa caminando por la calle que hace un arco en subida para ir al Templo. Pero veo y comprendo que la casa de Anás, a donde quieren llevarle, está y no está en ese laberíntico conglomerado que es el Templo y que ocupa todo el collado de Sión. Está en el extremo, cerca de una serie de muros que parecen delimitar por esta parte a la ciudad y que desde ahí se prolongan en pórticos y patios, siguiendo la ladera del monte, hasta llegar al recinto de lo que es el Templo en el pleno sentido de la palabra, o sea, el lugar a donde van los israelitas para sus distintas manifestaciones de culto.

Una alta puerta guarnecida de hierro se abre en el muro. Se acercan a ella solícitas hienas y llaman con fuerza. En cuanto se entreabre, ya irrumpen dentro, casi tirando al suelo y pisoteando a la criada que ha venido a abrir; y abren la puerta de par en par, para que la turba vociferante, con el Capturado en el centro, pueda entrar. Una vez dentro, cierran y trancan, temerosos quizás de Roma o de los facciosos del Nazareno. ¡Sus facciosos! ¿Dónde están?…

Recorren el atrio de entrada y luego cruzan un amplio patio, un corredor, y otro pórtico y un nuevo patio, y suben a tirones a Jesús por tres escalones, haciéndole recorrer casi corriendo una galería realzada respecto al patio, para llegar antes a una rica sala donde hay un hombre anciano vestido de sacerdote.

«¡Que Dios te consuele, Anás» dice el que parece el oficial, si oficial puede llamarse al bribón que manda a esa canalla. «Aquí tienes al culpable. En manos de tu santidad lo pongo, para que Israel sea purificado de la culpa».

«Que Dios te bendiga por tu audacia y tu fe».

¡Vaya una audacia! Había sido suficiente la voz de Jesús para hacerle besar la tierra en el Getsemaní.

5 – «¿Quién eres Tú?».

Sanedrín

«Jesús de Nazaret, el Rabí, el Cristo. Y tú me conoces. No he actuado en las tinieblas» .

«En las tinieblas, no. Pero has inducido a error a las muchedumbres con doctrinas tenebrosas. Y el Templo tiene el derecho y el deber de tutelar el alma de los hijos de Abraham».

«¡El alma! Sacerdote de Israel, ¿puedes decir que por el alma del más pequeño o del más grande de este pueblo has sufrido?».

«¿Y Tú entonces? ¿Qué has hecho que pueda llamarse sufrimiento?».

«¿Qué he hecho? ¿Por qué me lo preguntas? Todo Israel habla. Desde la ciudad santa al mísero pueblecillo, hasta las piedras hablan para decir lo que he hecho. He dado la vista a los ciegos: la de los ojos y la del corazón. He abierto los oídos a los sordos: para las voces de la Tierra y para las del Cielo. He hecho caminar a los tullidos y a los paralíticos, para que empezaran la marcha hacia Dios desde la carne y luego siguieran con el espíritu. He limpiado a los leprosos: de las lepras que la Ley mosaica señala y de las que hacen a un hombre leproso ante Dios, o sea, de los pecados. He resucitado a los muertos. Y no señalo que sea grande llamar a una carne de nuevo a la vida, sino que digo que grande es redimir a un pecador; y lo he hecho. He socorrido a los pobres, enseñando a los avarientos y ricos hebreos el precepto santo del amor al prójimo; y, siendo pobre a pesar del río de oro que ha pasado por mis manos, he enjugado Yo solo más lágrimas que todos vosotros, que poseéis riquezas. En fin, he dado una riqueza inefable: el conocimiento de la Ley, el conocimiento de Dios, la certeza de que somos todos iguales y de que, ante los ojos santos del Padre, igual es el llanto derramado ‑ o el delito cometido ‑ por el Tetrarca o por el Pontífice, por el mendigo o el leproso que mueren en el camino. Esto es lo que he hecho. Nada más».

6 – «¿Sabes que por ti mismo te acusas? Dices: las lepras que hacen leprosos ante Dios y no son señaladas por Moisés. Estás insultando a Moisés e insinúas que hay lagunas en su Ley…».

«No suya: de Dios. Así es. Digo que más grave que la lepra, desgracia de la carne, desgracia acotada en el tiempo, es el pecado, que es desgracia, eterna, del espíritu».

«Osas decir que puedes absolver los pecados. ¿Cómo lo haces?».

«Si con un poco de agua lustral y el sacrificio de un macho cabrío es lícito y creíble cancelar un pecado, expiarlo y quedar limpio de él, ¿cómo no habrá de poder hacerlo mi llanto, mi Sangre y mi deseo?».

«Pero Tú no estás muerto. ¿Dónde está, entonces, la Sangre?».

«No estoy muerto todavía. Pero lo estaré, porque está escrito: en el Cielo, desde antes que Sión fuera, desde antes que existiera Moisés, desde antes de Jacob, desde antes de Abraham, desde cuando el rey del Mal hincó su mordedura en el corazón del hombre y envenenó el corazón del hombre y el de sus hijos; está escrito en la Tierra, en el Libro que recoge las palabras de los profetas; está escrito en los corazones, en el tuyo, en el de Caifás y de los miembros del Sanedrín, que no me perdonan. No, estos corazones no me perdonan el ser bueno. Yo he absuelto anticipadamente en vistas de la Sangre, ahora cumplo la absolución con el lavacro en la Sangre».

«Nos llamas ambiciosos y dices que ignoramos el precepto del amor…».

«¿Y no es, acaso, cierto? ¿Por qué me dais muerte? Porque tenéis miedo de que os destrone. ¡Oh! No temáis. Mi Reino no es de este mundo. Os dejo la posesión de todo poder. El Eterno sabe cuándo decir el “¡basta!” que os hará caer fulminados…».

«¿Como Doras*, ¡eh!?».

«Él murió de ira, no por un rayo celeste. Dios le esperaba en la otra parte para fulminarle».

«¿Y esto me lo dices a mí, que soy su pariente? ¿Cómo te atreves?».

«Yo soy la Verdad. La Verdad nunca es cobarde».

«¡Soberbio y loco!».

«No: sincero. Me acusas de ofenderos. Pero ¿acaso no odiáis todos vosotros? Os odiáis unos a otros. Ahora os une el odio contra mí. Pero mañana, cuando me hayáis matado, volverá el odio a reinar entre vosotros. Y será un odio más fiero. Y viviréis con esa hiena sobre vuestras espaldas y esta serpiente en el corazón. Yo he enseñado el amor. Por piedad hacia el mundo. He enseñado a no ser ambiciosos sino a tener misericordia.

7 – ¿De qué me acusas?».

«De haber introducido una doctrina nueva».

«¡Oh, sacerdote! Israel está poblado de nuevas doctrinas: los esenios tienen la suya; los sadoquitas, la suya; los fariseos, la suya. Cada uno tiene su secreta doctrina, que para unos se llama placer, para otros oro, para otros poder; y cada uno tiene su ídolo. No Yo. Yo he tomado de nuevo la Ley de mi Padre, del Dios Eterno, que había sido pisoteada, y he vuelto a decir sencillamente las diez proposiciones del Decálogo, secándome los pulmones para hacerlas entrar en los corazones que ya no las conocían».

«¡Horror! ¡Blasfemia! ¿Decirme esto a mí, sacerdote? ¿No tiene un Templo Israel? ¿Somos como los castigados de Babilonia? Responde».

«Eso sois. Y más todavía. Hay un Templo, sí; un edificio. Dios no está. Se ha alejado, ante el abominio que hay en su casa. Pero ¿para qué me interrogas tanto, si en realidad mi muerte ya está decidida?».

«No somos asesinos. Matamos si, por una culpa probada, tenemos derecho a hacerlo.

8 – Pero yo quiero salvarte. Respóndeme y te salvaré. ¿Dónde están tus discípulos? Si me los entregas, te dejaré libre. El nombre de todos, y más los ocultos que los conocidos. Di: ¿Nicodemo es tuyo?, ¿es tuyo José?, ¿y Gamaliel?, ¿y Eleazar?, ¿y…? Bueno de éste lo sé… no es necesario. Habla. Habla. Sabes que puedo darte muerte y salvarte. Soy poderoso».

«Eres fango. Dejo al fango el oficio de espía. Yo soy Luz».

Un esbirro le suelta un puñetazo.

«Yo soy Luz. Luz y Verdad. He hablado al mundo abiertamente. He enseñado en las sinagogas y en el Templo donde se reúnen los judíos, y nada he dicho en secreto. Lo repito. ¿Por qué me preguntas a mí? Pregunta a los que han oído lo que he dicho. Ellos lo saben».

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* Como Doras, en 126.10.

Otro esbirro le suelta un bofetón, gritando: «¿Así respondes al Sumo Sacerdote?».

«Estoy hablando a Anás. El Pontífice es Caifás. Y hablo con el respeto debido a los ancianos. Pero, si crees que he hablado mal, demuéstramelo; si no, ¿por qué me hieres?».

«Déjale, déjale.

9 – Voy donde Caifás. Vosotros tenedle aquí hasta nueva orden mía. Y ved porque no hable con nadie». Anás sale.

No habla Jesús, no. Ni siquiera con Juan, que se atreve a estar en la puerta, desafiando a toda la turba de los esbirros. Pero Jesús, sin pronunciar palabra, debe darle una orden, porque Juan, después de una mirada afligida, sale de allí y le pierdo de vista.

Jesús se queda entre sus verdugos. Zurriagazos con las cuerdas, esputos, burlas, patadas, tirones de pelo: esto es lo que le queda. Hasta que uno de la servidumbre viene a decir que lleven al Prisionero a la casa de Caifás.

Y Jesús, que sigue atado y sufriendo malos tratos, sale, y pasa al pórtico, lo recorre hasta un zaguán para cruzar luego un patio donde hay mucha gente calentándose alrededor de una hoguera (y es que la noche, ahora, en estas primeras horas del viernes, se ha puesto cruda y ventosa). Está también Pedro, con Juan; mezclados ambos entre el gentío hostil. Y deben tener mucho valor para estar allí… Jesús los mira. En su boca, ya hinchada por los golpes recibidos, se dibuja un atisbo de sonrisa.

Un largo camino entre pórticos y atrios, patios y corredores (¡pero que casas tenía esta gente del Templo!).

Mas la gente no entra en el recinto pontificio. Se les impide ir más allá del atrio de Anás. Jesús va solo, entre esbirros y sacerdotes.

10 – Entra en una vasta sala que parece perder su forma rectangular debido a los asientos, muchos, dispuestos en forma de herradura y dejando en el centro un espacio vacío, tras el cual hay dos o tres asientos elevados sobre tarimas.

Cuando ya Jesús está para entrar, el rabí Gamaliel llega, y las guardias pegan un tirón al Prisionero para que ceda el paso al rabí de Israel. Pero éste, rígido como una estatua, hierático, aminora el paso y, moviendo apenas los labios, sin mirar a nadie, pregunta: «¿Quién eres? Dímelo». Y Jesús, dulcemente: «Lee a los profetas y obtendrás la respuesta. El primer signo está en ellos, el otro vendrá».

Gamaliel recoge su manto y entra. Y tras él entra Jesús, de quien, mientras Gamaliel va a un sitial, tiran para ponerle en el centro de la sala, frente al Pontífce, que verdaderamente tiene cara de malhechor. Se espera hasta que entran todos los miembros del Sanedrín.

Luego empieza la sesión. Pero Caifás ve dos o tres asientos vacíos y pregunta: «¿Dónde está Eleazar? ¿Dónde está Juan?».

Se alza un joven escriba – creo, hace una reverencia y dice: «Han rehusado venir. Aquí está el escrito».

«Que se conserve y se escriba. Responderán de ello.

11 – ¿Qué tienen que decir los santos miembros del Consejo acerca de éste?».

«Yo hablo. En mi casa violó el sábado. Dios me es testigo de que no miento. Ismael ben Fabí no miente nunca» .

«¿Es verdad, acusado?».

Jesús calla.

«Yo le vi convivir con conocidas meretrices. Fingiéndose profeta, había hecho de su guarida un prostíbulo, y, para colmo, con mujeres paganas. Conmigo estaban Sadoq, Calasebona y Nahúm, apoderado de Anás. ¿Es verdad lo que digo, Sadoq y Calasebona? Desacreditad mi testimonio, si lo merezco».

«Es verdad. Es verdad».

«¿Qué dices?».

Jesús calla.

«No desaprovechaba ocasión de burlarse de nosotros o de exponernos a la burla. La gente ya no nos estima, por Él».

«¿Los estás oyendo? Has profanado a los miembros santos».

Jesús calla.

«Este hombre está endemoniado. Vuelto de Egipto, ejercita la magia negra».

«¿Cómo lo pruebas?» .

«¡Ante mi fe y las tablas de la Ley!».

«Grave acusación. Justifícate».

Jesús calla.

«Es ilegal tu ministerio, ¿lo sabes? Merece pena de muerte. Habla».

«Ilegal es esta sesión nuestra. Álzate, Simeón. Vamos» dice Gamaliel.

«Pero, rabí, ¿estás perdiendo la razón?».

«Respeto los procedimientos. No es lícito proceder como lo estamos haciendo. Y presentaré una acusación pública por ello». Y el rabí Gamaliel sale, rígido como una estatua, seguido por un hombre que se le parece, de unos treinta y cinco años.

12 – Hay un poco de confusión, lo cual es aprovechado por Nicodemo y José para hablar en favor del Mártir.

«Gamaliel tiene razón. Son ilícitos la hora y el lugar. Y las acusaciones no son consistentes. ¿Puede alguien acusarle de visible vilipendio a la Ley? Yo soy amigo suyo, y juro que siempre le he visto respetuoso a la ley» dice Nicodemo.

«Y yo también. Y para no aceptar un delito me cubro la cabeza, no por Él, sino por vosotros, y salgo». Y José hace ademán de bajar de su sitio y salir.

Pero Caifás grita en modo descompuesto: «¡Ah! ¿Eso decís? Vengan entonces los testigos jurados. Y escuchad. Luego os marcháis».

Entran dos individuos de la peor calaña: miradas huidizas, risitas crueles, ademanes falsos.

«Hablad».

«No es lícito oírlos juntos» grita José.

«Yo soy el Sumo Sacerdote. Yo ordeno. ¡Y silencio!».

José da un puñetazo en una mesa y dice: «¡Se abran sobre tu cabeza las llamas del Cielo! Desde este momento sabe que el Anciano José es enemigo del Sanedrín y amigo del Cristo. Y con esta determinación voy a decir al Pretor que aquí, sin respeto a Roma, se da muerte», y sale violentamente, dando un empujón a un delgado y joven escriba que intenta frenarle.

Nicodemo, más morigerado, sale sin decir nada más. Y, al salir, pasa por delante de Jesús y le mira…

13 – Nueva agitación. Se teme a Roma. Y la víctima expiatoria sigue siendo Jesús.

«¡Por tí todo esto, ¿lo ves?! Tú, corruptor de los mejores judíos. Los has pervertido».

Jesús calla.

«Que hablen los testigos» grita Caifás.

«Sí. Éste usaba el… el… Lo sabíamos… ¿Cómo se llama esa cosa?».

«¿Quizás el tetragrama?».

«¡Eso es! ¡Tú lo has dicho! Invocaba a los muertos. Enseñaba la rebelión contra el sábado y la profanación del altar. Lo juramos. Decía que quería destruir el Templo para reedificarlo en tres días con la ayuda de los demonios». .

«No. Él decía que no sería fabricado por el hombre».

Caifás baja de su sitial y se acerca a Jesús. Pequeño, obeso, feo, parece un enorme sapo al lado de una flor. Porque Jesús, a pesar de estar herido, magullado, sucio y despeinado, aparece todavía muy hermoso y majestuoso. «¿No respondes? ¡Qué acusaciones contra ti! ¡Horrendas! Habla, para descargarte de su ignominia».

Pero Jesús calla. Le mira y calla.

Jesús ante Caifás

14 – «Respóndeme a mí, entonces. Soy tu Pontífice. En nombre del Dios vivo, te conjuro. Dime: ¿eres Tú el Cristo, el Hijo de Dios?».

«Tú lo has dicho. Lo soy. Y veréis al Hijo del hombre, sentado a la derecha del Poder de Dios, venir sobre las nubes del cielo. Pero, además, ¿por qué me interrogas? He hablado en público durante tres años. Nada he dicho ocultamente. Pregunta a los que me han oído. Ellos te dirán lo que he dicho y lo que he hecho».

Uno de los soldados que le tienen sujeto le golpea en la boca, haciéndola sangrar de nuevo, y grita: «¿Así respondes, satanás, al Sumo Pontífice?».

Y Jesús, mansamente, responde a éste como al de antes: «Si he hablado bien, ¿por qué me hieres? Si mal, ¿por qué no me dices dónde yerro? Repito: Yo soy el Cristo, Hijo de Dios. No puedo mentir. El sumo Sacerdote, el eterno Sacerdote soy Yo. Y sólo Yo llevo el verdadero Racional, en que está escrito: Doctrina y Verdad. Y a éstas soy fiel. Hasta la muerte, ignominiosa a los ojos del mundo, santa a los ojos de Dios; y hasta la bienaventurada Resurrección. Yo soy el Ungido. Pontífice y Rey Yo soy Y estoy para tomar mi cetro y con él, como con aventador, limpiar la era. Este Templo será destruido y resurgirá, nuevo, santo, porque éste está corrompido y Dios lo ha abandonado a su destino».

«¡Blasfemo!» gritan todos en coro. «¿En tres días lo construirás, loco, poseído?».

«No éste, sino el mío es el que resurgirá, el Templo del Dios verdadero, vivo, santo, tres veces santo».

«¡Anatema!» gritan de nuevo en coro.

Caifás alza su voz ronca y se desgarra las vestiduras de lino, con gestos de estudiado horror, y dice: «¿Qué otra cosa hemos de oír de los testigos? La blasfemia está ya dicha. ¿Qué hacemos entonces?».

Y todos, en coro: «Sea reo de muerte».

Y con gestos de desdén y de escándalo salen de la sala y dejan a Jesús a merced de los esbirros y de la chusma de los falsos testigos, que, dándole bofetadas, puñetazos, escupiéndole, vendándole los ojos con un trapajo y luego tirándole violentamente de los cabellos, le arrojan de un lado para otro, con las manos atadas, de manera que choca contra mesas, sitiales y paredes. Y le preguntan: «¿Quién te ha pegado? Adivina». Y varias veces, poniéndole zancadillas, le hacen caer de bruces, y se ríen a carcajadas al ver cómo, con las manos atadas, a duras penas se levanta.

15 – Pasan así las horas. Los torturadores, cansados, piensan en tomarse un poco de descanso. Llevan a Jesús a un tabuco haciéndole cruzar muchos patios exponiéndole a las burlas de la turba, ya muy numerosa en el recinto de las casas pontificales.

Jesús llega al patio donde está Pedro, al lado de su hoguera. Y le mira. Pero Pedro evita encontrar su mirada. Juan ya no está; supongo que se habrá marchado con Nicodemo…

El alba avanza fatigosamente, glauca. Una orden ha sido dada: llevar de nuevo al Prisionero a la sala del Consejo para un proceso más legal. Es el momento en que Pedro niega por tercera vez que conoce al Cristo, cuando Él pasa ya marcado por los padecimientos. Con la luz verdosa del alba, los moratones parecen aún más atroces en el rostro térreo, los ojos más hundidos y vítreos: un Jesús empañado por el dolor del mundo…

Un gallo lanza al aire apenas móvil del alba su grito burlón, sarcástico, pícaro. Y en este momento de gran silencio que se ha creado ante la presencia de Cristo, sólo se oye la voz áspera de Pedro decir: «Lo juro, mujer. No le conozco»: afirmación seca, segura, a la cual, como una carcajada burlona, responde en seguida el ribaldo canto del gallito.

Pedro reacciona. Se vuelve para huir, y se encuentra a Jesús de frente, mirándole con infinita piedad, con un dolor tan intenso y sentido, que me parte el corazón (como si después de eso yo hubiera de ver disolverse, para siempre, a mi Jesús). Pedro experimenta un conato de llanto. Sale, tambaleándose como si estuviera borracho. Huye detrás de dos domésticos que también salen. Se pierde cuesta abajo por la calle todavía semiobscura.

Llevan otra vez a la sala a Jesús. Le repiten en coro la pregunta capciosa: «En nombre del Dios verdadero, dinos: ¿eres el Cristo?».

Y, habiendo recibido la respuesta de antes, le condenan a muerte y dan la orden de conducirle ante Pilatos.

16 – Jesús, escoltado por todos sus enemigos, menos Anás y Caifás, sale, pasando de nuevo por esos patios del Templo donde tantas veces había hablado, favorecido y curado; franquea el cinturón almenado, entra en las calles de la ciudad y, más arrastrado que conducido, baja hacia ésta, ahora rojiza por un primer anuncio de la aurora.

Creo que con la única finalidad de alargarle el tormento le hacen recorrer un largo trayecto superfluo por Jerusalén, pasando arteramente por las barracas de mercado, por delante de las caballerizas y de posadas colmadas de gente por la Pascua. Y tanto las verduras de desecho de los puestos como los excrementos de los animales de las cuadras se transforman en proyectiles para el Inocente, cuyo rostro presenta, cada vez más, mayores moraduras, pequeñas magulladuras sanguinolentas, y aparece velado por distintas inmundicias en él esparcidas. Los cabellos, ya recargados y ligeramente tiesos debido al sudor sanguíneo, y más opacos, ahora penden despeinados, impregnados de paja e inmundicias, y caen sobre los ojos, porque le revuelven aquéllos para taparle la cara.

La gente que está en las barracas, compradores y vendedores, abandonan todo para seguir, no con amor precisamente, al Desdichado. Los estableros y los criados de las posadas salen en masa, sordos a las voces de las amas (las cuales, como casi todas las otras mujeres, la verdad es que se muestran, si no totalmente contrarias a estas ofensas, sí, al menos, indiferentes a esta agitación, y se retiran echando pestes porque las dejan solas y tienen mucha gente a la que atender).

La turba vociferante se engrosa así a cada minuto que pasa, y parece como si por una repentina epidemia los corazones y las fisonomías cambiaran su naturaleza: aquéllos, transformándose en corazones de malhechores; éstas, en máscaras de crueldad en caras verdes de odio o rojas de ira. Las manos son ahora garras, las bocas adquieren forma y aullido de lobo, los ojos se hacen torvos, rojos, torcidos… como los de los locos. Sólo Jesús sigue igual, aunque cubierto de inmundicias esparcidas por su cuerpo alterado por moratones y tumefacciones.

17 – Al llegar a un tramo abovedado que estrecha la calle como un anillo, mientras todo se tapona y se hace más lento, un grito corta el aire: «¡Jesús!». Es Elías, el pastor, que trata de abrirse paso enarbolando y haciendo girar un grueso palo. Viejo, robusto, con aire amenazador, fuerte, logra llegar casi donde el Maestro. Pero la muchedumbre, desbaratada por el inesperado asalto, aprieta sus filas y aparta, rechaza, vence a este hombre solo contra toda la turba. «¡Maestro!» grita, mientras el remolino de la muchedumbre lo absorbe y rechaza.

«¡Vete!… Mi Madre… Te bendigo…».

Y la turba rebasa el estrechamiento. Ahora, como agua que hallara respiro después de una esclusa, se vuelca, en tumulto, por un amplio paseo elevado respecto a una depresión del terreno situada entre dos lomas en cuyos límites pueden verse espléndidos palacios de señores de alta alcurnia.

Vuelvo a ver el Templo en lo alto de su monte, y comprendo que la vuelta ociosa que han hecho dar al Condenado para exponerle al escarnio de toda la ciudad y permitir a todos insultarle ‑ habiendo aumentando a cada paso los que participaban en estos insultos ‑ está para concluirse, volviendo así otra vez a los lugares de antes.

18 – De un palacio sale al galope un caballero. La gualdrapa purpúrea sobre la blancura del caballo árabe y la solemnidad de su aspecto, la espada blandida desnuda, descargada de plano y filo sobre espaldas y cabezas que ya sangran, le hacen parecer un arcángel. Cuando un caracol, una empinadura del caballo que corvetea haciendo de los cascos un arma de defensa para sí mismo y para su amo, y el más eficaz de los instrumentos de apertura para abrirse paso entre la multitud, provoca la caída del velo de púrpura y oro que cubría su cabeza y que estaba sujeto por una cinta de color de oro, entonces reconozco a Manahén.

«¡Atrás!» grita. «¿Cómo os permitís turbar el descanso del Tetrarca?». Pero esto es sólo una excusa para justifcar su intervención y su intento de llegar hasta Jesús. «Este hombre… dejádmelo ver… Apartaos, o llamo a la guardia…».

La gente, tanto por la lluvia de mandobles, como por las patadas del caballo, y por la amenaza del caballero, abre paso. Manahén puede, así, llegar al grupo de Jesús y de los miembros de la guardia del Templo que le tienen sujeto.

«¡Fuera! El Tetrarca es más que vosotros, sucios siervos. Atrás. Quiero hablar con Él», y lo obtiene, cargando con su espada contra el más encarnizado de sus apresadores.

«¡Maestro!…».

«Gracias. ¡Pero vete! ¡Y que Dios te conforte!». Y, como puede con las manos atadas, Jesús hace un gesto de bendición.

La muchedumbre silba desde lejos y, en cuanto ve que Manahén se retira, de haber sido arredrada se venga con una lluvia de piedras y porquerías contra el Condenado.

19 – Por el paseo en subida, ya calentado por el sol, se va hacia la Torre Antonia, cuya mole ya aparece lejos.

Un grito agudo de mujer («¡Oh, mi Salvador! ¡Mi vida por la tuya, oh Eterno!») hiende el aire.

Jesús vuelve la cabeza y ve, en la alta terraza florida que corona una casa muy bonita, a Juana de Cusa, tendiendo los brazos al cielo, entre miembros de la servidumbre, hombres y mujeres, con los pequeños María y Matías al lado de ella. ¡Pero el Cielo hoy no escucha oraciones! Jesús alza las manos y traza un gesto de adiós y bendición.

«¡Muerte! ¡Muerte al blasfemo, al corruptor, al satanás! ¡Muerte a sus amigos!», y lanzan silbidos y piedras hacia la alta terraza. No sé si hieren a alguno. Oigo un grito agudísimo y luego veo que el grupo se deshace y desaparece.

Y siguen adelante, adelante, subiendo… Jerusalén muestra sus casas al sol, vacías, vaciadas por el odio, que impulsa a toda una ciudad (con los habitantes efectivos y los transeúntes que se han dado cita para la Pascua) contra un inerme.

Jesús y Barrabás

20 – Unos soldados romanos, un entero manípulo, sale, corriendo, de la Antonia, apuntadas las lanzas contra la chusma, que, gritando, se dispersa. Se quedan en medio de la calle Jesús y los miembros de la guardia con los jefes de los sacerdotes, algunos escribas y algunos Ancianos del pueblo.

«¿Este hombre? ¿Esta sedición? Responderéis ante Roma» dice, altanero, un centurión.

«Es reo de muerte, según nuestra ley».

«¿Y desde cuándo se os ha devuelto el ius gladii et sanguinis?» pregunta el mismo, el más anciano de los centuriones (de rostro severo, verdaderamente romano, con una mejilla dividida por una profunda cicatriz); y habla con el desprecio y el desdén con que hablaría a piojosos galeotes.

«Sabemos que no tenemos este derecho. Somos los fieles subordinados de Roma…».

«¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ¡Mira lo que dicen, Longino! ¡Fieles! ¡Subordinados!… ¡Carroña! Las flechas de mis arqueros os daría como premio».

«¡Demasiado noble una muerte así! Las espaldas de los mulos requieren el flagrum y no otra cosa!…» responde con irónica flema Longino.

Los jefes de los sacerdotes, escribas y Ancianos, espuman veneno. Pero, como quieren obtener su objetivo, callan; tragan la ofensa sin dar muestras de haberla entendido, e inclinándose ante los dos jefes, piden que Jesús sea llevado a la presencia de Poncio Pilato para que «juzgue y condene con la bien conocida y honesta justicia de Roma».

«¡Ja! ¡Ja! ¡Mira lo que dicen! Ahora somos más sabios que Minerva… ¡Aquí! ¡Venga! ¡Id por delante! ¡Nunca se sabe! Sois unos chacales, y además hediondos. Teneros detrás es un peligro. ¡Venga!».

«No podemos».

«¿Por qué! Cuando uno acusa debe estar delante del juez con el acusado. Esta es la regla de Roma».

«La casa de un pagano es impura ante nuestros ojos, y ya estamos purificados para la Pascua».

«¡Oh, pobrecitos! ¡Si entran, se contaminan!… ¿Y matar al único hebreo que es hombre, y no un chacal y un reptil como vosotros, no os contamina? Bien, de acuerdo, quedaos ahí. Si dais un paso adelante os veréis clavados en las lanzas. Una decuria en torno al Acusado. Las otras contra esta chusma hedionda de pico mal lavado».

21 – Jesús entra en el Pretorio en medio de los diez asteros, que forman un cuadrado de alabardas en torno a su persona. Los dos centuriones van delante. Mientras Jesús espera en un vasto atrio, tras el cual hay un patio visible en parte a través de una cortina que el viento agita, ellos desaparecen tras una puerta.

Vuelven con el Gobernador, que viene vestido con una toga blanquísima, sobre la cual trae un manto de color escarlata: quizás vestían así cuando representaban oficialmente a Roma. Entra indolentemente, con una sonrisita escéptica en su cara afeitada. Tritura entre sus manos hojas de hierba luisa y las huele con voluptuosidad. Va a un cuadrante solar, lo mira, se vuelve, echa unos granos de incienso en un brasero que está colocado a los pies de un numen. Manda que le traigan agua de cidra y hace gárgaras con ella. Se contempla el peinado, hecho todo de ondas, en un espejo de metal tersísimo. Parece como si se hubiera olvidado del Condenado, que espera su aprobación para ser ejecutado. Haría airarse hasta a las mismas piedras.

Los hebreos, dado que el atrio está por el frente todo abierto, y elevado sobre tres altos escalones respecto del vestíbulo, el cual, a su vez, respecto a la calle a la que da, está ya de por sí elevado sobre otros tres escalones, ven todo perfectamente, y hierven por dentro. Pero no osan rebelarse por miedo a las lanzas y a las jabalinas.

Por fin, después de haber ido y venido por el amplio lugar, Pilatos va hacia Jesús. Le mira y pregunta a los dos centuriones: «¿Este?».

«Éste».

«Que vengan sus acusadores», y va a sentarse en la silla que está encima de la tarima. Las enseñas de Roma, sobre su cabeza, se entrecruzan con las águilas doradas y la poderosa sigla.

«No pueden venir. Se contaminan».

«¡¡¡Hala!!! Mejor. Nos ahorraremos ríos de esencias para quitar el olor a cabra. Que se acerquen al menos. Aquí abajo. Y cuidad de que no entren, dado que no quieren hacerlo. Puede ser un pretexto este hombre para una sedición».

Un soldado sale para llevar la orden del Procurador romano. Los demás forman, delante del atrio a iguales distancias unos de otros, hermosos como nueve estatuas de héroes.

22 – Se acercan los jefes de los sacerdotes, escribas y Ancianos. Saludan con serviles reverencias y se detienen en la placita que está delante del Pretorio, delante de los tres escalones del vestíbulo.

«Hablad y sed concisos. Ya tenéis culpa por haber turbado la noche y haber obtenido la apertura de las puertas con violencia. Pero verificaré estas cosas y mandantes y mandatarios responderán de la desobediencia al decreto». Pilato ha ido hacia ellos (aunque se ha quedado en el vestíbulo).

«Venimos a someter a Roma, a cuyo divino emperador tú representas, nuestro juicio sobre éste».

«¿Qué acusación traéis contra Él? Me parece un hombre inocuo…».

«Si no fuera un malhechor, no te lo habríamos traído». Y con el afán de acusar dan unos pasos hacia delante.

«¡Arredrad a esta plebe! Seis pasos más allá de los tres escalones de la plaza. ¡Las dos centurias, a las armas!».

Los soldados obedecen rápidamente alineándose cien sobre el escalón externo más alto, vueltas las espaldas al vestíbulo, y cien en la placita a la que da el portal de entrada de la morada de Pilato. He dicho “portal”, debería decir “zaguán” o arco triunfal, porque se trata de un vastísimo lugar abierto limitado por una verja, que ahora está abierta de par en par y que da acceso al atrio por el largo corredor del vestíbulo ‑ de, al menos, seis metros de ancho ‑, de forma que se ve con claridad lo que sucede en el atrio realzado. Al pie del amplio vestíbulo se ven las caras bestiales de los judíos mirando, amenazadoras y satánicas, hacia el interior, mirando desde el otro lado de la barrera armada que, codo con codo, como para una revista, presenta doscientas puntas a los conejos asesinos.

«Repito: ¿qué acusación traéis contra éste?».

«Ha cometido delito contra la Ley de los padres».

«¿Y venís a darme la lata a mí por esto? Lleváosle vosotros y juzgadle según vuestras leyes».

«Nosotros no podemos ajusticiar a nadie. No somos doctos. El Derecho hebreo es un niño deficiente respecto al perfecto Derecho de Roma. Como ignorantes y como sujetos a Roma, maestra, tenemos necesidad…».

«¿Desde cuándo sois miel y mantequilla?… De todas formas, vosotros, maestros del embuste, habéis dicho una verdad. ¡Tenéis necesidad de Roma? Sí. Para deshaceros de este que os molesta. Entiendo». Y Pilato se ríe mientras mira al cielo sereno encuadrado como una lámina rectangular de turquesa obscura entre las marmóreas y cándidas paredes del atrio. «Decidme: ¿en qué ha cometido delito contra vuestras leyes?».

«Hemos visto que éste introducía el desorden en nuestra nación e impedía pagar el tributo a César, presentándose como el Cristo, rey de los judíos».

23 – Pilato vuelve a acercarse a Jesús, que está en el centro del atrio (¡tan clara se ve su mansedumbre, que los soldados le han dejado allí, atado pero sin custodia!). Y le pregunta: «¿Eres Tú el rey de los judíos?» .

«¿Lo preguntas por ti o por insinuación de otros?».

«¿Y qué me importa a mí de tu reino? ¿Soy yo, acaso, judío? Tu nación y los jefes de ella te han entregado a mí para que juzgue. ¿Qué has hecho? Sé que eres leal. Habla. ¿Es verdad que aspiras a reinar?».

«Mi Reino no viene de este mundo. Si fuera un reino del mundo, mis ministros y soldados habrían luchado para impedir que cayera en manos de los judíos. Pero mi Reino no es de la Tierra. Y tú sabes que no tiendo al poder».

«Eso es verdad. Lo sé. Me lo han dicho. De todas formas, ¿no niegas que eres rey?».

«Tú lo dices. Yo soy Rey. Para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la Verdad. El que es amigo de la Verdad escucha mi voz».

«¿Y qué es la Verdad? ¿Eres filósofo? No sirve de nada frente a la muerte. Sócrates murió igualmente».

«Pero le sirvió ante la vida, para vivir bien. Y también para morir bien. Y para ir a la vida segunda sin nombre de traidor de las virtudes ciudadanas».

«¡Por Júpiter!». Pilato le mira admirado unos momentos. Luego vuelve a caer en el sarcasmo escéptico. Hace un gesto de fastidio, le vuelve las espaldas y va hacia los judíos. «No encuentro en Él ninguna culpa».

La muchedumbre, temiendo perder la presa y el espectáculo del suplicio, se agita. Gritan: «¡Es un rebelde!»; «es un blasfemo»; «incita al libertinaje»; «anima a la rebelión»; «niega respeto a César»; «se finge profeta sin serlo»; «hace magia»; «es un satanás»; «agita al pueblo con sus doctrinas, enseñando en toda Judea, a donde ha venido de Galilea enseñando»; «¡a muerte!»; «¡a muerte!».

«¿Es galileo? ¿Eres galileo?». Pilato vuelve a acercarse a Jesús: «¿Oyes cómo te acusan? Justifícate».

Pero Jesús calla.

24 – Pilato piensa… y decide. «Una centuria, y éste donde Herodes. Que le juzgue él. Es súbdito suyo. Reconozco el derecho del Tetrarca y ratifico de antemano su veredicto. Que se le informe. Marchaos».

Y Jesús, encuadrado como un granuja por cien soldados, vuelve a cruzar la ciudad, y vuelve a ver a Judas Iscariote, al que ya había visto una vez en un mercado. Antes, invadida por el desagrado del alboroto del pueblo, me había olvidado de decirlo. La misma mirada de piedad hacia el traidor…

Ahora es más difícil descargar sobre Él patadas y palos, pero no faltan ni las piedras ni las porquerías, y si las piedras caen y sólo suenan, sin herir, en los yelmos y corazas romanos, sí que dejan señal cuando caen sobre Jesús, que camina sólo con la túnica, pues que había dejado el manto en el Getsemaní.

Al entrar en el fastuoso palacio de Herodes, Jesús ve a Cusa… que no sabe mirarle, y que huye para no verle en ese estado, cubriéndose la cabeza con el manto.

25 – Ya está en la sala en presencia de Herodes. Y detrás de Jesús – escoltado hasta el Tetrarca sólo por el centurión y cuatro soldados – ya entran como acusadores embusteros los fariseos escribas, que aquí se sienten a sus anchas.

Herodes baja de su sitial y da vueltas en torno a Jesús mientras escucha las acusaciones de sus enemigos. Sonríe. Hace burla. Luego finge una piedad y un respeto que no turban al Mártir, como tampoco le han turbado las burlas.

«Eres grande. Lo sé. He seguido tus pasos con atención, y me he alegrado cuando he visto que Cusa era amigo tuyo y Manahén discípulo. Yo… las preocupaciones del Estado… Pero sentía un gran deseo de decirte que eres grande… de pedirte perdón… La mirada de Juan… su voz… me acusan y siempre están delante de mí. Tú eres el santo que borra los pecados del mundo. Absuélveme, Cristo».

Jesús calla.

«He oído que te acusan de haberte alzado contra Roma. ¿Pero no eres Tú la vara prometida* para castigar a Asur?».

Jesús calla.

«Me han dicho que profetizas el final del Templo y de Jerusalén. Pero, dado que existe por voluntad del Eterno, ¿no es eterno el Templo como espíritu?».

Jesús calla.

«¿Estás loco? ¿Has perdido el poder? ¿Es que Satanás te traba la palabra? ¿Te ha abandonado?». Herodes ahora se ríe.

26 – Luego da una orden, y unos siervos traen un galgo con una pata rota, que gañe quejumbrosamente, y a un establero idiota, hidrocéfalo, baboso, un aborto de

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* vara prometida, en Isaías 30, 30 ;32.

Hombre, juguete de los siervos. Los escribas y los sacerdotes huyen, gritando por el sacrilegio, cuando ven la camilla del perro. Herodes, falso y burlón, explica: «Es el preferido de Herodías. Regalo de Roma. Ayer se rompió una pata y ella llora. Ordena que se cure. Haz el milagro».

Jesús le mira severamente. Y calla.

«¿Te he ofendido? Entonces a éste. Es un hombre, aunque en poco supere a un animal salvaje. Dale la inteligencia, Tú, Inteligencia del Padre… ¿No dices eso?». Y se ríe, ofensivo.

Otra mirada, más severa, de Jesús. Y silencio.

«Este hombre está demasiado abstinente, y ahora está aturdido por los desprecios. Vino y mujeres, aquí. Y desatadlo».

Le desatan y, mientras gran número de servidores traen ánforas y copas, entran bailarinas… tapadas con nada: una franja multicolor de lino ciñe, como único vestido, desde la cintura a los muslos, sus gráciles cuerpos; nada más. Broncíneas ‑ son africanas ‑, livianas como gacelas jovencitas, comienzan una danza silenciosa y lasciva.

Jesús rechaza las copas y cierra los ojos. Calla. La corte de Herodes, ante este desdén suyo, ríe.

«Toma la que quieras. ¡Vive! ¡Aprende a vivir!…» insinúa Herodes.

Jesús parece una estatua. Con los brazos cruzados, los ojos bien cerrados, no reacciona ni siquiera cuando las impúdicas bailarinas le pasan rozando con sus cuerpos desnudos.

«Basta. Te he tratado como a Dios y no has actuado como Dios. Te he tratado como hombre y no has actuado como hombre. Estás loco. Una túnica blanca. Ponédsela para que Poncio Pilato sepa que el Tetrarca ha juzgado loco a su súbdito. Centurión, dirás al Procónsul que Herodes le presenta humildemente sus respetos y venera a Roma. Marchaos».

Y Jesús, atado de nuevo, sale, con una túnica de lino que le llega hasta la rodilla, encima de la túnica roja de lana.

Y vuelven donde Pilato.

Visiones – parte 2

hombre, juguete de los siervos. Los escribas y los sacerdotes huyen, gritando por el sacrilegio, cuando ven la camilla del perro. Herodes, falso y burlón, explica: «Es el preferido de Herodías. Regalo de Roma. Ayer se rompió una pata y ella llora. Ordena que se cure. Haz el milagro».

Jesús le mira severamente. Y calla.

«¿Te he ofendido? Entonces a éste. Es un hombre, aunque en poco supere a un animal salvaje. Dale la inteligencia, Tú, Inteligencia del Padre… ¿No dices eso?». Y se ríe, ofensivo.

Otra mirada, más severa, de Jesús. Y silencio.

«Este hombre está demasiado abstinente, y ahora está aturdido por los desprecios. Vino y mujeres, aquí. Y desatadlo».

Le desatan y, mientras gran número de servidores traen ánforas y copas, entran bailarinas… tapadas con nada: una franja multicolor de lino ciñe, como único vestido, desde la cintura a los muslos, sus gráciles cuerpos; nada más. Broncíneas ‑ son africanas ‑, livianas como gacelas jovencitas, comienzan una danza silenciosa y lasciva.

Jesús rechaza las copas y cierra los ojos. Calla. La corte de Herodes, ante este desdén suyo, ríe.

«Toma la que quieras. ¡Vive! ¡Aprende a vivir!…» insinúa Herodes.

Jesús parece una estatua. Con los brazos cruzados, los ojos bien cerrados, no reacciona ni siquiera cuando las impúdicas bailarinas le pasan rozando con sus cuerpos desnudos.

«Basta. Te he tratado como a Dios y no has actuado como Dios. Te he tratado como hombre y no has actuado como hombre. Estás loco. Una túnica blanca. Ponédsela para que Poncio Pilato sepa que el Tetrarca ha juzgado loco a su súbdito. Centurión, dirás al Procónsul que Herodes le presenta humildemente sus respetos y venera a Roma. Marchaos».

Y Jesús, atado de nuevo, sale, con una túnica de lino que le llega hasta la rodilla, encima de la túnica roja de lana.

Y vuelven donde Pilato.

27 – Ahora, cuando la centuria a duras penas hiende la masa de gente, no se han cansado de esperar ante el palacio proconsular, y es extraño el ver a tanta gente en ese sitio y en los lugares cercanos mientras que el resto de la ciudad aparece vacío, Jesús ve en grupo a los pastores. Están al completo, o sea: Isaac, Jonatán, Leví, José, Elías, Matías, Juan, Simeón, Benjamín y Daniel. Con ellos también un grupito de galileos, de los cuales reconozco a Alfeo y a José de Alfeo, junto a dos otros que no conozco, pero que, por el peinado, diría que son judíos. Y un poco detrás, semiescondido tras una columna, junto a un romano que parece ser un servidor, ve a Juan, que ha entrado en el vestíbulo. Jesús sonríe a éste y a aquéllos… sus amigos… Pero ¿qué son estos pocos y Juana y Manahén y Cusa en medio de un océano de odio en agitación?…

28 – El centurión saluda a Poncio Pilato e informa.

«¡¿Aquí otra vez?! ¡Uf! ¡Maldita esta raza! Que se acerque la chusma. Traed aquí al Acusado. ¡Uf, qué lata!».

Va hacia la muchedumbre, aunque también esta vez se detiene en la mitad del vestíbulo.

«Hebreos, escuchad. Me habéis traído a este hombre como agitador del pueblo. Delante de vosotros le he examinado y no he hallado en Él ninguno de los delitos de que le acusáis. Herodes no ha encontrado más que yo. Y nos le ha devuelto. No merece la muerte. Roma ha hablado. De todas formas, por no contrariaros privándoos de la recreación, os daré a cambio a Barrabás. Y a Él mandaré que le den cuarenta azotes. Así basta».

«¡No, no! ¡No a Barrabás! ¡No a Barrabás! ¡A Jesús la muerte! ¡Y una muerte horrenda! Libera a Barrabás y condena al Nazareno».

«¡Pero oíd! He dicho fustigación. ¿No es suficiente? ¡Entonces mandaré que le flagelen! ¿Sabéis que es atroz? Puede morir por ello. ¿Qué mal ha hecho? No encuentro ninguna culpa en Él, así que le liberaré».

«¡Crucifica! ¡Crucifica! ¡A muerte! ¡Eres un protector de los malhechores! ¡Pagano! ¿Tú también otro satanás!».

La muchedumbre se acerca hasta el pie del vestíbulo y la primera formación de soldados, no pudiendo usar las lanzas, ondea por el choque. Pero la segunda fila, bajando un peldaño, blande las lanzas y libera a los compañeros.

«Que sea flagelado» ordena Pilato a un centurión.

«¿Cuánto?».

«Lo que te parezca… Total, ésta es una cuestión concluida. Y yo ya estoy aburrido. Venga, ve».

Flagelación de Cristo

29 – Cuatro soldados llevan a Jesús al patio que está después del atrio. En él, enteramente enlosado con mármoles de color, en su centro hay una alta columna semejante a las del pórtico. A unos tres metros del suelo, la columna tiene un brazo de hierro que sobresale al menos un metro y que termina en una argolla. A ésta columna – tras haberle hecho desvestirse, de forma que ha quedado únicamente con un pequeño calzón de lino y las sandalias, atan a Jesús, con las manos unidas por encima de la cabeza. Levantan las manos, atadas por las muñecas, hasta la argolla, de forma que Él, a pesar de ser alto, no apoya en el suelo más que la punta de los pies… Y también esta postura debe ser un tormento.

He leído, no sé dónde, que la columna era baja y que Jesús estaba encorvado. Será eso. Yo lo veo así y así lo digo.

Detrás de Él se coloca uno de cara de verdugo y neto perfil hebreo; delante, otro, con la misma cara. Están armados con el flagelo de siete tiras de cuero unidas a un mango y acabadas en un martillito de plomo. Rítmicamente, como si estuvieran haciendo un ejercicio, se ponen a dar golpes. Uno, delante; el otro, detrás. De forma que el tronco de Jesús se halla dentro de una rueda de azotes y flagelos.

Los cuatro soldados a los que ha sido entregado, indiferentes, se han puesto a jugar a los dados con otros tres soldados que han llegado en ese momento. Y las voces de los jugadores se acompasan con el sonido de los flagelos, que silban como sierpes y luego suenan como piedras arrojadas contra la membrana tensa de un tambor, golpeando el pobre cuerpo, ese pobre cuerpo tan delgado y de un color blanco de marfil viejo, que primero se pone cebrado, de un rosa cada vez más vivo, luego morado, para ornarse luego de relieves de color añil, hinchados de sangre, y luego se abre y rompe y suelta sangre por todas partes. Los verdugos se ceban especialmente en el tórax y en el abdomen; pero no faltan los golpes en las piernas y en los brazos, e incluso en la cabeza, para que no hubiera un lugar de la piel sin dolor.

Y ni una queja siquiera… Si no estuviera sujetado por la cuerda, se caería. Pero ni se cae ni gime. Eso sí, la cabeza le pende – después de golpes y más golpes recibidos; sobre el pecho, como por desvanecimiento.

«¡Eh, para ya!» grita un soldado, y, en tono de mofa: «Que tienen que matarle estando vivo».

Los dos verdugos se paran y se secan el sudor.

«Estamos agotados» dicen. «Dadnos la paga, para poder echar un trago y así reponernos…».

«¡La horca os daría! En fin, tomad…», y un decurión arroja una moneda grande a cada uno de los dos verdugos.

«Habéis trabajado a conciencia. Parece un mosaico. Tito: ¿tú dices que era éste el amor de Alejandro*? Le daremos la noticia para que cumpla el luto. Le desatamos un poco, ¿eh?».

30 – Le desatan, y Jesús se derrumba como muerto. Le dejan ahí en el suelo, y de vez en cuando le golpean con el pie calzado con las cáligas para ver si gime. Pero Él calla.

«¿Estará muerto? ¿Pero es posible? Es joven. Y artesano. Eso me han dicho… Parece una dama delicada».

«Déjalo de mi cuenta» dice un soldado. Y le sienta con la espalda apoyada en la columna. Donde estaba, ahora hay grumos de sangre… Luego va a una pequeña fuente que gorgotea bajo el pórtico. Llena de agua un barreño y lo arroja sobre la cabeza y el cuerpo de Jesús. «¡Así! A las flores les viene bien el agua».

Jesús suspira profundamente. Intenta levantarse. Pero todavía tiene los ojos cerrados.

«¡Eso es! ¡Bien! ¡Arriba, majo! ¡Que te espera la dama!…».

Pero Jesús inútilmente apoya en el suelo los puños intentando erguírse.

«¡Arriba! ¡Rápido! ¿Te sientes débil? Con esto te vas a reponer» dice otro soldado con sonrisa socarrona. Y con el asta de su alabarda descarga un golpe en la cara de Jesús, dándole entre el pómulo derecho y la nariz, por donde empieza a sangrar.

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* Alejandro, soldado romano encontrado en 86 y en 115, recordado en 204.3 y en 461.19.

Jesús abre los ojos, los vuelve. Es una mirada empañada… Mira fijamente al soldado que le ha golpeado. Se enjuga la sangre con la mano. Luego, con mucho esfuerzo, se pone de pie.

«Vístete. No es decente estar así. ¡Impúdico!». Todos se ríen, en corro alrededor de Él.

Él obedece sin decir nada. Pero, mientras se encorva y sólo Él sabe lo que sufre al agacharse, estando tan magullado y con esas llagas que al estirarse la piel se abren más todavía, y con otras que se forman al romperse las ampollas, un soldado da una patada a la ropa y la disemina y cada vez que Jesús, tambaleándose, llega a donde ha caído la ropa, un soldado las echa en otra dirección. Y Jesús, sufriendo agudamente, sigue a la ropa sin decir una palabra, mientras los soldados se burlan de Él en modo repugnante.

Por fin puede vestirse. Se pone también la túnica blanca, que estaba apartada y no se ha manchado. Parece querer ocultar su pobre túnica roja, que ayer mismo estaba tan bonita y ahora está ensuciada de porquerías y manchada por la sangre sudada en Getsemaní. Es más, antes de ponerse sobre la piel la túnica corta interior, se enjuga con ella la cara, que está mojada, limpiándola así de polvo y esputos. Y la pobre, santa faz, aparece limpia, sólo signada de moratones y pequeñas heridas. Se ordena también el pelo, que pendía desordenado, y la barba, por una innata necesidad de arreglo corporal.

Y luego se acurruca al sol. Porque tiembla mi Jesús… La fiebre empieza a serpear en Él con sus escalofríos. Y también se pone de manifiesto la debilidad por la sangre perdida, el ayuno y el mucho camino andado.

31 – Le atan de nuevo las manos. Y la cuerda sierra de nuevo en donde ya hay un rojo aro de piel levantada.

«¿Y ahora? ¿Qué hacemos con Él? ¡Yo me aburro!».

«Espera. Los judíos quieren un rey. Vamos a dárselo. Ése…» dice un soldado.

Y sale raudo, sin duda, a un patio de detrás. Vuelve con un haz de ramas de espino albar agreste, todavía flexible porque la primavera mantiene blandas las ramas, de espinas bien duras y aguzadas. Con la daga, quitan hojas y florecillas. Luego hacen un círculo con las ramas y lo acalcan en la pobre cabeza… Pero la bárbara corona penetra hasta el cuello.

«No va bien. Más pequeña. Quítasela».

La sacan, y, al hacerlo, arañan las mejillas, incluso con el peligro de cegar a Jesús y arrancan cabellos. La hacen más pequeña. Ahora está demasiado estrecha y, aunque aprietan hincando en la cabeza las espinas, puede caerse. Otra vez afuera, arrancando más pelo. La modifican de nuevo. Ahora va bien. Delante hay un triple cordón espinoso; detrás, donde los extremos de las tres ramas se entrecruzan, hay un verdadero nudo de espinas que entran en la nuca.

«¿Ves qué bien estás! Bronce natural y rubíes puros. Mírate, rey, en mi coraza» dice, burlón, el que ha ideado el suplicio.

«No es suficiente la corona para hacerle a uno rey. Se necesita la púrpura y el cetro. En el establo hay una caña y en la cloaca hay una clámide roja. Ve por ellas, Cornelio».

Y, cuando éste las trae, ponen el sucio trapajo sobre los hombros de Jesús y, antes de ponerle entre las manos la caña, le dan con ella en la cabeza, hacen reverencias y saludan: «¡Ave, rey de los Judíos!», y se tronchan de risa.

Jesús no les opone resistencia. Se deja sentar en el “trono” (un barreño colocado boca abajo, usado, sin duda, para dar de beber a los caballos), y se deja golpear y escarnecer, sin decir nada nunca. Solamente los mira… y es una mirada de una dulzura tan grande y de un dolor tan atroz, que no puedo mirar yo sin sentir mi corazón traspasado.

32 – Los soldados concluyen el escarnio sólo cuando oyen la voz de un superior que ordena sea conducido el reo ante Pilato. ¡Reo! ¿De qué?

Sacan de nuevo a Jesús al atrio, cubierto ahora éste por un valioso entrecielo para el sol. Jesús tiene todavía la corona, la clámide y la caña.

«Acércate, para mostrarte al pueblo».

Jesús, ya quebrantado, se yergue con porte digno: ¡oh, verdaderamente es un rey!

«Oíd, hebreos. Aquí está el hombre. Yo le he castigado. Pero ahora dejadle marcharse».

«¡No, no! ¡Queremos verle! ¡Que salga! ¡Queremos ver al blasfemo!».

«Traedle aquí afuera. Y atentos a que no le prendan».

Y mientras Jesús sale al vestíbulo y puede vérsele dentro del cuadrado formado por los soldados, Poncio Pilato le señala con la mano diciendo: «He aquí al Hombre. A vuestro rey ¿No es suficiente todavía?».

El Sol de un día de bochorno llegado ya al medio de la tercia desciende casi perpendicular, encendiendo y resaltando miradas y caras: ¿son hombres esa gente? No: hienas hidrófobas. Gritan, muestran los puños, piden muerte…

Jesús está erguido. Y le aseguro que nunca tuvo esa nobleza de ahora. Ni siquiera cuando ejecutaba los más poderosos milagros. Nobleza de dolor. Tan divino, que bastaría para signarle con el nombre de Dios. Pero para pronunciar ese Nombre hay que ser, al menos, hombres, y Jerusalén hoy no tiene hombres, sólo demonios.

Jesús recorre con su mirada la muchedumbre y, en el mar de caras cargadas de odio, encuentra rostros amigos. ¿Cuántos? Menos de veinte amigos entre millares de enemigos… Y agacha la cabeza, bajo la impresión de este abandono. Una lágrima rueda… y otra… y otra… El ver su llanto no genera piedad; antes bien, un odio aún más sañudo.

33 – De nuevo le llevan al atrio.

«¿Entonces? Dejadle marcharse. Es justicia».

« No. A muerte. Crucifica».

«Os doy a Barrabás».

«No. ¡Al Cristo!».

«Pues entonces pase a vuestras manos y crucificadle vosotros, porque yo no encuentro en Él delito alguno para hacerlo».

«Se ha llamado Hijo de Dios. Nuestra ley establece la muerte para el reo de una blasfemia como ésa».

Pilato está ahora pensativo. Vuelve a entrar. Se sienta en su pequeño trono. Pone, mientras escruta a Jesús, una mano en la frente, y el codo encima de la rodilla. «Acércate» dice.

Jesús va hasta el pie de la tarima.

«¿Es verdad? Responde».

Jesús calla.

«¿De dónde vienes? ¿Quién es Dios?».

«Es el Todo».

«Y… bueno, ¿y qué quiere decir “el Todo”? ¿Qué es el Todo para uno que muere? Estás desquiciado… Dios no existe. Yo existo».

Jesús guarda silencio. Ha dejado caer la gran palabra y ahora de nuevo se viste de silencio.

34 – «Poncio: la liberta de Claudia Prócula pide permiso para entrar. Tiene un escrito para ti».

«¡Domine! ¡Y ahora, además, las mujeres! Que pase».

Entra una romana. Se arrodilla mientras entrega una tablilla encerada. Debe ser la tablilla en que Prócula ruega a su marido que no condene a Jesús. La mujer se retira caminando hacia atrás mientras Pilato lee.

«Se me aconseja evitar el homicidio contra ti. ¿Es verdad que eres más que un arúspice? Me causas miedo».

Jesús guarda silencio.

«¿Pero no sabes que tengo poder para liberarte o para crucificarte?».

«No tendrías ningún poder, si no se te diera de arriba. Por eso el que me ha entregado a ti es más culpable que tú».

«¿Quién es? ¿Tu Dios? Tengo miedo…»

Jesús calla.

Pilato está en ascuas. Quisiera y no quisiera. Teme el castigo de Dios, teme el de Roma, teme las venganzas judías. El miedo a Dios vence un momento. Va al extremo frontal del atrio y dice con voz potente: «No es culpable».

«Si dices eso, eres enemigo de César. Quien se hace rey es su enemigo. Lo que quieres es liberar al Nazareno. Ya nos encargaremos de que lo sepa César».

Se apodera de Pilato el miedo al hombre.

«En definitiva, que queréis verle muerto, ¿no? Pues así sea. Pero no manche mis manos la sangre de este justo». Pide un balde y se lava las manos ante la presencia del pueblo, que parece ebrio de frenesí mientras grita: «Sobre nosotros, sobre nosotros caiga su sangre; caiga sobre nosotros y sobre nuestros hijos. No la tememos. ¡A la cruz! ¡A la cruz!».

35 – Poncio Pilato vuelve a su pequeño trono, llama al centurión Longino y a un esclavo. Manda a éste que le traiga una tabla. Sobre ésta apoya un cartel y en él manda escribir: «Jesús Nazareno, Rey de los Judíos». Y lo muestra al pueblo.

«No. Eso no. No “Rey de los Judíos”. Sino que Él se ha llamado rey de los Judíos». Esto gritan muchos.

«Lo que he escrito he escrito» dice, duro, Pilato. Y, en pie, erguido, extiende la mano con la palma hacia delante y vuelta hacia abajo y ordena: «Que vaya a la cruz. Soldado, ve, prepara la cruz». (Ibis ad crucem! I, miles, expedi crucem). Y baja sin siquiera volverse hacia la muchedumbre agitada, ni hacia el pálido Condenado. Sale del atrio… en cuyo centro se queda Jesús, custodiado por los soldados, esperando la cruz.

10 de marzo de 1944, viernes.

36 – Dice Jesús:

Jesús ante Pilato

«Quiero ofrecer a tu meditación el punto que se refiere a mis encuentros con Pilato.

Juan que, habiendo estado casi siempre presente, o por lo menos muy cercano, es el testigo y narrador más exacto, refiere cómo, una vez que salí de la casa de Caifás, fui conducido al Pretorio. Y especifica “por la mañana temprano”. Efectivamente, has visto que apenas rayaba el alba. También especifica Juan que “ellos (los judíos) no entraron para no contaminarse y poder comer la Pascua”.

Hipócritas como siempre, veían peligro de contaminarse en pisar el polvo de la casa de un gentil, pero no encontraban que fuera pecado matar a un Inocente; y con el corazón satisfecho con el delito cumplido, pudieron saborear aún mejor la Pascua. Tienen también ahora muchos seguidores. Todos los que por dentro actúan mal y por fuera profesan respeto a la religión y amor a Dios son semejantes a ellos. ¡Fórmulas, fórmulas y no religión verdadera! Me producen repugnancia y desdén.

No entrando los judíos en la casa de Pilato, salió éste para oír lo que pasaba con la muchedumbre vociferante, y, siendo experto en el gobierno y en el juicio, con una sola mirada comprendió que el reo no era Yo, sino ese pueblo ebrio de odio. El encuentro de nuestras miradas fue recíproca lectura de nuestros corazones. Yo juzgué al hombre en lo que él era. Él me juzgó a mí en lo que Yo era. Yo sentí compasión por él porque era un hombre débil; él sintió compasión de mí porque Yo era inocente. Trató de salvarme desde el primer momento. Y, dado que únicamente a Roma se defería y reservaba el derecho de ejercer la justicia hacia los malhechores, trató de salvarme diciendo: “Juzgadle según vuestra ley”.

37 – Hipócritas por segunda vez, los judíos no quisieron emitir la condena. Es verdad que Roma tenía el derecho de justicia, pero cuando, por ejemplo, Esteban fue lapidado, Roma seguía imperando en Jerusalén, y ellos, a pesar de todo, sin preocuparse de Roma, definieron y consumaron el juicio y el suplicio. Conmigo, respecto a quien sentían no amor sino odio y miedo ‑ no querían creer que fuera el Mesías, pero, por la duda de que lo fuera, no querían quitarme materialmente la vida actuaron de forma distinta, y me acusaron de agitador contra el poder de Roma (vosotros diríais: “rebelde”) para conseguir que Roma me juzgara.

En su aula infame, y en muchas ocasiones durante los tres años de mi ministerio, me habían acusado de blasfemo y falso profeta, así que habría debido ser lapidado por ellos, o, en todo caso, ejecutado. Pero en este caso, para no llevar a cabo materialmente el delito (por el cual sentían por instinto que habrían sido castigados), hacen que lo lleve a cabo materialmente Roma, acusándome de ser un malhechor y un rebelde.

Nada más fácil, cuando las muchedumbres están pervertidas y los jefes demoniados, que acusar a un inocente, para apagar la sed de crueldad y de usurpación y quitar de en medio a quien representa un obstáculo y un juicio. Hemos vuelto a los tiempos de entonces. El mundo, cada cierto tiempo, después de una incubación de ideas perversas, estalla con estas manifestaciones de perversión. Como una inmensa gestante, la multitud, después de haber nutrido en su seno con doctrinas de fiera a su monstruo, lo pare para que devore. Para que devore, primero, a los mejores; luego, a ella misma.

38 – Pilato entra de nuevo en el Pretorio y me dice que me acerque. Me hace preguntas.

Ya había oído hablar de mí. Entre sus centuriones, había algunos que repetían mi Nombre con amor agradecido, con lágrimas en los ojos y sonrisa en el corazón, y hablaban de mí como de un benefactor. En sus informes al Pretor, solicitada su opinión sobre este Profeta que atraía hacia sí a las multitudes y predicaba una doctrina nueva en que se hablaba de un reino extraño, inconcebible para la mente pagana, habían respondido siempre que Yo era un hombre manso, bueno, que no buscaba honores de esta Tierra y que inculcaba y practicaba el respeto y la obediencia hacia las autoridades. Más sinceros que los israelitas, veían y testificaban la verdad.

El domingo anterior, él, atraído por el clamor de la muchedumbre, se había asomado a la calle y había visto pasar, montado en una jumenta a un hombre desarmado, un hombre que iba bendiciendo, rodeado de niños y mujeres. Había comprendido con claridad que no entrañaba un peligro para Roma.

Quiere, pues, saber si Yo soy rey Movido por su irónico escepticismo pagano, quiere reírse un poco de esa forma de regalidad que monta un asno, que tiene como cortesanos a niños descalzos y a mujeres sonrientes, a hombres del pueblo; de esta forma de regalidad que desde hace tres años predica el desapego por las riquezas y el poder, y que no habla de otras conquistas sino de las de espíritu y alma. ¿Qué es el alma para un pagano? Ni siquiera sus dioses tienen un alma. ¿Podrá tenerla el hombre? Ahora también este rey sin corona, sin palacio, sin corte, sin soldados, le repite que su reino no es de este mundo. Tan verdadero es eso, que ningún ministro se levanta en defensa de su rey, ningún soldado interviene para arrancarlo de las manos de sus enemigos.

Pilato, sentado en su sitial, me escudriña porque para él soy un enigma. Si hubiera liberado su alma de las preocupaciones humanas, de la soberbia del cargo, del error del paganismo, habría comprendido en seguida quién era Yo. Mas ¿cómo podrá la luz penetrar en donde demasiadas cosas ocluyen las aperturas para que entre?

39 – Siempre ha sido así, hijos. También ahora. ¿Cómo pueden entrar Dios y su luz en un lugar donde no hay espacio para ellos y las puertas y ventanas están trancadas y defendidas por la soberbia, la humanidad, el vicio, la usura, y por muchos, muchos guardianes al servicio de Satanás contra Dios?

Pilato no puede entender qué reino es este reino mío. Y no pide – y esto es doloroso ‑ que Yo se lo explique. Ante mi invitación a que conozca la Verdad, él, el indomable pagano, responde: “¿Qué es la verdad?”, permitiendo que se zanje la cuestión encogiéndose de hombros.

¡Oh hijos, hijos míos! ¡Oh mis Pilatos de ahora! También vosotros, como Poncio Pilato, dejáis que se zanjen las cuestiones más vitales encogiéndoos de hombros. Os parecen cosas inútiles, superadas. ¿Qué es la Verdad? ¿Dinero? No. ¿Mujeres? No. ¿Poder? No. ¿Salud física? No. ¿Gloria humana? No. Entonces, mejor olvidarse; no merece la pena correr tras una quimera. Dinero, mujeres, poder, buena salud, comodidades, honores: éstas son cosas concretas, útiles, cosas apetecibles y que merece la pena alcanzar cueste lo que cueste. Razonáis así. Y, peor que Esaú, trocáis los bienes eternos por un alimento de baja calidad que perjudica a vuestra salud física y os daña en orden a la salud eterna. ¿Por qué no persistís en preguntar: “¿Qué es la Verdad?”? Ella, la Verdad, sólo pide darse a conocer para instruiros sobre sí. Está frente a vosotros como frente a Pilato, y os mira con ojos de amor suplicante implorándoos: “Pregúntame. Te instruiré”.

¿Ves cómo miro a Pilato? Igual os miro a todos vosotros. Y, si tengo mirada de sereno amor para el que me ama y solicita mis palabras, tengo miradas de amor doliente para aquel que no me ama, no me busca, no me escucha. Pero amor, en todo caso amor, porque el Amor es mi naturaleza.

40 – Pilato me deja donde estoy y no sigue interrogándome. Va a los malvados, que se hacen oír más y se imponen con su violencia. Y este hombre mísero, que no me ha escuchado a mí y que con un gesto de encogerse de hombros ha rechazado mi invitación a conocer la Verdad, los escucha a ellos. Escucha a la Mentira. La idolatría, bajo cualquier forma en que se presente, siempre tiende a venerar y a aceptar a la Mentira, comoquiera que se presente. Y la Mentira, aceptada por un débil, conduce al débil al delito.

También Pilato a las puertas del delito quiere salvarme, una vez, dos veces. Es entonces cuando me manda a Herodes. Bien sabe que el rey astuto, que se mueve entre dos aguas, Roma y su pueblo, actuará de un modo que no perjudicará a Roma y que no significará un choque con el pueblo hebreo. Pero, como todos los débiles, aplaza unas horas esa decisión para la que no se ve con fuerzas, esperando que la agitación plebeya se calme.

Yo dije*: “Que vuestro lenguaje sea: sí, sí; no, no”. Pero él no lo ha oído, o, si alguien se lo ha repetido, ha vuelto, como de costumbre, a encogerse de hombros. Para vencer en el mundo, para obtener honores y lucro, hay que saber hacer del sí un no, o del no un sí, según lo que aconseje el buen sentido (lee: sentido humano).

¡Cuántos, cuántos Pilatos tiene el siglo veinte! ¿Dónde están los héroes del cristianismo que decían “sí”, constantemente “sí” a la Verdad y por la Verdad, y “no”, constantemente “no” por la Mentira? ¿Dónde están los héroes que saben afrontar el peligro y los acontecimientos con fortaleza de acero y serena prontitud, sin dejar las cosas para otro momento, porque el Bien debe cumplirse en seguida y del Mal hay que alejarse inmediatamente, sin ningún “pero” y sin ningún “si”?

41 – Cuando regreso del palacio de Herodes, se produce el nuevo paliativo de Pilato: la flagelación. ¿Cuál era la esperanza de Pilato? ¿No sabía que la masa es una fiera que en cuanto empieza a ver la sangre se vuelve más feroz? Pero Yo debía ser quebrantado para expiar vuestros pecados de la carne. Y me quebrantan. No habrá en todo mi cuerpo un lugar que no reciba golpes. Soy el Hombre de que habla Isaías. Y al suplicio ordenado se añade el no ordenado, el creado por la crueldad humana, el de las espinas.

¿Veis, hombres, a vuestro Salvador, a vuestro Rey, coronado de dolor para liberar vuestra cabeza de los muchos pensamientos pecaminosos que en ella se incuban? ¿No pensáis qué dolor sufrió mi cabeza inocente por pagar por vosotros, por vuestros cada vez más atroces pecados de pensamiento que se transforman en acción? Vosotros, que os sentís ofendidos incluso sin motivo, mirad al Rey ultrajado – y es Dios ‑, con su sarcástico manto de púrpura desgarrada, con el cetro de caña y la corona de espinas. Es ya un moribundo y le siguen abofeteando con las manos y las burlas. Y ni siquiera os compadecéis de Él. Como los judíos, seguís mostrándome los puños y gritando: “¡Fuera, fuera, no tenemos más Dios que a César!”. ¡Oh, idólatras que no adoráis a Dios sino que os adoráis a vosotros mismos y adoráis al que puede más entre vosotros! No aceptáis al Hijo de Dios. No os ayuda en vuestros delitos. Más servicial es Satanás; aceptáis, por tanto, a Satanás. Del Hijo de Dios tenéis miedo. Como Pilato. Y, cuando sentís que se cierne sobre vosotros con su poder, que rebulle en vosotros con la voz de la conciencia que en su nombre os censura, preguntáis como Pilato: “¿Quién eres?”.

Sabéis quién soy. Incluso los que me niegan saben que existo y saben quién soy. No mintáis. Veinte siglos están en torno a mí y os ilustran acerca de quién soy, y os instruyen acerca de mis prodigios. Es más perdonable Pilato. No vosotros, que disponéis de una herencia de veinte siglos de cristianismo para sostener vuestra fe, o para inculcárosla, y no queréis saber nada de ello. Y fui más severo con Pilato que con vosotros. No respondí. Con vosotros, sin embargo, hablo. Y, no obstante, no consigo convenceros de que soy Yo y de que me debéis adoración y obediencia.

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* Yo dije: en 172.4

Ahora también, como entonces, me acusáis de ser Yo la causa de mi propio fracaso en vosotros porque no os escucho. Decís que perdéis la fe por esto. ¡Embusteros! ¿Dónde tenéis la fe? ¿Dónde, vuestro amor? ¿Cuándo, pero cuándo, oráis y vivís con amor y fe? ¿Sois personas importantes? Recordad que lo sois porque Yo lo permito. ¿Sois personas anónimas en medio de la masa? Recordad que no hay otro Dios aparte de mí. Ninguno está por encima de mí, ninguno me precede. Dadme pues ese culto de amor que me corresponde y Yo os escucharé, porque dejaréis de ser bastardos para ser hijos de Dios.

42 – Y ahí tenéis el último intento de Pilato para salvarme la vida, supuesto que pudiera salvarla después de la despiadada a ilimitada flagelación. Me presenta a la multitud: “¡Aquí tenéis al Hombre!”. A él, humanamente, le inspiro compasión. Espera en la compasión colectiva. Pero, ante la dureza que resiste y la amenaza que avanza, no sabe llevar a cabo un acto sobrenaturalmente justo, y, por tanto, bueno, diciendo: “Le libero porque es inocente. Vosotros sí sois culpables. Y si no disolvéis el tumulto conoceréis el rigor de Roma”. Esto es lo que habría debido decir, si hubiera sido un justo; sin calcular el futuro mal que ello le hubiera acarreado.

Pilato es un falso bueno. Bueno es Longino, el cual, menos poderoso que el Pretor, y menos protegido, en medio de la calle, rodeado de pocos soldados y de una multitud enemiga, se atreve a defenderme, a ayudarme, a concederme descansar y tener el consuelo de las mujeres compasivas y ser ayudado por el Cireneo y, en fin, tener a mi Madre al pie de la Cruz. Longino fue un héroe de la justicia y vino a ser, por esto, un héroe de Cristo.

Sabed, hombres que os preocupáis sólo de vuestro bien material, que incluso respecto a éste vuestro Dios interviene cuando os ve fieles a la justicia, que es emanación de Dios. Yo premio siempre a quien actúa con rectitud. Defiendo a quien me defiende. Le amo y le socorro. Sigo siendo Aquel que dijo*: “El que dé un vaso de agua en mi nombre recibirá recompensa”. A quien me da amor, agua que calma la sed de mi labio de Mártir divino, le doy a mí mismo como don, y ello significa protección y bendición».

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* dijo, en 265.13

605. Desesperación y suicidio de Judas Iscariote. Habría podido salvarse

todavía si se hubiera arrepentido.

31 de marzo de 1944. Viernes de Pasión. Dos de la madrugada.

1 – Ésta es mi visión penosísima de las primeras horas del Viernes de Pasión. Se me presentó mientras hacía la Hora de María Desolada, porque había pensado que pasar la noche, que precede a la Profesión, en compañía de la Virgen de los Siete Dolores era la más hermosa preparación para la Profesión.

2 – Veo a Judas. Está solo. Vestido de amarillo claro. Lleva un cordón rojo a la cintura. Mi interno consejero me advierte de que hace poco ha sido apresado Jesús, y que Judas, que había huido inmediatamente después de la captura, ahora está a merced de un contraste de pensamientos. Efectivamente, parece una fiera furiosa acosada por una jauría de mastines. Un leve soplo del viento entre las frondas, o el rumor de alguna cosa en las calles, el hilo de agua de una fuentecilla, le hacen sobresaltarse y volverse con sospecha y terror como si se sintiera alcanzado por un verdugo. Tuerce la cabeza yendo cabizbajo, encogido el cuello, tuerce los ojos como quien quisiera ver y tuviera miedo de ver; y, si un juego de luz lunar crea una sombra de apariencia humana, sus ojos se abren como platos, da un salto hacia atrás, se pone más pálido de lo que ya de por sí está, se detiene un instante, para huir luego precipitadamente, volviendo sobre sus pasos, se escurre por entre otras callejuelas, hasta que otro ruido u otro juego de luz le hace detenerse y huir en otra dirección.

Con este paso suyo de demente va hacia el interior de la ciudad. Pero el clamor del pueblo le advierte de que está cerca de la casa de Caifás. Entonces, llevándose las manos a la cabeza y agachándose como si esos gritos fueran piedras lanzadas contra él, huye y huye. Y, huyendo, toma una callejuela que le lleva directamente hacia la casa donde ha tenido lugar la Cena. Se da cuenta cuando está delante de ella, por una fuente que en ese lugar de la calle libera su hilo de agua. El llanto del agua que gotea y cae en la pequeña pila de piedra, y un leve silbido del viento, que introduciéndose por la estrecha calle forma como un reprimido lamento, deben parecerle el llanto del Traicionado y el lamento del Torturado. Se tapa los oídos para no oír, y se aleja, cerrando los ojos para no ver esa puerta por la que pocas horas antes ha pasado con el Maestro, y por la que ha salido para ir por los soldados que le apresaran.

3 – Corriendo así, con los ojos cerrados, va a chocar contra un perro callejero (el primer perro que veo desde que tengo las visiones), un perro grande, gris, hirsuto, que se aparta gruñendo, preparado para lanzarse contra este que le molesta. Judas abre los ojos y ve las dos pupilas fosforescentes que le miran fijamente, y ve los blancos colmillos descubiertos, que tienen apariencia de risa diabólica. Pega un grito de terror. El perro, tomándolo quizás por un grito de amenaza, arremete contra Judas. Los dos ruedan entre el polvo: Judas debajo, paralizado por el miedo; el perro encima. Cuando el animal deja a su presa, juzgada quizá indigna de una lucha, Judas sangra a causa de dos o tres mordiscos, y su manto presenta algunos, grandes desgarrones.

Un mordisco le ha clavado los dientes justamente en la mejilla, en el sitio exacto donde él besó a Jesús. La mejilla sangra, y la sangre ensucia el cuello de la túnica amarillenta de Judas: empapando el cordón rojo que cierra su túnica por el cuello y haciéndole más rojo aún, es como si le pusiera un collar de sangre. Judas se lleva la mano a la mejilla y mira al perro, que se ha separado pero está aguaitándole bajo el entrante de una puerta, susurra: «¡Belcebú!» y lanzando un nuevo grito huye, seguido durante un tiempo por el perro. Huye hasta el puentecillo de cerca del Getsemaní. Ahí, o porque esté cansado de seguirle, o porque tenga hidrofobia y el agua le aleje, el perro deja a su presa y se vuelve gruñendo. Judas, que se había metido en el torrente para coger piedras y lanzárselas al perro, cuando ve que se aleja, mira a su alrededor, se ve con el agua hasta mitad de las pantorrillas. Sin preocuparse de la túnica, cada vez más mojada, se agacha hacia el agua y bebe como padeciendo ardor febril, y se lava la mejilla que sangra y debe dolerle.

4 – Bajo la luz de un primer claror de alba, remonta el guijarral: por la otra parte, como si tuviera todavía miedo del perro y no se atreviera a volver hacia la ciudad. Recorre algunos metros. Se ve a la entrada del Huerto de los Olivos. Grita: «¡No! ¡No!», al reconocer el lugar. Pero luego no sé por qué fuerza irresistible o por qué sadismo satánico y criminal avanza por ese lugar. Busca el sitio donde se ha producido la captura. La tierra del sendero, revuelta por muchas pisadas, la hierba pisoteada en un determinado lugar, sangre en el suelo ‑ quizás la de Malco ‑, le señalan de que allí ha identificado al Inocente ante los verdugos.

Mira, mira… Luego emite un grito ronco y da un salto hacia atrás. Grita: «¡Esa sangre, esa sangre!…», y la señala ‑ ¿a quién? – con el brazo extendido, apuntando con el índice. Bajo la luz, que va aumentando, su cara aparece térrea y espectral. Parece un loco: se le salen los ojos de las órbitas, unos ojos brillantes como por delirio; el pelo, desordenado por la carrera y el terror, parece hirsuto; la mejilla, que se va hinchando, desvía su boca dándole expresión sardónica. La túnica desgarrada, ensangrentada, mojada, lodosa (porque la tierra se ha pegado a la humedad y se ha transformado en barro), le hace parecer un mendigo. El manto, también hecho jirones y lodoso, le pende de un hombro como un trapajo, en que él se enreda cuando, gritando aún: «¡Esa sangre, esa sangre!», retrocede como si esa sangre se hiciera un mar que sube y sumerge.

Judas cae hacia atrás. Se hiere la cabeza, detrás, contra una piedra. Emite un gemido de dolor y miedo. «¿Quién es?» grita. Debe haber pensado que alguien le ha hecho caer para agredirle. Se vuelve aterrorizado. ¡Nadie! Se levanta. Ahora la sangre gotea también sobre la nuca. El círculo rojo se ensancha en la túnica. No cae al suelo* porque es poca. Se la bebe la túnica. Ya parece puesto al cuello el dogal rojo.

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* No cae al suelo, porque no debía mezclarse (…) con la Sangre purísima del Inocente, como se dice en 603.5.

5 – Anda. Encuentra los restos de la pequeña hoguera que había encendido Pedro al pie de un olivo. Pero no sabe que ha sido obra de Pedro y debe creer que allí ha estado Jesús. Grita: «¡Fuera! ¡Fuera!» y con las dos manos extendidas hacia delante parece rechazar a un fantasma que le atormentara. Huye, para terminar justo contra la piedra de la Agonía.

Ya el alba ha roto, y permite ver bien y pronto. Judas ve el manto de Jesús. Está doblado sobre la piedra. Lo conoce. Quiere tocarlo. Tiene miedo. Alarga y retira la mano. Quiere, no quiere. Pero ese manto le cautiva. Gime: «No, no». Luego dice: «¡Sí, por Satanás! Sí, quiero tocarlo. ¡No tengo miedo!». Dice que no tiene miedo, pero le castañean de terror los dientes, y el ruido producido sobre su cabeza por una rama de olivo que, movida por el viento, choca contra un tronco cercano le hace gritar de nuevo. No obstante, se esfuerza y coge el manto. Se ríe. Una risa de loco, de demonio. Una risa histérica, espasmódica, lúgubre, inacabable, porque ha superado su miedo.

Y de hecho lo dice: «No me das miedo, Cristo. Se acabó el miedo. Tenía mucho miedo de ti porque lo creía un Dios y un hombre fuerte. Ahora ya no me das miedo porque no eres Dios. Eres un pobre loco, un hombre débil. No has sabido defenderte. No me has reducido a cenizas, como tampoco has leído en mi corazón la traición. ¡Mis miedos!… ¡Qué necio! Cuando hablabas, incluso ayer por la noche, creía que sabías; pero no sabías nada. Era mi miedo el que daba tono de profecía a tus palabras corrientes. Eres una nada. Te has dejado vender, identificar, capturar como un ratón en la hura. ¡Tu poder! ¡Tu origen! ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ¡Payaso! ¡El fuerte es Satanás! Más fuerte que Tú. ¡Te ha vencido! ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ¡El Profeta! ¡El Mesías! ¡El Rey de Israel! ¡Y me has tenido subyugado tres años! ¡Con miedo siempre en el corazón! ¡Y tenía que mentir para engañarte con finura cuando quería gozar de la vida! Pero, aunque hubiera robado y fornicado sin toda la astucia que usaba, no me habrías hecho nada. ¡Imbele! ¡Loco! ¡Cobarde! ¡Ten! ¡Ten! ¡Ten! Mi error ha sido no hacer contigo lo que hago con tu manto para vengarme del tiempo en que me has tenido esclavo del miedo. ¡Miedo a un conejo!… ¡Ten! ¡Ten! ¡Ten!».

6 – A cada “¡Ten!” Judas muerde y trata de desgarrar la tela del manto. Le arruga entre sus manos. Pero, al hacer esto, lo desdobla, y aparecen las manchas que lo humedecen. Se le bloquea la furia a Judas. Se fija en esas manchas. Las toca. Las huele. Son sangre… Desdobla todo el manto. Se ven bien las marcas que han dejado las dos manos ensangrentadas cuando apretaban la tela contra la cara.

«¡Ah!… ¡Sangre! ¡Sangre! Su sangre… ¡No!». Judas suelta el manto y mira alrededor. También en la piedra en la que Jesús ha apoyado su espalda cuando el Ángel le consolaba hay una oscura señal de sangre que ya se está secando. «¡Ahí!… ¡Ahí!… ¡Sangre! ¡Sangre!…». Baja los ojos para no ver, y ve la hierba toda roja por la sangre que ha goteado sobre ella y que, por el rocío que la ha mantenido licuada, parece sangre recién vertida. Es roja y brilla bajo los primeros rayos de sol. «¡No! ¡No! ¡No! ¡No quiero verla! ¡No puedo ver esa sangre! ¡Auxilio!», y se lleva las manos a la garganta y gesticula como si se estuviera ahogando en un mar de sangre. «¡Atrás! ¡Atrás! ¡Déjame! ¡Déjame! ¡Maldito! ¡Es un mar de sangre! ¡Cubre toda la Tierra! ¡La Tierra! ¡La Tierra! Y en la Tierra no hay sitio para mí, porque no puedo ver esta sangre que la cubre. ¡Soy el Caín del Inocente!».

Creo que la idea del suicidio ha surgido en este momento en ese corazón. La cara de Judas produce miedo.

7 – Baja del desnivel de un salto y huye por el olivar por otro camino distinto del recorrido para ir. Parece perseguido por fieras. Vuelve a la ciudad. Se envuelve como puede en el manto y trata de cubrirse lo más posible la herida y la cara.

Se dirige al Templo. Pero yendo en esa dirección, en un cruce de calles se encuentra de frente a la gentuza que arrastra a Jesús donde Pilato. No puede retirarse, porque más gente, que acude a ver, le empuja por detrás. Y, siendo alto, por fuerza descuella, y ve. Y encuentra la mirada de Cristo… Las dos miradas se entrelazan un momento. Luego Cristo pasa, atado, recibiendo golpes. Y Judas cae supino, como desvanecido. La masa le pisotea sin piedad, y él no reacciona: debe preferir ser pisoteado por todo un mundo antes que toparse con esa mirada.

8 – Una vez que ha pasado con el Mártir la gritería deicida y la calle está vacía, se levanta y corre hacia el Templo. Choca contra un guardia que está en la puerta del recinto, y casi le derriba. Otros guardias vienen para impedir entrar al energúmeno. Pero él, como un toro furioso, arrolla a todos. A uno que se echa sobre él para impedirle entrar en el aula del Sanedrín, donde están todavía todos reunidos y discutiendo, le agarra por el cuello, aprieta y le arroja abajo por los tres escalones; si no muerto, sin duda, moribundo.

«No quiero vuestro dinero, malditos» grita erguido en medio del aula, en el lugar donde antes estaba Jesús. Parece un demonio de improviso salido del infierno. Ensangrentado, despeinado, encendido por el delirio, echando baba por la boca, las manos como garras, grita, y tan estridente es su voz, ronca, aulladora, que parece que ladra. «Vuestro dinero, malditos, no lo quiero. Habéis sido mi perdición. Me habéis hecho cometer el mayor de los pecados. ¡Maldito soy, maldito como vosotros! He traicionado la Sangre inocente. Caiga sobre vosotros esa Sangre y mi muerte. Sobre vosotros… ¡No! ¡Ay!…». Judas ve el suelo mojado de sangre. «¿También aquí?, ¿también aquí hay sangre? ¡En todas partes! ¡Su sangre está en todas partes! ¿Pero cuánta sangre tiene el Cordero de Dios, para cubrir de este modo la Tierra sin morir! ¡Y yo la he derramado! Por instigación vuestra. ¡Malditos! ¡Malditos! ¡Malditos para siempre! ¡Maldición a estas paredes! ¡Maldición a este Templo profanado! ¡Maldición al Pontífice deicida! ¡Maldición a los sacerdotes indignos, a los doctores falsos, a los fariseos hipócritas, a los judíos crueles, a los escribas arteros! ¡Maldición a mí! ¡A mí! ¡Tened vuestro dinero y que os estrangule el alma como a mí el dogal», y arroja la bolsa a la cara de Caifás y se marcha emitiendo un grito, mientras las monedas suenan desparramándose por el suelo después de haber golpeado a Caifás en la boca haciéndole sangre.

Ninguno se atreve a retenerle.

9 – Sale. Corre por las calles. Y fatalmente vuelve a cruzarse otras dos veces con Jesús, que va a la casa de Herodes y vuelve.

Abandona el centro de la ciudad, entrando al azar por las callejuelas más míseras. Y otra vez acaba en la casa del Cenáculo, que está toda cerrada, como abandonada. Se para. La mira. «¡La Madre!» susurra. «¡La Madre!…» Se queda pensativo… «¡Yo también tengo una madre! ¡Y le he matado un hijo a una madre!… No obstante… Quiero entrar… Volver a ver esa habitación. Allí no hay sangre…» Llama con un golpe en la puerta… otro golpe… otro… La dueña de la casa va a abrir y entreabre la puerta. Una rendija… Al ver a ese hombre desfigurado, irreconocible, lanza un grito y trata de cerrar de nuevo la puerta. Pero Judas, empujando bruscamente con el hombro, la abre de par en par y, arrollando a la mujer aterrada, pasa adentro.

Corre hacia la puertecita que da acceso al Cenáculo. La abre. Entra. Un bonito sol entra por las ventanas, completamente abiertas. Judas suelta un respiro de alivio. Entra en la sala. Aquí todo está en calma y silencioso. Las piezas de la vajilla siguen como las dejaron. Se comprende que hasta ahora nadie se ha ocupado de ello. Se podiría pensar que vayan a sentarse personas a la mesa. A ésta se acerca Judas. Mira si hay vino en las ánforas. Hay. Beve ávidamente rectamente del ánfora, levantándola con las dos manos. Luego se deja caer sentado. Apoya la cabeza sobre los brazos cruzados, encima de la mesa. No se da cuenta de que se ha sentado justo en el sitio de Jesús y que tiene delante el cáliz usado para la Eucaristía. Está inmóvil un rato, hasta que el jadeo de esta gran carrera se calma. Luego levanta la cabeza. Ve el cáliz. Y reconoce dónde se ha sentado.

Se levanta como poseído. Pero el cáliz le cautiva. Un poco de vino rojo hay todavía en el fondo, y el sol, hiriendo el metal ‑ parece plata­ – enciende ese líquido. «¡Sangre! ¡Sangre! ¡Sangre también aquí! ¡Su Sangre! ¡Su Sangre!… “¡Haced esto en memoria mía!… Tomad y bebed. Ésta es mi Sangre… La Sangre del nuevo testamento, que será derramada por vosotros…”. ¡Ay! ¡Maldición a mí! Por mí ya no puede ser derramada para remisión de mi pecado. No pido perdón porque Él no puede perdonarme. ¡Fuera, fuera! No existe ya ningún lugar donde el Caín de Dios pueda conocer la paz. ¡La muerte! ¡La muerte!…».

10 – Sale. Se encuentra a María enfrente, en pie, en la puerta de la habitación donde Jesús la ha dejado. Ella, al oír un ruido, se ha asomado, quizá esperando ver a Juan, que falta desde hace muchas horas. Está pálida como una desangrada. Sus ojos, por el dolor, son todavía más parecidos a los de su Hijo. Judas se encuentra con esa mirada que le mira con la misma afligida y consciente cognición con que Jesús le ha mirado en la calle, y, con un «¡oh!» cargado de miedo, se pega a la pared.

«¡Judas!» dice María, «Judas, ¿qué has venido a hacer?». Las mismas palabras de Jesús. Y dichas con amor doloroso, Judas !as recuerda y grita.

«Judas» repite María, «¿qué es lo que has hecho? ¿A tanto amor has correspondido traicionando?». La voz de María es caricia trémula.

Judas hace ademán de huir. María le llama con una voz que hubiera debido convertir a un demonio. «¡Judas! ¡Judas! ¡Deténte! ¡Deténte! ¡Escucha! Te lo digo en su nombre: arrepiéntete, Judas; Él perdona…». Judas ya ha huido.

La voz de María, su aspecto, han sido el golpe de gracia, es decir, de desgracia, porque él la resiste.

Va a todo correr. Se topa con Juan, que viene raudo hacia la casa a recoger a María. La sentencia está pronunciada. Jesús va a salir para el Calvario. Es hora de llevar a la Madre donde el Hijo.

Juan reconoce a Judas, a pesar de que quede bien poco del bien parecido Judas de poco tiempo antes. «¿Tú aquí?» le dice Juan con visible repulsa. «¿Tú aquí? ¡Maldito seas, asesino del Hijo de Dios! El Maestro ha sido condenado. Alégrate, si puedes. Pero deja libre el camino, que voy a recoger a la Madre; que Ella, tu otra Víctima, no te vea, reptil».

11 – Judas huye. Lleva envuelta la cabeza en los harapos del manto. Ha dejado sólo una abertura para los ojos. La gente, la poca gente que no ha ido hacia el Pretorio, se aparta como si viera a un loco; y es lo que parece.

Vaga por los campos. El viento, de vez en cuando, trae el eco del clamor de la turba, que sigue imprecando contra Jesús. Y Judas, ca­da vez que este eco le llega, lanza un grito parecido al aullido de un chacal.

Creo que realmente ha enloquecido, porque va, rítmicamente, golpeando la cabeza contra los muretes de piedra; o es que está hi­drófobo, porque cuando ve un líquido cualquiera (agua, o la leche que lleva un niño en un recipiente, o el aceite que rezuma de un odre) emite un chillido, emite un chillido y grita: «¡Sangre! ¡Sangre! ¡Su Sangre!». Quisiera beber en los regatos y en las fuentes. No puede porque el agua le parece sangre, y lo dice: «¡Es sangre! ¡Es san­gre! ¡Me ahoga! ¡Me quema! ¡Llevo fuego dentro! Su Sangre, la que me ha dado ayer, se ha transformado en fuego dentro de mí! ¡Maldi­ción a mí y a ti!».

12 – Sube y baja por las lomas que rodean Jerusalén. Y su mirada, sin que pueda evitarlo, se le va hacia el Gólgota. Dos veces ve la fila que serpea por la subida. Mira y grita.

Ya está en la cima. También Judas está en la cima de un pequeño collado cubierto de olivos. Ha entrado en él abriendo una barrera rústica como si él fuera el amo, o, por lo menos, como conociendo bien el lugar. Bueno, tengo la impresión de que Judas no tenía mu­cho respeto por la propiedad ajena. Erguido, debajo de un olivo que está en el límite de un ribazo, mira hacia el Gólgota. Ve que levantan las cruces y comprende que Jesús ha sido crucificado. No puede ver ni oír, pero el delirio o un maleficio de Satanás le hacen ver y oír co­mo si estuviera en la cima del Calvario.

Mira, mira como alucinado. Gesticula violentamente: «¡No! ¡No! ¡No me mires! ¡No me hables! No lo soporto. ¡Muere, muere, maldito! Que la muerte te cierre esos ojos que me dan miedo, esa boca que me maldice. Pero yo también te maldigo, porque no me has salvado».

La cara está tan desfigurada que ya uno no puede mirarla. Dos hilos de baba cuelgan de la boca, de esa boca que grita. La mejilla mordida está amoratada e hinchada, de forma que la cara se ve de­formada. El pelo apelmazado. La barba, muy obscura, que ha crecido en los carrillos durante esas horas, dibuja en éstos y en el mentón una mordaza lúgubre. ¿Y los ojos!… Giran, se mueven espasmódicos, tienen fosforescencia. Como un verdadero demonio.

13 – Arranca de su cintura el cordón de ruda lana roja que le ciñe con tres vueltas. Prueba su solidez enroscándolo en torno a un olivo y tirando con toda su fuerza. Resiste. Es fuerte.

Elige un olivo que valga para ese fin. Bien, éste es adecuado, este de copa enmarañada que sobresale del límite del ribazo. Trepa al árbol. Asegura fuertemente un cabo a la rama más fuerte y que más sobresale hacia el vacío. Yo ha hecho el nudo corredizo. Mira por última vez hacia el Gólgota. Luego mete la cabeza en el nudo corredizo. Ahora parece tener dos collares rojos en la base del cuello. Se sienta en el límite del ribazo. Luego, de golpe, se deja caer en el vacío.

El nudo le estrangula. Forcejea unos minutos. Pone en blanco los ojos, se pone negro por la asfixia, abre la boca, las venas del cuello se hinchan, se ponen negras. Pega cuatro o cinco patadas al aire en las últimas convulsiones. Luego la boca se abre para pender de ella la lengua obscura y babosa. Los globos oculares quedan al descubierto, saltones, mostrando el bulbo blanquecino inyectado de sangre. El iris desaparece hacia arriba. Está muerto.

El fuerte viento que se ha levantado por la inminente borrasca cimbrea el macabro péndulo y lo hace girar como una horrenda araña colgando del hilo de su telaraña.

La visión termina así. Y espero olvidarme pronto de todo esto, porque le aseguro que es una visión horrenda.


Visiones – parte 3

14 – Dice Jesús:

«Horrenda, pero no inútil. Demasiados creen que Judas cometió una cosa de poca importancia. Es más, algunos llegan a catalogarle de benemérito, pues – dicen, sin él la Redención no se habría producido, y, por tanto, está justificado ante Dios.

En verdad os digo que si el Infierno no hubiera existido con una existencia perfecta en cuanto a los tormentos, habría sido creado para Judas, incluso más horrendo y eterno. Porque de todos los pecadores y réprobos él es el mayor réprobo y pecador; y para él no habrá, por los siglos de los siglos, mitigación en la condena.

El remordimiento habría podido incluso salvarle, si hubiera hecho del remordimiento un arrepentimiento. Pero no quiso arrepentirse, sino que al primer delito de traición, del que todavía la gran misericordia que es mi amorosa debilidad podía compadecerse; unió blasfemias, resistencias a las voces de la Gracia que todavía querían hablarle a través de los recuerdos, de los sentimientos de terror, a través de mi Sangre y mi manto, a través de mi mirada, a través de los restos de la Eucaristía instituida, a través de las palabras de mi Madre.

Opuso resistencia a todo. Quiso resistir, de la misma manera que había querido traicionar y quiso maldecir y quiso suicidarse.

15 – Lo que cuenta en las cosas es la voluntad, tanto en el bien como en el mal.

Cuando uno cae sin voluntad de caer, Yo perdono. Fíjate en Pedro. Negó. ¿Por qué? Ni siquiera él lo sabía exactamente. ¿Era cobarde Pedro? No. Mi Pedro no era cobarde. Contra la turba y los guardias del Templo había tenido el valor de herir a Malco para defenderme, y se expuso a que le mataran por esto. Luego huyó, sin tener la voluntad de hacerlo; luego negó, sin tener la voluntad de hacerlo. Bien supo después permanecer y caminar por el sangriento camino de la Cruz, por mi Camino, hasta llegar a la muerte de cruz. Bien supo después dar testimonio de mí, hasta el punto de que le mataron por su fe intrépida. Yo defiendo a mi Pedro. Aquello fue el último vahído de su humanidad. Pero en aquel momento no estaba presente la voluntad espiritual: ofuscada por el peso de la humanidad, dormía; cuando se despertó, no quiso permanecer en el pecado y quiso ser perfecta. Yo le perdoné en seguida.

16 – Judas no quiso. Dices que parecía loco e hidrófobo. Lo estaba, de rabia satánica.

Su terror al ver al perro, animal raro especialmente en Jerusalén, le vino de que desde tiempo inmemorial se atribuía a Satanás esa forma de aparecerse a los mortales. En los libros de magia se dice incluso ahora que una de las formas preferidas por Satanás para aparecerse es la de un perro misterioso o la de un gato o de un macho cabrío. Judas, ya a merced del terror nacido por causa de su delito, convencido de ser de Satanás por su delito, vio a Satanás en aquel animal callejero.

El culpable ve en todo sombras de miedo. Las crea la conciencia. Y luego Satanás azuza estas sombras que todavía podrían dar el arrepentimiento a un corazón y hace de ellas espectros horrendos que llevan a la desesperación. Y la desesperación lleva al último delito, al suicidio.

¿De qué sirve arrojar el precio de la traición, si este despojo es sólo el fruto de la ira y no está corroborado por una recta voluntad de arrepentimiento? En este último caso, despojarse de los frutos del mal se hace meritorio. Pero así, como lo hizo él, no. Sacrificio inútil.

17 – Mi Madre, y era la Gracia la que hablaba y mi Tesorera la que ofrecía perdón en mi Nombre, se lo dijo: “Arrepiéntete, Judas. Él perdona… “.

¡Oh, claro que le habría perdonado! Si se hubiera arrojado a los pies de mi Madre diciendo: “¡Piedad!”, Ella, la Compasiva, le habría recogido como a un herido y en las heridas satánicas de Judas, por las cuales el Enemigo le había inoculado el Delito, habría derramado su llanto salvífico y me le habría traído, a los pies de la Cruz, de la mano para que Satanás no pudiera aferrarlo ni los discípulos atacarle; me lo habría traído para que mi Sangre cayera antes que sobre otros sobre él, el mayor de los pecadores. Y habría estado Ella ‑ Sacerdotisa admirable ante su altar ‑ entre la Pureza y la Culpa, porque es Madre de los vírgenes y de los santos, pero también es Madre de los pecadores.

Pero él no quiso.

18 – Meditad sobre el poder de la voluntad, de la cual sois árbitros absolutos. Por ella podéis recibir el Cielo o el Infierno. Meditad sobre lo que quiere decir persistir en la culpa.

El Crucificado, Aquel que está con los brazos abiertos y clavados para deciros que os ama, y que no quiere, no puede, castigaros porque os ama, y prefiere negarse el poder abrazaros; único dolor de su estar clavado, antes que tener la libertad de castigaros, ese Crucifcado que es objeto de divina esperanza para los que se arrepienten y quieren liberarse del pecado, se transforma para los impenitentes en objeto de un horror tal, que los hace blasfemar y usar la violencia contra sí mismos. Son éstos verdugos de su propio espíritu y cuerpo por su persistencia en el pecado. Y el aspecto del Manso, que se dejó inmolar con la esperanza de salvarlos, asume la apariencia de un espectro de horror.

19 – María, te has quejado de esta visión. Pero es el Viernes de Pasión, hija. Debes sufrir. A los sufrimientos por mis sufrimientos y los de María, debes unir los tuyos por la amargura de ver a los pecadores seguir siendo pecadores. Ha sido éste un sufrimiento nuestro. Debe serlo tuyo. María sufrió, y sufre todavía, por esto, como por mis torturas. Por eso debes sufrir esto. Ahora descansa. Dentro de tres horas serás enteramente mía y de María. Te bendigo, violeta de mi Pasión y pasiflora de María».

606. Jesús y Maria son la antítesis de Adán y Eva. Judas Iscariote es el nuevo

Caín. La verdadera evolución del hombre es la de su espíritu.

2 de abril de 1944. Domingo de Ramos.

1 – Dice Jesús:

«La pareja Jesús – Maria es la antítesis de la pareja Adán – Eva*. Es la destinada a anular toda la actuación de Adán y Eva y poner a la Humanidad de nuevo en el punto en que estaba cuando fue creada: una Humanidad rica en gracia y en todos los dones que el Creador le otorgó. La Humanidad ha experimentado una total regeneración por la obra de la pareja Jesús – Maria, quienes, así, han venido a ser los nuevos Fundadores de la Humanidad. Todo el tiempo precedente ha quedado anulado. El tiempo y la historia del hombre se cuentan a partir de este momento en que la nueva Eva, por una inversión de términos en la creación, forma de su seno inviolado, por obra del Señor Dios, al nuevo Adán.

Pero para anular las obras de los dos Primeros, causa de mortal enfermedad, de perpetua mutilación, de empobrecimiento (más: de indigencia espiritual, porque

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* pareja Adán-Eva protagonista de Génesis 1, 2 – 2, 7 – 3; 4, 1-16. 25-26, incluida en ello la historia de Caín y Abel a que se hace referencia más abajo.

Después del pecado Adán y Eva se encontraron despojados de todo lo que les había donado, riqueza infinita, el Padre Santo), estos Segundos tuvieron que obrar en todo y por todo, de forma opuesta a la en que obraron los dos Primeros. Por tanto, llevar la obediencia hasta la perfección que se aniquila y se inmola en la carne, en el sentimiento, en el pensamiento, en la voluntad, para aceptar todo lo que Dios quiere. Por tanto, llevar la pureza a una castidad absoluta, por la cual la carne… ¿qué fue la carne para Nosotros dos, puros?: velo de agua sobre el espíritu triunfante, caricia de viento sobre el espíritu rey, cristal que aísla al espíritu ;señor y no lo corrompe, impulso que eleva y no peso que oprime; esto fue la carne para Nosotros: menos pesada y susceptible de ser sentida que un vestido de lino, leve substancia interpuesta entre el mundo y el esplendor del yo sobrehumanado, medio para poner por obra aquello que Dios quería; nada más.

2 – ¿Poseímos el amor? Cierto que sí. Poseímos el “perfecto amor”. No es, hombres, amor el hambre carnal que os mueve, ávidos, a saciaros de una carne. Eso es lujuria. Nada más. Esto es tan cierto, que amándoos así; vosotros lo consideráis amor; no sabéis compadeceros recíprocamente, ayudaros, perdonaros. ¿Qué es, entonces, vuestro amor? Es odio. Es únicamente delirio paranoico que os mueve a preferir el sabor de pútridos alimentos antes que el sano, fortalecedor alimento de selectos sentimientos.

Nosotros tuvimos el “perfecto amor”. Nosotros, los castos perfectos. Este amor abrazaba a Dios en el Cielo y, a Él unido, como lo están las ramas con el tronco que las nutre, se extendía y descendía distribuyendo magnánimamente descanso, protección, alimento, consuelo, para la Tierra y sus habitantes. Ninguno estaba excluido de este amor. Ni nuestros semejantes ni los seres inferiores ni la naturaleza herbácea ni las aguas ni los astros; ni siquiera los malos quedaban excluidos de este amor. Porque éstos seguían siendo – aunque fuera muertos – miembros del gran cuerpo de la Creación y, por tanto, veíamos en ellos la santa efigie del Señor (aunque fuera, a causa de su maldad, una efigie deformada y ensuciada) que los había formado a su imagen y semejanza.

Nosotros amamos: gozando con los buenos; llorando por los no buenos; orando, amor fáctico que se manifiesta impetrando y obteniendo protección para aquel a quien amamos ‑ orando por los buenos para que fueran cada vez mejores y que fueran acercándose cada vez más a la perfección del Bueno que desde el Cielo nos ama; orando por los que vacilaban entre la bondad y la maldad, para que se fortalecieran y supieran perseverar en el camino santo; orando por los malos, para que la Bondad hablara a su espíritu (incluso abatiéndolos con un rayo de su poder, pero convirtiéndolos al Señor su Dios). Nosotros amamos así, como ningún otro amó. Llevamos el amor a las cimas de la perfección para colmar con nuestro océano de amor el abismo excavado por el desamor de los Primeros, que se amaron a sí mismos más que a Dios, queriendo tener más de lo que era lícito, para ser superiores a Dios.

3 – Por tanto, Nosotros tuvimos que unir a la pureza, a la obediencia, a la caridad, al desapego de todas las riquezas de la Tierra (carne, poder, dinero: el trinomio de Satanás opuesto al trinomio de Dios, o sea, fe, esperanza, caridad) y oponer al odio, a la lujuria, a la ira, a la soberbia (las cuatro pasiones perversas, antítesis de las cuatro virtudes santas: fortaleza, templanza, justicia, prudencia), tuvimos que unir y oponer una constante práctica de todo lo que se oponía al modo de actuar de la pareja Adán – Eva. Y si mucho nos resultó ‑ por nuestra buena voluntad sin límites, incluso fácil, sólo el Eterno sabe cuán heroico nos resultó esta práctica en ciertos momentos y en ciertos casos.

Aquí sólo quiero hablar de uno de estos momentos. Y de mi Madre, no mío; de la nueva Eva, la cual ya había rechazado desde sus más tiernos años las lisonjas usadas por Satanás para seducirla a morder el fruto y probar aquel sabor que había desquiciado a la compañera de Adán; la nueva Eva que no se había limitado a rechazar a Satanás, sino que le había vencido aplastándole bajo una voluntad de obediencia, de amor, de castidad tan grandes, que él, el Maldito, había resultado aplastado y subyugado.

¡No, ciertamente Satanás no puede alzarse de debajo del calcañar de mi Madre Virgen! Suelta baba y arroja espuma, ruge y blasfema. Pero su baba cae hacia abajo y su grito no toca a esa atmósfera que envuelve a mi Santa, que no siente hedor ni risas burlonas demoniacas, que no ve, ni siquiera ve, la asquerosa baba del Reptil eterno, porque las armonías celestes y los celestes aromas danzan alrededor de Ella enamorados en torno a su bella y santa persona y porque su mirada, más pura que la azucena y más enamorada que la de la paloma arrulladora, mira sólo a su Señor eterno, de quien es Hija, Madre y Esposa.

4 – Cuando Caín mató a Abel, la boca de su madre profirió las maldiciones que su espíritu, separado de Dios, le sugería contra su prójimo más íntimo: el hijo de sus entrañas profanadas por Satanás y embrutecidas por el intemperado deseo. Y esa maldición fue la mancha en el reino de lo moral humano, de la misma forma que el delito de Caín fue la mancha en el reino de lo animal humano. Sangre sobre la Tierra, derramada por mano fraterna. La primera sangre, que atrae, como milenario imán, toda la sangre que, extraída de las venas del hombre, la mano del hombre derrama. Maldición sobre la Tierra, proferida por boca humana. Como si la Tierra no estuviera ya suficientemente maldecida por causa del hombre rebelde contra su Dios y hubiera necesitado conocer los abrojos y las espinas y la dureza de los terrones, de las sequías, de los granizos, de los hielos, del sol tórrido; esa Tierra que había sido creada perfecta, servida por elementos perfectos para que fuera morada fácil y hermosa para el hombre, su rey.

María debe anular a Eva. María ve al segundo Caín: Judas. María sabe que es el Caín de su Jesús: del segundo Abel. Sabe que la sangre de este segundo Abel ha sido vendida por ese Caín y ya está siendo derramada. Pero no maldice. Ama y perdona. Ama y llama.

¡Oh, maternidad de María mártir! ¡Maternidad tan sublime como esa maternidad tuya virgínea y divina! Esta última ha sido don de Dios, pero la primera, Madre santa, Corredentora, ha sido un don tuyo para ti, porque sólo tú supiste, en aquella hora, quebrantado tu corazón por los flagelos que me habían desgarrado las carnes, decir a Judas esas palabras; solamente tú supiste en aquella hora, mientras sentías ya la cruz partirte el corazón, amar y perdonar.

5 – María: la nueva Eva. Ella os enseña la nueva religión que lleva al amor hasta el punto de perdonar a quien mata a un hijo. No seáis como Judas, que cierra su corazón ante esta Maestra de Gracia y se desespera diciendo: “Él no me puede perdonar”, poniendo en duda las palabras de la Madre de la Verdad, y, por tanto, mis palabras, que siempre habían repetido que Yo había venido para salvar y no para condenar. Para perdonar a aquel que, arrepentido, viniera a mí.

María: la nueva Eva, recibió también de Dios un nuevo Hijo “en vez de Abel, matado por Caín”. Pero no lo tuvo a través de una hora de alegría animal adormecedora del dolor con los vapores de la sensualidad y el cansancio del contentamiento. Lo tuvo en una hora de dolor total, al pie de un patíbulo, entre los estertores del Moribundo, que era su Hijo, entre los improperios de una multitud deicida y en medio de una desolación inmerecida y total, porque ya Dios tampoco la consolaba.

La vida nueva empieza para la Humanidad y para cada uno de los seres humanos en María. En sus virtudes y en su modo de vivir, está vuestra escuela. Y en su dolor, que tuvo todos los aspectos, incluso el del perdón al que entregó a la muerte a su Hijo, está vuestra salvación».

6 – Dice Jesús: «Un día volveré a hablarte sobre Caín y los Primeros Padres. Hay mucho que decir y en qué meditar a este respecto».

5 de abril de 1944.

7 – Dice Jesús:

«En el Génesis se lee: “Entonces Adán, siendo su mujer la madre de todos los vivientes, le puso el nombre de Eva”.

¡Oh, sí! La mujer había nacido de la “Varona” que Dios había formado para que fuera compañera de Adán, sacándola de la costilla del hombre. Había nacido con su destino doloroso porque había querido nacer*. Porque había querido conocer aquello que Dios le había ocultado reservándose la alegría de darle el gozo de la posteridad sin desdoro sensual. La compañera de Adán quiso conocer el bien que se oculta en el mal y, sobre todo, el mal que se oculta en el bien, en el bien aparente. Seducida por Lucifer, tendió a conocer aquello que sólo Dios podía conocer sin peligro, y se hizo creadora. Pero, usando indignamente esta fuerza de bien, la había

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* había querido nacer, porque la Varona (la mujer sacada del hombre) pasó a ser Eva (la madre de todos los vivientes) como consecuencia del pecado que quiso cometer.

Corrompido transformándola en acto malo, pues que era desobediencia a Dios y malicia y avidez de la carne.

Ya era ella la “madre”. ¡Llanto infinito de las cosas en torno a la inocencia de su reina profanada! ¡Y llanto desolado de la reina ante esa profanación suya, cuya entidad y cuya imposible anulación comprende! Si las tinieblas y los cataclismos acompañaron la muerte del Inocente, también tinieblas y fuerte tormenta acompañaron a la muerte de la Inocencia y de la Gracia en los corazones de los Progenitores. Había nacido el Dolor en la Tierra. Y la Providencia de Dios no quiso que fuera eterno; de forma que os da, después de años de dolor, la alegría de salir del dolor para entrar en la alegría, si sabéis vivir con corazón recto.

¿Qué desdicha para el hombre si se hubiera hecho humanamente dueño de la vida, viviendo con el recuerdo de sus delitos y con el continuo aumento de éstos, pues que vivir sin pecar os es más imposible que vivir sin respirar, oh criaturas que habíais sido creadas para conocer la Luz y que, por el contrario, fuisteis envenenados por la Tiniebla, que de sí misma os envenenó y os hizo de sí víctimas! ¡La Tiniebla! La Tiniebla os insidia continuamente. Os envuelve, y suscita de nuevo aquello que el Sacramento había borrado; y, dado que no le oponéis la voluntad de ser de Dios, logra envenenaros otra vez con el veneno que el Bautismo había hecho inocuo.

8 – Dios Padre alejó al hombre, de cuya desobediencia los signos eran manifiestos, del lugar de las delicias paradisíacas, para que no pecase otra vez, y más veces, alzando la mano ladrona hacia el árbol de Vida. El Padre ya no se podía fiar de sus hijos, ni sentirse seguro en su terrestre Paraíso. Satanás había entrado ya una vez, para insidar a sus criaturas predilectas, y, si había podido inducirlos al pecado cuando eran inocentes, con mayor holgura habría podido repetirlo ahora que ya no lo eran.

El hombre había querido poseer todo, no dejando a Dios el tesoro de ser el Generador. Que se marchara, pues, este rey abatido y despojado de sus dones; que se fuera con su riqueza, obtenida con violencia, y que se la llevara consigo a la tierra de exilio, para que le recordara siempre su pecado. La criatura paradisíaca había venido a ser criatura terrestre. Y habrían de pasar siglos de dolor para que el Único que podía extender su mano hacia el fruto de la Vida viniera y recogiera ese fruto para toda la Humanidad; lo recogiera con sus manos atravesadas y se lo diera a los hombres para que volvieran a ser coherederos del Cielo y volvieran a poseer la Vida que no muere nunca.

9 – Dice también el Génesis: “Adán después conoció a su mujer Eva”.

Habían querido conocer los secretos del bien y del mal. Justo era que conocieran ahora también el dolor de deber reproducirse en la carne con la ayuda directa de Dios sólo para aquello que el hombre no puede crear, o sea, para el espíritu, chispa que parte de Dios, soplo que infunde Dios, sello que en la carne pone el signo del Creador eterno. Y Eva dio a luz a Caín.

Eva estaba cargada de su pecado. Llamo aquí vuestra atención acerca de un hecho que a la mayoría les pasa desapercibido. Eva estaba cargada de su pecado. Y el dolor todavía no había sido sufrido en medida suficiente para disminuir su pecado. Como un organismo cargado de toxinas, ella había transmitido a su hijo todo aquello que en ella pululaba. Y Caín, primer hijo de Eva, había nacido duro, envidioso, iracundo, lujurioso, perverso, poco diferente a las bestias en lo relativo al instinto, mucho más animalesco que las bestias en lo relativo a lo sobrenatural, porque en su yo feroz negaba respeto a Dios, a quien miraba como a un enemigo, considerando que le era lícito no darle culto sincero. Satanás le azuzaba a burlarse de Dios. Y quien escarnece a Dios no respeta a nadie en el mundo. De forma que los que están en contacto con los despreciadores del Eterno conocen la amargura del llanto porque no pueden esperar un amor reverente en su prole, ni una seguridad de amor fiel en el consorte, ni una certeza de amistad leal en el amigo.

Numerosas lágrimas surcaron el rostro de Eva y asenderearon su corazón por la dureza del hijo, y pusieron en su corazón el germen del arrepentimiento; numerosas lágrimas que le obtuvieron una disminución de la culpa, porque Dios, ante el dolor de quien se arrepiente, perdona. Y la madre lavó en el llanto el alma de su segundogénito, que fue dulce, respetuoso para con sus padres, devoto hacia el Señor suyo, cuya omnipotencia sentía descender radiante de los Cielos: era la alegría de la mujer caída.

Pero el camino del dolor de Eva debía ser largo y penoso, proporcionado a su camino en la experiencia pecaminosa: en éste, estremecimiento de concupiscencia; en aquél, estremecimiento de aflicción; en éste, besos; en aquél, sangre; de éste, un hijo; de aquél, la muerte de un hijo, la de su predilecto (predilecto por su bondad). Abel se hace instrumento de purificación para la culpable. ¡Pero qué purificación tan dolorosa, que llenó con sus desgarradores gritos la Tierra aterrorizada por el fraticidio, y que mezcló las lágrimas de una madre con la sangre de un hijo, mientras huía perseguido por su remordimiento aquel que, enemistado con Dios y con su hermano, al que Dios amaba, la había derramado!

10 – Dice el Señor a Caín: “¿Por qué andas irritado?”. ¿Por qué, si faltas contra mí, te irritas porque no te miro benigno.

¡Cuántos Caínes hay en la Tierra! Me tributan un culto de desprecio, un culto hipócrita, o no me tributan ningún culto, y quieren que los mire con amor y los colme de felicidad.

Dios es vuestro Rey, no vuestro siervo. Dios es vuestro Padre, pero un padre no es nunca un siervo, si se juzga según justicia. Dios es justo. Vosotros no lo sois, pero Él sí lo es. Y no puede, pues que os colma de sus beneficios de manera desmedida por el sólo hecho de que le améis un poco, no daros, pues que tanto le despreciáis – sus castigos. La Justicia no conoce dos vías. Su vía es única. Esto hacéis, esto recibís. Si sois buenos, recibís el bien; si sois malos, recibís el mal. Y – creedlo, siempre sobrepasa con mucho el bien que tenéis al mal que deberíais recibir por vuestra manera de vivir, en rebelión contra la Ley divina.

11 – Dios dijo: “¿No es verdad que si haces el bien recibirás el bien y que si haces el mal el pecado se presentará inmediatamente ante tu puerta?”. En efecto, el bien lleva a una constante elevación espiritual y capacita cada vez más para cumplir un bien cada vez mayor, hasta alcanzar la perfección y hacerse santos; por el contrario, basta ceder al mal para degradarse y alejarse de la perfección, y conocer la servidumbre del pecado que entra en el corazón y hace descender a éste, por grados, a una sucesiva y cada vez mayor culpabilidad.

“Pero” sigue diciendo Dios “pero tendrás debajo de ti el deseo del pecado, y debes dominarlo”. Sí, Dios no os ha hecho esclavos del pecado; las pasiones están debajo de vosotros, no encima de vosotros. Dios os ha dado inteligencia y fuerza para dominaros. Incluso a los primeros hombres, castigados por el rigor de Dios, les dejó Dios inteligencia y fuerza moral. Y, desde que el Redentor ha consumado por vosotros el Sacrificio, tenéis, como ayuda de la inteligencia y fuerza, los ríos de la Gracia, y podéis, y debéis, dominar el deseo del mal. Con vuestra voluntad fortalecida por la Gracia, debéis hacerlo. Por esto los ángeles de mi Nacimiento le cantaron a la Tierra: “Paz a los hombres de buena voluntad”. Yo venía para traer de nuevo la Gracia a los hombres. Mediante la unión de la Gracia con la buena voluntad, los hombres tendrían la Paz. La Paz: gloria del Cielo de Dios.

12 – “Y Caín dijo a su hermano: ‘Vamos afuera’ “. Una mentira que celaba bajo la sonrisa una traición asesina. La delincuencia siempre practica la mentira, respecto a sus víctimas y respecto al mundo al que trata de engañar; y quisiera engañar incluso a Dios. Pero Dios lee los corazones.

“Vamos afuera”. Muchos siglos después, uno dijo: “Salve, Maestro”, y le besó. Los dos Caínes escondieron el delito bajo una apariencia inocua y dieron rienda suelta a su envidia, a su ira, a su abusiva violencia y a todos sus malvados instintos, descargando todo ello sobre la víctima porque no se habían dominado a sí mismos; antes bien, habían hecho esclavo su espíritu del propio yo corrompido.

Eva asciende por el camino de la expiación, Caín desciende por el camino del infierno, y en éste le hunde la desesperación que de él se apodera; y con la desesperación ‑ último golpe mortal asestado al espíritu ya languideciente por su delito ‑ viene el miedo físico, vil, del castigo humano. El que ya no es ser que el Cielo lleve en su memoria, ese hombre de alma muerta, animal es que se estremece por su vida animal. La muerte, cuyo aspecto es sonrisa para los justos, porque por ella van a la alegría de la posesión de Dios, terror es para los que saben que morir quiere decir pasar para siempre del infierno del corazón al infierno de Satanás. Y, como alucinados, ven por todas partes venganza ya pronta para descargarse contra ellos.

13 – Pero sabed -hablo a los justos- sabed que si el remordimiento y las tinieblas de un corazón culpable permiten y fomentan las alucinaciones del pecador, a ninguno le es lícito erigirse como juez de su hermano, y mucho menos erigirse como justiciero. Sólo uno es Juez: Dios. Y si la justicia del hombre ha creado sus propios tribunales, éstos tienen la misión de administrar justicia, y ¡ay de los que profanen ese nombre y juzguen movidos por estímulo pasional propio o por presión de poderes humanos!

¡Maldición para aquel que se haga justiciero privado de un semejante suyo! Pero ¡maldición aún mayor para el que sin factores de impulsivo encono, sino movido por frío cálculo humano, consigna a su semejante, sin justicia, a la muerte o al deshonor de la cárcel! Porque si el que mate al que mató recibirá un castigo siete veces mayor -como dijo el Señor que sucedería al que matara a Caín- el que sin justicia condene, movido de servidumbre hacia Satanás enmascarado de Pujanza humana, recibirá setenta y siete veces el rigor de Dios.

Esto tendríais que tenerlo siempre presente, especialmente en estos tiempos*, hombres que os matáis los unos a los otros para hacer de los caídos la base de vuestro triunfo, y no sabéis que lo que hacéis es excavar bajo vuestros pies la trampa en que os hundiréis maldecidos por Dios y por los hombres; porque Yo dije: “¡No matarás!”.

14 – Eva sube por su camino de expiación. El arrepentimiento va creciendo en ella ante las pruebas de su pecado. Quiso conocer el bien y el mal. Y el recuerdo del bien perdido es para ella como el recuerdo del Sol para uno que, al improviso, hubiera quedado cegado. El mal está ante ella en los despojos del hijo asesinado; y alrededor, por el vacío creado por el hijo homicida y fugitivo. Y nace Set. Y de Set Enós. El primer sacerdote.

Hincháis vuestra mente con los humos de vuestra ciencia y habláis de evolución como de un signo de vuestra formación espontánea. El hombre, animal, evolucionando, se hará superhombre: esto decís. Sí, así es, pero a mi manera, en mi campo, no en el vuestro; no pasando de la condición de cuadrúmanos a la de hombres, sino de la de hombres a la de espíritus: cuanto más crezca el espíritu, más evolucionaréis.

Vosotros, que habláis de glándulas y os llenáis la boca hablando de hipófisis o pineal y ponéis en ella la sede de la vida -tomada ésta no en el tiempo en que la vivís, sino en los tiempos que han precedido y seguirán a vuestra vida actual- sabed que la verdadera glándula vuestra, la que hace de vosotros los posesores eternos de la Vida, es el espíritu vuestro. Cuanto más esté éste desarrollado, más poseeréis las luces divinas y más evolucionaréis de hombres a dioses, inmortales dioses, y obtendréis de este modo, sin contravenir al deseo de Dios, a su mandato sobre el árbol de la Vida, la posesión de esta Vida, justamente en la manera en que Dios quiere que la poseáis, pues que Él para vosotros la creó eterna y refulgente, abrazo beatífico con esa eternidad que os absorbe y os comunica sus propiedades.

Cuanto más desarrollado esté el espíritu, más conoceréis a Dios.

15 – Conocer a Dios quiere decir amarle y servirle y, por tanto, ser capaces de invocarle para uno mismo y para los demás. Venir a ser, pues, los sacerdotes que desde la Tierra oran por los hermanos. Porque es sacerdote el consagrado, sí, pero también lo es el

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* especialmente en estos tiempos, porque en 1944 aún ardía la segunda guerra mundial.

Creyente convencido, amoroso, fiel; y lo es, sobre todo, esa alma víctima que por un impulso de caridad se inmola a sí misma.

No es el hábito, sino el corazón, lo que Dios observa. Y en verdad os digo que ante mis ojos aparecen muchos tonsurados que de sacerdotal sólo tienen la tonsura, y muchos laicos en que la Caridad, que los posee y por la que se dejan consumir, es el Óleo de la ordenación que hace de ellos sacerdotes míos, anónimos a los ojos del mundo, pero conocidos por mí, que los bendigo»

607. Juan va a recoger a la Madre.

110,30 del Viernes Santo de 1944 (7, 4-44): hora que mi interno consejero me señala como la hora en que Juan fue donde María.

Veo al predilecto, más pálido aún que cuando estaba con Pedro en el patio de Caifás. Quizás porque allí la luz del fuego proyectaba un cálido reflejo en su cara. Ahora se le ve ajado, como por causa de una grave enfermedad, y como exangüe. Su cara está tan intensamente pálida -lívida palidez- que emerge de la túnica malva como la de un ahogado. Y tiene los ojos empañados. El pelo, mate; despeinado. La barba, que ha asomado en esas horas, le pone un velo claro en las mejillas y el mentón, y, siendo rubia clara, da a aquéllas un aspecto aún más pálido. No queda en él nada del dulce y alegre Juan, como tampoco del inquieto Juan que poco antes, con un acceso encendido de desdén en el rostro, a duras penas se ha contenido de pegar a Judas.

Llama a la puerta de la casa y, como si desde dentro alguien, temeroso de encontrarse otra vez a Judas, preguntara que quién llama, responde: «Soy Juan». La puerta se abre y él entra.

También él va inmediatamente al cenáculo, sin responder a la dueña de la casa, que le ha preguntado: «¿Pero qué está pasando en la ciudad?».

Se cierra dentro y cae de rodillas contra el asiento en que estaba Jesús, y llora llamándole con dolor. Besa el mantel en el lugar donde el Maestro ha tenido unidas las manos. Acaricia el cáliz que ha estado entre sus manos… Luego dice: «¡Oh, Dios Altísimo, ayúdame! ¡Ayúdame a decírselo a su Madre! ¡No tengo corazón para ello!… Pero tengo que decírselo. ¡Tengo que decírselo yo, porque me he quedado solo!».

Se levanta y piensa. Toca entonces el cáliz como para sacar fuerzas de ese objeto tocado por el Maestro. Mira a su alrededor… Ve, todavía en el rincón donde Jesús lo puso, el purificador que usó para secarse las manos después del lavatorio, y el otro que se había puesto en la cintura. Los coge, los dobla, los acaricia, los besa.

Sigue un momento titubeante en medio de la vacía habitación. Dice: «¡Vamos!», pero no va hacia la puerta, sino que vuelve a la mesa y toma el cáliz y el pan cuyo extremo había partido Jesús para extraer el trozo que, untado, iba a dar a Judas. Los besa y, junto con los dos purificadores, los toma y los aprieta contra su corazón, como una reliquia. Repite: «¡Vamos!» y suspira. Se acerca a la escalerita. Sube por ella, encorvado, con paso reluctante y moroso. Abre, sale.

2- «Juan, ¿has venido?». María aparece de nuevo en la puerta de su habitación, apoyándose en la jamba, como quien no tiene fuerzas de mantenerse en pie.

Juan levanta la cabeza y la mira. Abre la boca queriendo hablar, pero no lo consigue: dos lagrimones descienden rodando por sus mejillas. Agacha la cabeza, con un sentido de vergüenza por su debilidad.

«Ven aquí, Juan. No llores. Tú no debes llorar. Tú le has querido siempre y siempre le has hecho feliz. Que ello te sirva de consuelo».

Estas palabras quitan todo freno al llanto de Juan, que ahora es tan alto y ruidoso que hace que se asomen la dueña de la casa, María Magdalena, la mujer de Zebedeo y las otras…

«Ven conmigo, Juan». María se separa de la jamba y toma de una muñeca al discípulo y tira de él hacia la habitación, como si fuera un niño; luego cierra la puerta despacio, para aislarse con él.

Juan no reacciona. Pero al sentir en su cabeza el contacto de la mano trémula de María, cae de rodillas, deposita en el suelo los objetos que llevaba apretados contra su corazón, y, rostro en tierra, teniendo un borde de la túnica de María apretado contra su convulso rostro, dice entre sollozos: «¡Perdón! ¡Perdón! ¡Madre, perdón!».

María, en pie, acongojada, con una mano en el pecho y el otro brazo pendiendo relajado, con una voz llena de aflicción, dice: «¿Qué es lo que debería perdonarte, ¡pobre hijito mío!? ¿Qué? ¡A ti?».

Juan levanta la cara, mostrándola como es, sin huella alguna de orgullo masculino: una cara de un pobre niño que llora, y grita: «¡El haberle abandonado! ¡El haber huido! ¡No haberle defendido! ¡Oh, Maestro mío! ¡Maestro, perdón! ¡Hubiera debido morir, antes que dejarte! ¡Madre! ¡Madre, ¿quién me quitará algún día este remordimiento?!».

«Paz, Juan. Él te perdona. Ya te ha perdonado. Nunca ha tenido en cuenta este momento tuyo de desconcierto. Te quiere». María habla intercalando pausas entre las breves frases, como en un momento de jadeo, mientras tiene una mano puesta en su pobre corazón, que late fuerte de angustia, y la otra sobre la cabeza de Juan.

«Pero yo no le he sabido comprender ni siquiera ayer por la noche… y me dormí mientras Él nos pedía el consuelo de velar. ¡Dejé solo a mi Jesús! Y luego salí corriendo cuando vino ese maldito con esa gentuza…».

«Juan, no maldigas. No odies, Juan. Deja al Padre ese juicio.

3 – Escucha: ¿Dónde está Él ahora?».

Juan vuelve a caer rostro en tierra, y llora más fuerte.

«Responde, Juan. ¿Dónde está mi Hijo?».

«Madre… yo… Madre, le… Madre…».

«Le han condenado, lo sé. Lo que te pregunto es que dónde está en este momento».

«He hecho todo lo posible porque me viera… He tratado de recurrir a alguien influyente para obtener piedad, para que… para que le hicieran sufrir menos. No le han hecho mucho daño…».

«No mientas, Juan. Ni siquiera por compasión hacia una madre. No lo conseguirías. Y sería inútil. Yo sé. Desde ayer noche le he seguido en su dolor. Tú no lo ves, pero mi carne está magullada por los mismos azotes que Él ha recibido, y en mi frente están las espinas; he sentido los golpes… todo. Pero ahora… ya no veo. ¡Ahora ignoro dónde está mi Hijo, mi Hijo condenado a la cruz!… ¡A la cruz!… ¡A la cruz!… ¡Oh, Dios, dame fuerzas! Él tiene que verme. No debo sentir mi dolor mientras Él esté sintiendo el suyo. Después, cuando todo haya terminado, déjame morir, ¡oh Dios!, si Tú lo quieres. Ahora, no. Por Él, porque me vea. Vamos, Juan.

4 – ¿Dónde está Jesús?»

«Está saliendo de la casa de Pilato. Ese clamor es la turba que grita en torno a Él, atado, en los escalones del Pretorio, esperando la cruz o ya caminando hacia el Gólgota».

«Avisa a tu madre, Juan, y a las otras mujeres. Vamos. Recoge ese cáliz, ese pan, esos paños… Mételos aquí. Nos servirán de consuelo… más adelante… Vamos».

Juan recoge los objetos que estaban en el suelo y sale para llamar a las mujeres. María le espera, pasando por su cara esos paños, como buscando en ellos la caricia de la mano de su Hijo, y besa el cáliz y el pan, y pone todo encima de un vasar. Se envuelve estrechamente en su manto, y se cubre con él hasta los ojos, por encima del velo que le envuelve la cabeza y el cuello. No llora, pero sí tiembla. Y jadea tanto, con la boca abierta, que parece faltarle el aire.

Juan entra de nuevo, seguido por las mujeres, que lloran.

«¡Hijas! ¡Callad! ¡Ayudadme a no llorar! Vamos». Y se apoya en Juan, que la guía y la sostiene como si se tratara de una ciega.

La visión cesa así. Son las 12,30 de ahora, o sea, las 11,30 de la hora solar.

608. La vía dolorosa del Pretorio al Calvario.

26 de marzo de 1945.

1 – Pasa un poco de tiempo* así. No más de una media hora, quizás incluso menos. Luego, Longino, encargado de presidir la ejecución, da sus órdenes.

Pero, antes de que conduzcan a Jesús a la calle para recibir la cruz y ponerse en camino, Longino, que le ha mirado dos o tres veces con una curiosidad que ya se tiñe de compasión, y con esa mirada práctica de la persona que no es nueva en determinadas cosas, se acerca con un soldado y ofrece a Jesús un alivio: una copa de vino, creo (porque vierte de una cantimplora militar un líquido blondo‑róseo claro). «Te confortará. Debes tener sed. Y fuera hace sol. El camino es largo».

Mas Jesús responde: «Que Dios te premie por tu piedad, pero no te prives tú de ello».

«Yo estoy sano y fuerte… Tú… No me privo… Y además… aunque así fuera, lo haría con gusto, por confortarte… Un sorbo… para que yo vea que no aborreces a los paganos».

Jesús no insiste en rechazarlo y bebe un sorbo de esa bebida. Tiene ya desatadas las manos. Tampoco tiene ya la caña ni la clámide. Así que puede beber sin ayuda. Luego ya no quiere más, a pesar de que esa bebida fresca y buena debe significar un gran alivio de la fiebre, que empieza a manifestarse en unas estrías rojas que se encienden en las pálidas mejillas y en los labios secos, agrietados.

«Toma, toma. Es agua y miel. Da fuerzas. Calma la sed… Me produces compasión… sí… compasión… No eres Tú hebreo al que habría que matar… ¡En fin!… Yo no te odio… y trataré de hacerte sufrir sólo lo inevitable».

Pero Jesús no bebe otra vez… Verdaderamente tiene sed… Esa tremenda sed de las personas exangües y de los que tienen fiebre… Sabe que no es bebida que contenga narcótico y bebería con ganas. Pero no quiere sufrir menos. Y yo comprendo, por luz interna, como lo que acabo de decir, que aún más que el agua melar le alivia la piedad del romano.

«Que Dios te bendiga por este alivio» dice. Y sonríe. Todavía sonríe… una sonrisa lastimosa, con esa boca suya hinchada, herida, que a duras penas puede contraerse (es que también, entre la nariz y el pómulo derecho se está hinchando mucho la fuerte contusión del golpe que ha recibido en el patio interior después de la flagelación).

2 – Llegan los dos ladrones, cada uno de ellos rodeados por una decuria de soldados.

Es hora de ponerse en marcha. Longino da las últimas órdenes.

Una centuria se dispone en dos filas, distantes unos tres metros entre ellas, y sale así a la plaza, donde otra centuria ha formado un cuadrado para contener a la gente, de forma que no obstaculice a la comitiva. En la pequeña plaza ya hay hombres a

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* un poco de tiempo, desde el final de la última visión (del 25 de marzo de 1945) en 604.35.

Caballo: una de curia de caballería mandada por un joven suboficial que lleva las enseñas. Un soldado de a pie lleva de la brida el caballo negro del centurión. Longino sube a la silla y va a su lugar, unos dos metros por delante de los once de a caballo.

Traen las cruces. Las de los dos ladrones son más cortas; la de Jesús, mucho más larga. Según mi apreciación, el palo vertical no tiene menos de cuatro metros.

Veo que la traen ya formada. Sobre esto leí, cuando leía… o sea, hace años, que la cruz fue compuesta en la cima del Gólgota. Que a lo largo del camino los condenados llevaban sólo los dos palos, en haz, sobre los hombros. Todo es posible. Pero yo veo una auténtica cruz, bien armada, sólida, perfectamente encajada en la intersección de los dos brazos y bien reforzada con clavos y tuercas en aquéllos. Efectivamente, si pensamos que estaba destinada a sostener un peso considerable, como es el cuerpo de un adulto, incluso en las convulsiones finales, también de considerable fuerza, se comprende que no podían improvisarla en la estrecha e incómoda cima del Calvario.

Antes de darle la cruz, le pasan a Jesús, por el cuello, la tabla con la inscripción “Jesús Nazareno Rey de los Judíos”. Y la cuerda que la sujeta se engancha en la corona, que se mueve y que araña donde no estaba ya arañado, y que penetra en otros sitios, causando nuevo dolor, haciendo brotar más sangre. La gente se ríe, de sádica alegría, e insulta y blasfema.

Ya están preparados. Longino da la orden de marcha. «Primero el Nazareno, detrás los dos ladrones. Una decuria alrededor de cada uno, haciendo de ala y refuerzo. Será responsable el soldado que no impida agresión mortal a los condenados».

3 – Jesús baja los tres peldaños que conectan el vestíbulo con la plaza. Y se ve, inmediatamente, que está muy debilitado. Se tambalea al bajar los tres peldaños: estorbado por la cruz, que calca en el hombro, llagado del todo; estorbado por la tabla de la inscripción, que oscila delante y va serrando en el cuello; estorbado por los vaivenes imprimidos al cuerpo por el largo palo de la cruz, que bota en los peldaños y en las escabrosidades del suelo.

Los judíos se ríen viéndole tambalearse como si estuviera borracho, y gritan a los soldados: «Empujadle, para que se caiga. ¡Que muerda el polvo el blasfemo!». Pero los soldados se limitan a cumplir con su deber, o sea, ordenan al Condenado que se ponga en el centro de la calle y camine.

Longino aguija al caballo y la comitiva empieza a moverse con lentitud. Longino quisiera acortar, tomando el camino más breve para ir al Gólgota, porque no está seguro de la resistencia del Condenado. Pero esta gentuza furiosa ‑ y llamarlos “gentuza” es incluso honroso ‑ no quiere que se haga así. Los más zorros ya se han apresurado a adelantarse, hasta la bifurcación de la calle (una parte va hacia las murallas, la otra hacia la ciudad), y se amotinan y gritan cuando ven que Longino trata de tomar la de las murallas. «¡No te está permitido! ¡No te está permitido! ¡Es ilegal! ¡La Ley dice que los condenados deben ser vistos desde la ciudad donde pecaron!». Los judíos que van en la cola de la comitiva se percatan de que delante se intenta privarlos de un derecho, y unen sus gritos a los de sus compinches.

Intentando calmar los ánimos, Longino tuerce por la vía que va hacia la ciudad, y recorre un trecho de aquélla. Pero hace señas a un decurión de que se acerque (digo “decurión” porque es el suboficial, pero quizás es ‑ diríamos nosotros ‑ su oficial de ordenanza) y le dice algo reservadamente. Éste vuelve hacia atrás al trote y, a medida que va llegando a la altura de cada uno de los jefes de decuria, transmite la orden. Luego vuelve donde Longino para informar de que la orden está cumplida. Acto seguido se pone en el sitio en que estaba: en la fila, detrás de Longino.

4 – Jesús camina jadeante. Cada bache del camino es una insidia para su pie incierto, una tortura para su espalda lacerada, para su cabeza coronada de espinas y herida por un Sol cenital exageradamente caliente que de vez en cuando se esconde tras un entrecielo plúmbeo de nubes, pero que, aun oculto, no deja de abrasar. Está congestionado por la fatiga, la fiebre y el calor. Pienso que también la luz y los gritos deben torturarle, y, si bien no puede taparse los oídos para no oír esos gritos descompuestos, sí que cierra los ojos para no ver la vía deslumbradora de sol… Pero se ve obligado a abrirlos, porque tropieza en piedras y pisa en baches, y cada tropezón es causa de dolor porque mueve bruscamente la cruz, que choca con la corona, que se descoloca en el hombro llagado y extiende la llaga y hace aumentar el dolor.

Los judíos ya no pueden golpearle directamente. Pero todavía le alcanza alguna piedra y algún golpe con algún palo: lo primero, en las plazas llenas de gente; lo segundo, en las vueltas, por las callejuelas hechas de escalones que suben y bajan, ora uno, ora tres, ora más, por los continuos desniveles de la ciudad. En esos lugares la comitiva, por fuerza, aminora el paso y siempre hay alguno dispuesto a desafiar a las lanzas romanas con tal de dar un nuevo retoque a esa obra maestra de tortura que ya es Jesús.

Los soldados, como pueden, le defienden. Pero incluso al querer defenderle le golpean, porque las largas astas de las lanzas, blandidas en tan poco espacio, le golpean y le hacen tropezar. Pero, llegados a un determinado lugar, los soldados hacen una maniobra impecable y, a pesar de los gritos y las amenazas, la comitiva tuerce bruscamente por una calle que va directamente hacia las murallas, cuesta abajo, una calle que acorta mucho el camino hacia el lugar del suplicio.

Jesús jadea cada vez más. El sudor surca su rostro, junto con la sangre que rezuma de las heridas de la corona de espinas. El polvo se adhiere a este rostro húmedo poniéndole extrañas manchas. Y es que ahora también hace viento: sucesión de ráfagas separadas por largos intervalos en que se deposita el polvo, introduciéndose en los ojos y en las gargantas, que la racha ha levantado formando torbellinos cargados de detritos.

Junto a la puerta Judicial está ya apiñada una multitud: son los que han tenido la previsión de buscarse con tiempo un buen sitio para ver. Pero, poco antes de llegar a ella, Jesús ya da señales de no tenerse en pie. Sólo la rápida intervención de un soldado, contra el que Jesús casi se derrumba, impide que vaya al suelo. La chusma se ríe y grita: «¡Déjale! Decía a todos: “Levántate”. Pues que ahora se levante Él…».

Al otro lado de la puerta hay un pequeño torrente y un puentecito. Nuevo esfuerzo para Jesús el pasar por esas tablas separadas en que rebota aún más fuertemente el largo palo de la cruz. Y nueva mina de proyectiles para los judíos: vuelan piedras del torrente que golpean al pobre Mártir…

5 – Empieza la subida del Calvario. Es un camino desnudo que acomete directamente la subida, pavimentado con piedras no unidas, sin un hilo de sombra.

Respecto a este punto, cuando leía, también leí que el Calvario tenía pocos metros de altura. Bueno, pues, será así… Ciertamente, no es una montaña; pero una colina, sí; en cualquier caso, no es más bajo que, respecto a los Lungarni, el monte donde está la basílica de San Miniato, en Florencia. Alguno dirá: “¡Poca cosa!”. Sí, para uno sano y fuerte es poca cosa. Pero basta tener el corazón débil para sentir si es poca o mucha… Yo sé que, cuando se me enfermó el corazón, aunque todavía fuera en forma benigna, ya no podía subir aquella cuesta sin sufrir mucho y teniendo que pararme cada poco… y no tenía ningún peso a la espalda. Y creo que Jesús después de la flagelación y el sudor de sangre debía tener el corazón muy mal… y no tengo en cuenta más que estas dos cosas.

Jesús, por tanto, subiendo y con el peso de la cruz, que siendo tan larga debe pesar mucho, sufre agudamente.

Encuentra una piedra saliente. Estando agotado, levanta muy poco el pie, y tropieza. Cae sobre la rodilla derecha. De todas formas, logra sujetarse con la mano izquierda. La gente grita de contento… Se pone en pie de nuevo. Continúa. Cada vez más encorvado y jadeante, congestionado, febril…

El cartel, que le va bailando delante, le obstaculiza la visión. La túnica, que, ahora que va encorvado, arrastra por el suelo por la parte de delante, le estorba el paso. Tropieza otra vez y cae sobre las dos rodillas, hiriéndose de nuevo en donde ya lo estaba; y la cruz, que se le va de las manos y cae al suelo, tras haberle golpeado fuertemente en la espalda, le obliga a agacharse, para levantarla, y a esforzarse en cargarla sobre las espaldas. Mientras hace esto, aparece netamente visible en el hombro derecho la llaga causada por el roce de la cruz, que ha abierto las muchas llagas de los azotes y las ha unificado en una sola que rezuma suero y sangre, de forma que la túnica blanca está en ese sitio del todo manchada. La gente llega incluso a aplaudir por el contento de verle caer tan mal…

Longino incita a acelerar el paso, y los soldados, con golpes dados de plano con las dagas, instan al pobre Jesús a continuar. Se reanuda la marcha, con una lentitud cada vez mayor, a pesar de todas las incitaciones.

Jesús, disponiendo de todo el camino, se tambalea tanto, que parece completamente ebrio. Va chocándose en las dos filas de soldados, ora contra una, ora contra otra. La gente ve esto y grita: «Se le ha subido a la cabeza su doctrina. ¡Mira, mira como se tambalea!». Y otros, que no son pueblo, sino sacerdotes y escribas, dicen burlonamente: «No. Son los festines, todavía humeantes, en casa de Lázaro. ¿Eran buenos? Ahora come nuestra comida…», y otras frases parecidas.

6 – Longino, que se vuelve de vez en cuando, siente compasión y ordena una parada de algunos minutos. La chusma le insulta tanto, que el centurión ordena a los soldados la carga. La masa vil, ante las lanzas refulgentes y amenazadoras, se distancia gritando, bajando sin orden ni concierto por el monte.

Es aquí donde vuelvo a ver, entre la poca gente que ha quedado, al grupito de los pastores, apareciendo tras unas ruinas (quizás de algún murete derrumbado). Desolados, desencajados los rostros, llenos de polvo del camino, lacerados sus vestidos, reclaman con la fuerza de sus miradas la atención de su Maestro. Y Él vuelve la cabeza, los ve… los mira fijamente como si fueran caras de ángeles. Parece calmar su sed y recuperar fuerzas con el llanto de ellos, y sonríe… Se da de nuevo la orden de ponerse en marcha y Jesús pasa justamente por delante de ellos, oyendo su llanto angustioso. Vuelve a duras penas la cabeza bajo el yugo de la cruz y vuelve a sonreír… Sus consuelos… Diez caras… un alto bajo el sol de fuego…

Y en seguida el dolor de la tercera, completa caída. Esta vez no es que tropiece, sino que es que cae por repentino decaimiento de las fuerzas, por síncope. Cae a lo largo. Se golpea la cara contra las piedras desunidas. Permanece en el suelo, bajo la cruz, que se le cae encima. Los soldados tratan de levantarle. Pero, dado que parece muerto, van a informar al centurión. Mientras van y vuelven, Jesús vuelve en sí y, lentamente, con la ayuda de dos soldados, de los cuales uno levanta la cruz y el otro ayuda al Condenado a ponerse en pie, se pone de nuevo en su lugar. Pero está totalmente agotado.

«¡Atentos a que muera en la cruz!» grita la muchedumbre.

«Si se os muere antes, responderéis ante el Procónsul. Tenedlo presente. El reo debe llegar vivo al suplicio» dicen los jefes de los escribas a los soldados.

Éstos, aunque por disciplina no hablan, los fulminan con furiosas miradas.

7 – Pero Longino tiene el mismo miedo que los judíos de que Cristo muera por el camino, y no quiere problemas. Sin necesidad de que nadie se lo recuerde, sabe cuál es su deber como comandante de la ejecución, y toma las medidas oportunas al respecto; concretamente da la orden de tomar el camino más largo, que sube en espiral orillando el monte y que, por tanto, tiene menos desnivel, desorientando a los judíos, los cuales ya se han adelantado presurosos por el camino, al que han llegado desde todas las partes del monte, sudando, arañándose al pasar junto a los escasos y espinosos matorrales de este monte yermo y requemado, cayendo en los montones de escombros (como si fuera para Jerusalén una escombrera), sin sentir dolor alguno, sino el de perderse un jadeo del Mártir, una mirada suya de dolor, un gesto aun involuntario de sufrimiento, sin sentir temor alguno, sino el de no conseguir un buen sitio.

El camino tomado por Longino parece un sendero que, a fuerza de haber sido recorrido, se ha transformado en un camino bastante cómodo.

El cruce de los dos caminos está localizado, aproximadamente, en la mitad del monte. Pero observo que más arriba, en cuatro puntos, el camino directo se ve cortado por este que asciende con menos desnivel, aunque con un recorrido mucho más largo; y en este camino hay personas que suben, pero que no participan del indigno jolgorio de los posesos que siguen a Jesús para gozar de sus tormentos. La mayor parte son mujeres, que van llorando veladas. También algún grupito de hombres, en verdad, muy exiguos, que, muy por delante de las mujeres, están para desaparecer de la vista cuando el camino, en su recorrido, orillando el monte, tuerce.

Aquí el Calvario tiene una especie de punta en su caprichosa estructura: de forma de morro por una parte, escarpada por la otra. Trataré de darle una idea de su aspecto tomado de perfil. Pero tengo que volver la página, porque aquí me viene mal por falta de espacio.

Los hombres desaparecen tras la punta rocosa y los pierdo de vista.

8 – La gente que seguía a Jesús grita de rabia. Era más bonito para ellos verle caer. Con repugnantes imprecaciones contra el Condenado y contra el que le guía, parte de ellos se ponen a seguir a la comitiva judicial, y otra parte prosigue, casi corriendo, hacia arriba por el camino empinado, para desquitarse, con un magnífico puesto en la cima, de la desilusión que han experimentado.

Las mujeres, que van llorando, y que se encuentran en el punto que señalo con la letra, se vuelven al oír los gritos, y ven que la comitiva tuerce por ahí. Se detienen entonces, y, temiendo que los violentos judíos las arrojen ladera abajo, se pegan bien al monte. Cubren aún más su cara con los velos. Una va completamente velada, como una musulmana, dejando descubiertos sólo los ojos, negrísimos. Van muy ricamente vestidas, custodiadas por un viejo robusto cuya cara, yendo él todo envuelto en su capa, no distingo; veo sólo su larga barba, más blanca que negra, por fuera de su obscurísima y grande capa.

Cuando Jesús llega a su altura, ellas lloran más fuerte y se inclinan con profunda reverencia. Luego se aproximan resueltamente. Los soldados quisieran mantenerlas a distancia sirviéndose de las astas. Pero la que estaba del todo tapada como una musulmana aparta un instante el velo ante el alférez, que ha llegado a caballo para ver qué obstáculo nuevo es éste. Y el alférez da la orden de dejarla pasar. No puedo ver ni su cara ni su vestido, porque ha apartado el velo con la rapidez de un relámpago y el vestido está enteramente oculto bajo un manto largo que llega hasta los pies, un manto tupido y completamente cerrado por una serie de hebillas. La mano que un instante sale para apartar el velo es blanca y hermosa; y es, junto con los negrísimos ojos, la única cosa que se ve de esta alta dama, que, sin duda, es persona influyente, a juzgar por la forma en que el lugarteniente de Longino la obedece.

9Se acercan a Jesús llorando y se arrodillan a sus pies mientras Él se detiene jadeante… Jesús, a pesar de todo, sabe sonreír a estas mujeres compasivas y al hombre que las escolta, que se descubre para mostrar que es Jonatán. Pero a él los soldados no le dejan pasar; sólo a las mujeres.

Una de ellas es Juana de Cusa, y está más maltrecha que cuando agonizaba*. De rojo presenta sólo los surcos del llanto. Todo el resto de la cara es níveo, con esos dulces ojos negros que, tan empañados como están, parecen ahora de un violeta obscurísimo, como ciertas flores. Tiene en su mano una ánfora de plata, y se la ofrece a Jesús, el cual no la acepta. Pero es que, además, su jadeo es tan fuerte, que ni siquiera podría beber. Con la mano izquierda se seca el sudor y la sangre que le caen en los ojos y que, deslizándose por las mejillas lívidas y por el cuello (cuyas venas están túrgidas con el afanoso palpitar del corazón), humedecen toda la pechera de la túnica.

Otra mujer, a su lado tiene una joven sirviente, abre una arqueta que ésta lleva en los brazos y saca un lienzo finísimo, cuadrado, que le ofrece al Redentor. Jesús lo acepta. Y, dado que no puede por sí solo con una mano, esta mujer compasiva le ayuda a ponérselo en el rostro, con cuidado de no chocar en la corona. Y Jesús aplica el fresco lienzo a su pobre faz. Lo mantiene así como si en ello hallara un gran alivio.

Luego devuelve el lienzo y habla: «Gracias, Juana. Gracias, Nique,… Sara,… Marcela,… Elisa,… Lidia,… Ana,… Valeria,… y a ti… Pero… no lloréis… por mí… hijas de… Jerusalén… sino por los pecados… vuestros y… de vuestra ciudad… Da gracias… Juana… por no tener… ya hijos… Mira… es compasión de Dios… el no… no tener hijos… para que… sufran por… esto. Y también… tú, Isabel… Mejor… como sucedió… que entre los deicidas… Y vosotras… madres… llorad por… vuestros hijos, porque… esta hora no pasará… sin castigo… ¡Y qué castigo, si esto es así para… el Inocente!… Lloraréis entonces… el haber concebido… amamantado y el… tener todavía… a los hijos… Las madres… en aquella hora… llorarán porque… en verdad os digo… que será dichoso… el que en aquella hora… caiga primero… bajo los escombros… Os bendigo… Marchaos… a casa… orad… por mí. Adiós, Jonatán… llévatelas…».

Y en medio de un alto clamor de llanto femenino y de imprecaciones judías, Jesús reanuda su camino.

10 – Jesús está otra vez todo mojado de sudor. Sudan también los soldados y los otros dos condenados, porque el sol de este día borrascoso abrasa como el fuego, y la ladera ardiente del monte aumenta el calor solar.

Fácil es imaginarse lo que significará este sol en la túnica de lana de Jesús puesta sobre las heridas de los azotes… y horrorizarse… Pero no emite un solo quejido. Eso sí, a pesar de que el camino esté mucho menos empinado y no tenga esas piedras desunidas, tan peligrosas para sus pies, que en realidad ya sólo se arrastran, se tambalea cada vez más, y otra vez vuelve a ir de una fila de soldados a la otra, chocándose, y encorvándose cada vez más.

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* cuando agonizaba, en 102.7.

Piensan que será una solución pasarle una cuerda por la cintura y tenerlo sujeto por los cabos como si fueran riendas. Sí, esto lo sostiene, pero no le alivia el peso. Es más, la cuerda, chocando en la cruz hace que ésta se mueva continuamente en el hombro y que golpee en la corona, que verdaderamente ha hecho ya de la frente de Jesús un tatuaje sangrante. Además, la cuerda va rozando la cintura, donde hay muchas heridas, y ciertamente las abrirá de nuevo; tanto es así que la túnica blanca se tiñe, en la zona de la cintura, de un rojo pálido. Por ayudarle, le hacen sufrir más todavía.

11 – El camino prosigue. Dobla la ladera del monte. Vuelve casi al frente, hacia el camino escarpado. Aquí, en el sitio que señalo con la letra M, está María con Juan. Yo diría que Juan la ha llevado a ese lugar de sombra, detrás de la escarpa del monte, para procurarle un poco de alivio. Es la parte más abrupta, sólo orillada por ese camino. Hacia arriba y hacia abajo, la ladera, sea hacia arriba, sea hacia abajo, tiene áspero declive, de forma que, por este motivo, los crueles judíos la han descartado. Allí hay sombra porque yo diría que es la parte septentrional. Y María, estando pegada al monte, se ve al amparo del sol. Está apoyada en la ladera térrea; de pie, pero ya exhausta. Jadea también ella, pálida como una muerta, con su vestido azul obscurísimo, casi negro. Juan la mira con una piedad desolada. También él ha perdido todo rastro de color y está térreo. Sus ojos, cansados y abiertísimos. Despeinado. Ahondados los carrillos, como por enfermedad.

Las otras mujeres (María y Marta de Lázaro, María de Alfeo y de Zebedeo, Susana de Caná, la dueña de la casa y otras que no conozco*) están en medio del camino y observan si viene el Salvador. Y, cuando ven que llega Longino, se acercan a María para avisarla. Entonces María, sujetada de un codo por Juan, majestuosa en medio de su dolor, se separa de la pared del monte y se pone resueltamente en medio del camino, apartándose sólo cuando llega Longino, quien desde su caballo negro mira a esta pálida Mujer y a su acompañante rubio, pálido, de mansos ojos de cielo como Ella. Y Longino menea la cabeza mientras la sobrepasa seguido por los once que van a caballo.

María trata de pasar por entre los soldados de a pie. Pero éstos, que tienen calor y prisa, tratan de rechazarla con las lanzas (y mucho más si se considera que desde el camino solado vuelan piedras como protesta contra tantos gestos de compasión). Son los judíos, que siguen imprecando por la pausa causada por las pías mujeres. Dicen: «¡Rápido! Mañana es Pascua. ¡Hay que acabar todo esto antes de que anochezca! ¡Cómplices! ¡Burladores de nuestra Ley! ¡Opresores! ¡Muerte a los invasores y a su Cristo! ¡Le quieren! ¡Fijaos cómo le quieren! ¡Pues lleváoslo! ¡Metedle en vuestra maldita Urbe! ¡Os lo cedemos! ¡Nosotros no queremos tenerle! ¡Las carroñas para las carroñas! ¡Las lepras para los leprosos!».

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* no conozco, porque la fecha de la presente visión precede a la de la mayor parte de las visiones de la vida pública de Jesús.

12 – Longino se cansa y espolea al caballo, seguido por los diez lanceros, contra la jauría insultante, que por segunda vez huye. Y, haciendo esto, Longino ve parado un pequeño carro (sin duda, ha subido desde los huertos que están al pie del monte), un pequeño carro que espera con su carga de verduras a que pase la turba para bajar a la ciudad. Creo que un poco de curiosidad propia y de los hijos ha hecho al Cireneo subir hasta allí, porque de ninguna manera tenía necesidad de hacerlo. Los dos hijos, tumbados encima del montón glauco de las verduras, miran cómo huyen los judíos y se ríen de ellos. El hombre, sin embargo, un hombre robustísimo de unos cuarenta o cincuenta años, en pie, junto al burro que, asustado, trata de recular, mira atentamente hacia la comitiva.

Longino le mira detenidamente. Piensa que le puede servir. Ordena: Hombre ven aquí».

El Cireneo finge no oír. Pero con Longino no se juega. Repite la orden de una forma que el hombre lanza los ramales a uno de sus hijos y se acerca.

«Ves a ese hombre?» pregunta. Y al decirlo se vuelve para señalar a Jesús. Y, en esto, ve a María, suplicando a los soldados que la dejen pasar. Siente compasión de ella y grita: «Dejad pasar a la Mujer». Luego vuelve a hablarle al Cireneo: «No puede proseguir cargado así. Tú eres fuerte. Toma su cruz y llévala por Él hasta la cima» .

«No puedo… Tengo el burro… es rebelde… Los chicos no saben dominarle…».

Pero Longino dice: «Ve, si no quieres perder el asno y ganarte veinte golpes de castigo» .

El Cireneo ya no se atreve a oponer más resistencia. Da una voz a los muchachos: «Id a casa. Pronto. Decid que llego en seguida», luego se acerca a Jesús.

13 – Llega en el preciso momento en que Jesús se vuelve hacia su Madre, sólo entonces Él la ve venir, y es que caminaba tan encorvado y con los ojos tan cerrados, que era como si estuviera ciego, y grita: «¡Mamá!».

Es la primera palabra que expresa su sufrimiento, desde cuando está siendo torturado. Y es que en ese grito se contiene la confesión de todo su tremendo dolor, de cada uno de sus dolores, de espíritu, de su parte moral, de su carne. Es el grito desgarrado y desgarrador de un niño que muere solo, entre verdugos, entre las peores torturas… y que hasta de su propia respiración siente miedo. Es el lamento de un niño delirante angustiado por visiones de pesadilla… Y llama a la madre, a la madre, porque sólo el fresco beso de ella calma el ardor de la fiebre, y su voz ahuyenta a los fantasmas, y su abrazo hace menos temible la muerte…

María se lleva la mano al corazón como si hubiera sentido una puñalada. Se tambalea levemente. Pero se recupera, acelera el paso y, mientras va hacia su Criatura lacerada tendiendo hacia Él los brazos, grita: «¡Hijo!». Pero lo dice de una forma tal, que el que no tiene corazón de hiena lo siente traspasado por ese dolor.

Veo que incluso entre los romanos, y son hombres de armas, no noveles en materia de muertes, marcados por cicatrices…, hay un impulso de piedad. Y es que la palabra “¡Mamá!” y la palabra “¡Hijo!” conservan siempre su valor y lo conservan para todos aquellos que, lo repito, no son peores que las hienas, y son pronunciadas y comprendidas en todas partes, y en todas partes provocan olas de piedad…

El Cireneo siente esta piedad… Y dado que ve que María no puede, a causa de la cruz, abrazar a su Hijo y que después de haber tendido los brazos los deja caer de nuevo convencida de no poder hacerlo ‑ y se limita a mirarle, queriendo expresar una sonrisa, una sonrisa que es martirial, para infundirle ánimo, mientras sus temblorosos labios beben el llanto; y Él, torciendo la cabeza bajo el yugo de la cruz, trata, a su vez, de sonreírle y de enviarle un beso con los pobres labios heridos y abiertos por los golpes y la fiebre ‑, pues se apresura a quitar la cruz (y lo hace con delicadeza de padre, para no chocar con la corona o rozar las llagas).

Pero María no puede besar a su Criatura… Hasta el más leve toque sería una tortura en esa carne lacerada. María se abstiene de hacerlo, y, además… los sentimientos más santos tienen un pudor profundo, requieren respeto o, al menos, compasión, mientras que aquí lo que hay es curiosidad y, sobre todo, escarnio: se besan sólo las dos almas angustiadas.

14 – La comitiva, que se pone de nuevo en marcha, movida por las ondas del gentío furibundo que desde atrás empuja, los separa, y aparta a la Madre, blanco de las burlas de todo un pueblo, contra la pared del monte…

Ahora, detrás de Jesús, va el Cireneo con la cruz. Jesús, libre de ese peso, prosigue mejor. Jadea fuertemente, se lleva frecuentemente la mano al corazón, como sintiendo un gran dolor, como si tuviera ahí una herida, en la región esternocardiaca; y ahora, que puede hacerlo por no tener atadas las manos, se echa hacia atrás, hasta por detrás de las orejas, el pelo que le caía por delante empapado de sangre y sudor, para sentir aire en su cara cianótica, y se desata el cordón del cuello por la dificultad de respiración… Pero puede andar mejor.

María se ha retirado con las mujeres. Se pone al final de la comitiva una vez que ésta ha pasado, y luego, por un atajo, se dirige hacia la cima del monte, desafiando las injurias de la chusma inhumana.

Ahora que Jesús está libre, recorren con bastante brevedad la última espira del monte. Ya están cercanos a la cima, toda llena de gentío vociferante.

Longino se detiene y da la orden de que todos, implacablemente, sean apartados más hacia abajo, para que la cima, lugar de ejecución, esté libre. Y media centuria pone por obra la orden: vienen al sitio y rechazan sin piedad a todos los que allí se encuentran, haciendo uso para ello de dagas y astas. Bajo la granizada de cimbronazos y palos, los judíos de la cima huyen. Intentan colocarse en la explanada que está más abajo; pero los que ya están en ella no ceden, siendo así que se encienden riñas furibundas entre la gente. Parecen todos locos.

15 – Como le dije el año pasado*, el Calvario, en su cima, tiene la forma de un

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* Como le dije (al Padre Migliorini) el año pasado, en la visión descrita el 18 de febrero de 1944, que forma parte de una “Pasión” más compendiada, come se explica en una nota de 587.13.

Trapecio irregular levemente más alto por el lado A, tras el cual el monte desciende a pico hasta más de la mitad de su ladera. En este espacio están ya preparados tres agujeros profundos, recubiertos por dentro de ladrillo o pizarra; en definitiva, hechos con este fin concreto. Al lado de ellos hay piedras y tierra ya preparadas para calzar las cruces. De otros agujeros, sin embargo, no han sacado las piedras. Se ve que los van vaciando según el número que se requiere cada vez.

Más abajo de la cima trapezoidal, por la parte en que el monte no desciende con fuerte desnivel, hay una especie de plataforma que constituye un rellano de suave declive. De éste salen dos anchos senderos que bordean la cima, quedando así ésta aislada por todos los lados y elevada al menos dos metros.

Los soldados que han apartado de la cima a la gente dominan con persuasivos golpes de astas las riñas y abren paso para que la comitiva pueda marchar sin obstáculos en el último trecho del camino. Y se quedan allí formando cordón mientras los tres condenados encuadrados por los soldados de a caballo y protegidos por la otra media centuria por detrás, llegan hasta el punto en que los detienen: al pie de ese palco natural elevado que es la cima del Gólgota.

16 – Mientras se desarrollan estos hechos, advierto la presencia de las Marías en el punto que señalo con una M. Un poco detrás de ellas, están Juana de Cusa y otras cuatro de las damas de antes. Las otras se han marchado. Deben haberse ido solas, porque Jonatán está ahí, detrás de su señora. Ya no está la mujer a la que nosotros llamamos Verónica y Jesús ha llamado Nique, y, lo mismo que ella, falta también su doméstica; y tampoco está la mujer que iba completamente velada y fue obedecida por los soldados. Veo a Juana, a la anciana de nombre Elisa, a Ana (es la dueña de aquella casa a donde Jesús va durante la vendimia del primero año*) y a otras dos que no sé identificar mejor.

Detrás de estas mujeres y de las Marías, veo a José y a Simón de Alfeo, y a Alfeo de Sara junto con el grupo de los pastores. Han peleado con los que querían cerrarles el paso y los insultaban, y la fuerza de estos hombres, multiplicada por el amor y el dolor, ha sido tan violenta que han vencido y han creado una semicírculo libre contra el que los vilísimos judíos no se atreven sino a lanzar gritos de muerte y a amenazar con los puños; no más, porque los cayados de los pastores son nudosos y pesados y a estos jabatos, no hablo impropiamente llamándolos así, porque se requiere un gran valor para enfrentarse a toda una población hostil, siendo pocos, conocidos como galileos o seguidores del Galileo,no les falta ni fuerza ni tino. ¡Es el único punto de todo el Calvario donde no se blasfema contra el Cristo!

El monte hormiguea de gente en los tres lados que no descienden con fuerte declive. Ya no se ve la tierra amarillenta y desnuda, la cual, bajo el sol que aparece y se oculta, parece un prado florecido lleno de corolas de todos los colores, debido a

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* durante la vendimia del primer año, en el capítulo 108. La observación puesta entre paréntesis al pie de la página del cuaderno autógrafo parece haber sido añadida posteriormente por MV.

Visiones – parte 4

Que está cubierta por una gran cantidad de gorros y mantos de esos sádicos. Pasado el torrente, por el camino, más gente; dentro del recinto de las murallas, más gente; en las terrazas, más gente. El resto de la ciudad, despoblado… vacío… silencioso: todo está aquí, todo el amor y todo el odio; todo el Silencio que ama y perdona, todo el Clamor que odia e impreca.

17 – Mientras los hombres encargados de la ejecución preparan sus instrumentos y terminan de vaciar los agujeros, y mientras los condenados esperan en el centro de su cuadrado, los judíos, refugiados en el ángulo opuesto a las Marías, insultan a éstas, y también a la Madre: «¡Muerte a los galileos! ¡Muerte! ¡Galileos! ¡Galileos! ¡Malditos! Muerte al blasfemo galileo. ¡Clavad en la cruz también al vientre que le llevó! ¡Fuera las víboras que dan a luz a los demonios! ¡Muerte a ellas! ¡Limpiad Israel de las hembras que se unen con el macho cabrío!…».

Longino, que ha desmontado del caballo, se vuelve y ve a la Madre… Ordena que se haga cesar ese barullo… La media centuria que estaba detrás de los condenados carga contra la chusma y libera del todo el rellano inferior. Y los judíos se echan a correr por el monte, pisándose unos a otros. Echan pie a tierra también los otros soldados. Uno de ellos toma los once caballos además del del centurión y los lleva a la sombra, a espaldas de la ladera B del monte.

El centurión se encamina hacia la cima. Juana de Cusa se acerca a él, le para; le da el ánfora y una bolsa, luego se retira llorando, y va al saliente del monte, donde están las otras.

18 – Arriba está todo preparado. Se hace subir a los condenados. Jesús pasa otra vez cerca de su Madre, la cual emite un gemido que Ella misma trata de ahogar llevándose a la boca el manto.

Los judíos ven esto y se ríen, y se burlan. Juan, el manso Juan, que tiene un brazo pasado por los hombros de María para sostenerla, se vuelve con una mirada fiera, una mirada incluso fosforescente; si no debiera tutelar a las mujeres, yo creo que cogería a alguno de esos cobardes por el cuello.

En cuanto llegan los condenados al palco malhadado, los soldados circundan la explanada por tres de sus lados. Sólo queda vacío el lado que desciende a pico.

El centurión da al Cireneo la orden de que se vaya. Y éste se marcha, a regañadientes ahora. No diría que por sadismo, sino por amor. Tanto es así, que se para junto a los galileos y comparte con ellos los insultos que la muchedumbre propina a este escuálido grupo de fieles del Cristo.

Los dos ladrones, blasfemando, arrojan al suelo sus cruces. Jesús calla.

La vía dolorosa ha terminado.

609. La crucifixión, la muerte y el descendimiento.

27 de marzo de 1945.

1 – Cuatro hombres fornidos, que por su aspecto me parecen judíos, y judíos más merecedores de la cruz que los condenados, ciertamente de la misma calaña de los flageladores, y que estaban en un sendero, saltan al lugar del suplicio. Van vestidos con túnicas cortas y sin mangas. Tienen en sus manos clavos, martillos y cuerdas. Y muestran burlonamente estas cosas a los tres condenados. La muchedumbre se excita envuelta en un delirio cruel.

El centurión ofrece a Jesús el ánfora, para que beba la mixtura anestésica del vino mirrado. Pero Jesús la rechaza. Los dos ladrones, por el contrario, beben mucha. Luego, junto a una piedra grande, casi en el borde de la cima, ponen esta ánfora de amplia boca de forma de tronco de cono invertido.

2 – Se da a los condenados la orden de desnudarse. Los dos ladrones lo hacen sin pudor alguno. Es más, se divierten haciendo gestos obscenos hacia la muchedumbre, y especialmente hacia el grupo sacerdotal, todo blanco con sus túnicas de lino, grupo que, a la chita callando y haciendo uso de su condición, ha vuelto al rellano. A los sacerdotes se han unido dos o tres fariseos y otros prepotentes personajes a quienes el odio hace amigos entre sí. Y veo a personas ya conocidas, como el fariseo Jocanán a Ismael, el escriba Sadoq, Elí de Cafarnaúm…

Los verdugos ofrecen tres trapajos a los condenados para que se los aten a la ingle. Los ladrones los agarran mientras profieren blasfemias aún más horrendas. Jesús, que se está desvistiendo lentamente por el agudo dolor de las heridas, lo rehúsa. Quizás cree que conservará el calzón corto que pudo tener durante la flagelación. Pero, cuando le dicen que también se lo quite, tiende la mano para mendigar el trapajo de los verdugos para cubrir su desnudez: verdaderamente es el Anonadado, hasta el punto de tener que pedir un trapajo a unos delincuentes.

Pero María se ha percatado y se ha quitado el largo y sutil lienzo blanco que le cubre la cabeza por debajo del manto obscuro; un velo en el que Ella ha derramado ya mucho llanto. Se lo quita sin dejar caer el manto. Se lo pasa a Juan para que se lo dé a Longino para su Hijo. El centurión toma el velo sin poner dificultades, y cuando ve que Jesús está para desnudarse del todo, vuelto no hacia la muchedumbre sino hacia la parte vacía de gente, mostrando así su espalda surcada de moraduras y ampollas, sangrante por heridas abiertas o a través de obscuras costras ‑, le ofrece el velo materno de lino. Jesús lo reconoce y se lo enrolla en varias veces en torno a la pelvis, asegurándoselo bien para que no se caiga… Y en el lienzo, hasta ese momento mojado sólo de llanto, caen las primeras gotas de sangre, porque muchas de las heridas, mínimamente cubiertas de coágulo, al agacharse para quitarse las sandalias y dejar en el suelo la ropa, se han abierto y la sangre de nuevo mana.

3 – Ahora Jesús se vuelve hacia la muchedumbre. Y se ve así que también el pecho, los brazos, las piernas, están llenos de golpes de los azotes. A la altura del hígado hay un enorme cardenal. Bajo el arco costal izquierdo hay siete nítidas estrías en relieve, terminadas en siete pequeñas laceraciones sangrantes rodeadas de un círculo violáceo… un golpe fiero de flagelo en esa zona tan sensible del diafragma. Las rodillas, magulladas por las repetidas caídas que ya empezaron inmediatamente después de la captura y que terminaron en el Calvario, están negras por los hematomas, y abiertas por la rótula, especialmente la derecha, con una vasta laceración sangrante.

La muchedumbre le escarnece* como en coro: «¡Qué hermoso! ¡El más hermoso de los hijos de los hombres! Las hijas de Jerusalén lo adoran…». Y empiezan a cantar, con tono de salmo: «Cándido y rubicundo es mi dilecto, se distingue entre millares. Su cabeza es oro puro; sus cabellos, racimos de palmera, sedeños como pluma de cuervo. Sus ojos son como dos palomas chapoteando en arroyos de leche, que no de agua, en la leche de sus órbitas. Sus mejillas son aromáticos cuadros de jardín; sus labios, purpúreos lirios que rezuman preciosa mirra. Sus manos torneadas como trabajo de orfebre, terminadas en róseos jacintos. Su tronco es marfil veteado de zafiros. Sus piernas, perfectas columnas de cándido mármol con bases de oro. Su majestuosidad es como la del Líbano; su solemnidad, mayor que la del alto cedro. Su lengua está empapada de dulzura. Toda una delicia es él»; y se ríen, y también gritan: «¡El leproso! ¡El leproso! ¿Será que has fornicado con un ídolo, si Dios lo ha castigado de este modo? ¿Has murmurado contra los santos de Israel, como María de Moisés, pues que has recibido este castigo? ¡Oh! ¡Oh! ¡El Perfecto! ¿Eres el Hijo de Dios? ¡Qué va! ¡Lo que eres es el aborto de Satanás! Al menos él, Mammona, es poderoso y fuerte. Tú… eres un andrajo impotente y asqueroso».

4 – Atan a las cruces a los ladrones y se los coloca en sus sitios, uno a la derecha, uno a la izquierda, así: 1 + 1 respecto al sitio destinado para Jesús. Gritan, imprecan, maldicen; y, especialmente cuando meten las cruces en el agujero y los descoyuntan y las cuerdas magullan sus muñecas, sus maldiciones contra Dios, contra la Ley, contra los romanos, contra los judíos, son infernales.

Es ahora el turno de Jesús. Él se extiende mansamente sobre el madero. Los dos ladrones se revelaban tanto, que, no siendo suficientes los cuatro verdugos, habían tenido que intervenir soldados para sujetarlos, para que no apartaran con patadas a los verdugos que los ataban por las muñecas. Pero para Jesús no hay necesidad de ayuda. Se extiende y pone la cabeza donde le dicen que la ponga. Abre los brazos como le dicen que los abra. Estira las piernas como le ordenan que lo haga. Sólo se ha preocupado de colocarse bien su velo. Ahora su largo cuerpo, esbelto y blanco, resalta sobre el madero obscuro y el suelo amarillo.

5 – Dos verdugos se sientan encima de su pecho para sujetarle. Y pienso en qué opresión y dolor debió sentir bajo ese peso. Un tercer verdugo le toma el brazo derecho y lo sujeta: con una mano en la primera parte del antebrazo; con la otra, en el extremo de los dedos. El cuarto, que tiene ya en su mano el largo clavo de punta

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* le escarnece, con citas de: Salmo 45, 3; Cantar de los cantares 5, 10-16; y alusiones a: Números 12; Deuteronomio 24, 9.

Afilada y cuerpo cuadrangular que termina en una superficie redonda y plana del diámetro de diez céntimos de los tiempos pasados, mira si el agujero ya practicado en la madera coincide con la juntura del radio y el cúbito en la muñeca. Coincide. El verdugo pone la punta del clavo en la muñeca, alza el martillo y da el primer golpe.

Jesús, que tenía los ojos cerrados, al sentir el agudo dolor grita y se contrae, y abre al máximo los ojos, que nadan entre lágrimas. Debe sentir un dolor atroz… el clavo penetra rompiendo músculos, venas, nervios, penetra quebrantando huesos…

María responde, con un gemido que casi lo es de cordero degollado, al grito de su Criatura torturada; y se pliega, como quebrantada Ella, sujetándose la cabeza entre las manos. Jesús, para no torturarla, ya no grita. Pero siguen los golpes, metódicos, ásperos, de hierro contra hierro… y uno piensa que, debajo, es un miembro vivo el que los recibe.

La mano derecha ya está clavada. Se pasa a la izquierda. El agujero no coincide con el carpo. Entonces agarran una cuerda, atan la muñeca izquierda y tiran hasta dislocar la juntura, hasta arrancar tendones y músculos, además de lacerar la piel ya serrada por las cuerdas de la captura. También la otra mano debe sufrir porque está estirada por reflejo y en torno a su clavo se va agrandando el agujero. Ahora a duras penas se llega al principio del metacarpo, junto a la muñeca. Se resignan y clavan donde pueden, o sea, entre el pulgar y los otros dedos, justo en el centro del metacarpo. Aquí el clavo entra más fácilmente, pero con mayor espasmo porque debe cortar nervios importantes (tanto que los dedos se quedan inertes, mientras los de la derecha experimentan contracciones y temblores que ponen de manifiesto su vitalidad). Pero Jesús ya no grita, sólo emite un ronco quejido tras sus labios fuertemente cerrados, y lágrimas de dolor caen al suelo después de haber caído en la madera.

6 – Ahora les toca a los pies. A unos dos metros, un poco más, del extremo de la cruz hay un pequeño saliente cuneiforme, escasamente suficiente para un pie. Acercan a él los pies para ver si va bien la medida. Y, dado que está un poco bajo y los pies llegan mal, estirajan por los tobillos al pobre Mártir. Así, la madera áspera de la cruz raspa las heridas y menea la corona, de forma que ésta se descoloca, arrancando otra vez cabellos, y puede caerse; un verdugo, con mano violenta, vuelve a incrustársela en la cabeza…

Ahora los que estaban sentados en el pecho de Jesús se alzan para ponerse sobre las rodillas, dado que Jesús hace un movimiento involuntario de retirar las piernas al ver brillar al sol el larguísimo clavo, el doble de largo y de ancho de los que han sido usados para las manos. Y cargan su peso sobre las rodillas excoriadas, y hacen presión sobre las pobres tibias contusas, mientras los otros dos llevan a cabo la operación, mucho más difícil, de enclavar un pie sobre el otro, tratando de hacer coincidir las dos junturas de los tarsos.

A pesar de que miren bien y tengan bien sujetos los pies, por los tobillos y los dedos, contra el apoyo cuneiforme, el pie de abajo se corre por la vibración del clavo, y tienen que desclavarle casi*, porque después de haber entrado en las partes blandas, el clavo, que ya había perforado el pie derecho y sobresalía, tiene que ser centrado un poco más. Y golpean, golpean, golpean… Sólo se oye el atroz ruido del martillo contra la cabeza del clavo, porque todo el Calvario es sólo ojos atentísimos y oídos aguzados, para percibir la acción y el ruido, y gozarse en ello…

Acompaña al sonido áspero del hierro un lamento quedo de paloma: el ronco gemido de María, quien cada vez se pliega más, a cada golpe, como si el martillo la hiriera a Ella, la Madre Mártir. Y es comprensible que parezca próxima a sucumbir por esa tortura: la crucifixión es terrible: como la flagelación en cuanto al dolor, pero más atroz de presenciar, porque se ve desaparecer el clavo dentro de las carnes vivas; sin embargo, es más breve que la flagelación, que agota por su duración.

Para mí, la agonía del Huerto, la flagelación y la crucifixión son los momentos más atroces. Me revelan toda la tortura de Cristo. La muerte me resulta consoladora, porque digo: «¡Se acabó!». Pero éstas no son el final, son el comienzo de nuevos sufrimientos.

7 – Ahora arrastran la cruz hasta el agujero. La cruz rebota sobre el suelo desnivelado y zarandea al pobre Crucificado. Izan la cruz, que dos veces se va de las manos de los que la levantan (una vez, de plano; la otra, golpeando el brazo derecho de la cruz) y ello procura un acerbo tormento a Jesús, porque la sacudida que recibe remueve las extremidades heridas.

Y cuando, luego, dejan caer la cruz en su agujero, oscilando además ésta en todas las direcciones antes de quedar asegurada con piedras y tierra, e imprimiendo continuos cambios de posición al pobre Cuerpo, suspendido de tres clavos, el sufrimiento debe ser atroz. Todo el peso del cuerpo se echa hacia delante y cae hacia abajo, y los agujeros se ensanchan, especialmente el de la mano izquierda; y se ensancha el agujero practicado en los pies. La sangre brota con más fuerza. La de los pies gotea por los dedos y cae al suelo, o desciende por el madero de la cruz; la de las manos recorre los antebrazos, porque las muñecas están más altas que las axilas, debido a la postura; y surca también las costillas bajando desde las axilas hacia la cintura. La corona, cuando la cruz se cimbrea antes de ser fijada, se mueve, porque la cabeza se echa bruscamente hacia atrás, de manera que hinca en la nuca el grueso nudo de espinas en que termina la punzante corona, y luego vuelve a acoplarse en la frente y araña, araña sin piedad.

Por fin, la cruz ha quedado asegurada y no hay otros tormentos aparte del de estar colgado. Levantan también a los ladrones, los cuales, puestos ya verticalmente, gritan como si los estuvieran desollando vivos, por la tortura de las cuerdas, que van serrando las muñecas y hacen que las manos se pongan negras, con las venas hinchadas como cuerdas.

Jesús calla. La muchedumbre ya no calla; antes bien, reanuda su vocerío infernal.

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* desclavarle casi. MV, en una copia mecanografiada, lo corrige así: desclavar invirtiendo la posición, o sea, poniendo debajo el pie derecho y encima el izquierdo.

Ahora la cima del Gólgota tiene su trofeo y su guardia de honor. En el extremo más alto (lado A), la cruz de Jesús; en los lados B y C, las otras dos. Media centuria de soldados con las armas al pie rodeando la cima. Dentro de este círculo de soldados, los diez desmontados del caballo jugándose a los dados los vestidos de los condenados. En pie, erguido, entre las cruz de Jesús y la de la derecha, Longino, que parece montar guardia de honor al Rey Mártir. La otra media centuria, descansando, está a las órdenes del ayudante de Longino, en el sendero de la izquierda y en el rellano más bajo, a la espera de ser utilizados si hubiera necesidad de hacerlo. Los soldados muestran una casi total indiferencia; sólo alguno, de vez en cuando, alza la cabeza hacia los crucificados.

8 – Longino, sin embargo, observa todo con curiosidad e interés; compara y mentalmente juzga: compara a los crucificados, especialmente a Cristo, con los espectadores. Su mirada penetrante no se pierde ni un detalle, y para ver mejor se hace visera con la mano porque el Sol debe molestarle.

Es, efectivamente, un Sol extraño; de un amarillo – rojo de llama. Y luego esta llama parece apagarse de golpe por un nubarrón de pez que aparece tras las cadenas montañosas judías y que corre veloz por el cielo para desaparecer detrás de otros montes. Y cuando el Sol vuelve a aparecer es tan intenso, que a duras penas lo soportan los ojos.

Mirando, ve a María, justo al pie del escalón del terreno, alzado hacia su Hijo el rostro atormentado. Llama a uno de los soldados que están jugando a los dados y le dice: «Si la Madre quiere subir con el hijo que la acompaña, que venga. Escóltala y ayúdala».

Y María con Juan, tomado por hijo, sube por los escalones incididos en la roca tobosa – creo ‑ y traspasa el cordón de los soldados para ir al pie de la cruz, aunque un poco separada, para ser vista por su Jesús y verlo a su vez.

La turba, en seguida, le propina los más oprobiosos insultos, uniéndola a su Hijo en las blasfemias. Pero Ella, con los labios temblorosos y blanquecidos, sólo busca consolarle con una sonrisa acongojada en que se enjugan las lágrimas que ninguna fuerza de voluntad logra retener en los ojos.

9 – La gente, empezando por los sacerdotes, escribas, fariseos, saduceos, herodianos y otros como ellos, se procura la diversión de hacer como un carrusel: subiendo por el camino empinado, orillando el escalón final y bajando por el otro sendero, o viceversa; y, al pasar al pie de la cima, por el rellano inferior, no dejan de ofrecer sus palabras blasfemas como don para el Moribundo. Toda la infamia, la crueldad, el odio, la vesania de que, con la lengua, son capaces los hombres quedan ampliamente testificadas por estas bocas infernales. Los que más se ensañan son los miembros del Templo, con la ayuda de los fariseos.

«¿Y entonces? Tú, Salvador del género humano, ¿por qué no te salvas? ¿Te ha abandonado tu rey Belcebú? ¿Ha renegado de ti?» gritan tres sacerdotes.

Y una manada de judíos: «Tú, que hace no más de cinco días, con la ayuda del Demonio, hacías decir al Padre… ¡ja! ¡ja! ¡ja!… que te iba a glorificar, ¿cómo es que no le recuerdas que mantenga su promesa?».

Y tres fariseos: «¡Blasfemo! ¡Ha salvado a los otros, decía, con la ayuda de Dios! ¡Y no logra salvarse a sí mismo! ¿Quieres que la gente te crea? ¡Pues haz el milagro! ¿Ya no puedes, eh? Ahora tienes las manos clavadas y estás desnudo».

Y saduceos y herodianos a los soldados: «¡Cuidado con el hechizo, vosotros que os habéis quedado sus vestidos! ¡Lleva dentro el signo infernal!».

Una muchedumbre, en coro: «Baja de la cruz y creeremos en ti. Tú, que destruyes el Templo… ¡Loco!… Mira, allí está el glorioso y santo Templo de Israel. ¡Es intocable, profanador! Y Tú estás muriendo».

Otros sacerdotes: «¡Blasfemo! ¿Hijo de Dios, Tú? ¡Pues baja de ahí entonces! Fulmínanos, si eres Dios. Te escupimos, porque no te tenemos miedo».

Otros que pasan y menean la cabeza: «Sólo sabe llorar. ¡Sálvate, si es verdad que eres el Elegido!».

Los soldados: «¡Eso, sálvate! ¡Y reduce a cenizas a la cochambre de la cochambre! Que sois la cochambre del imperio, judíos canallas. ¡Hazlo! ¡Roma te introducirá en el Capitolio y te adorará como a un numen!».

Los sacerdotes con sus cómplices: «Eran más dulces los brazos de las mujeres que los de la cruz, ¿verdad? Pero, mira: están ya preparadas para recibirte éstas, aquí dicen un término infame, tuyas. Tienes a todo Jerusalén para hacerte de prónuba». Y silban como carreteros.

Otros, lanzando piedras: «Convierte éstas en pan, Tú, multiplicador de panes».

Otros, mimando los hosannas del domingo de ramos, lanzan ramas y gritan: «¡Maldito el que viene en nombre del Demonio! ¡Maldito su reino! ¡Gloria a Sión, que le segrega de entre los vivos!».

Un fariseo se coloca frente a la cruz y muestra el puño con el índice y el menique alzados y dice: «¿”Te entrego al Dios del Sinaí”, dijiste*? Ahora el Dios del Sinaí te prepara para el fuego eterno. ¿Por qué no llamas a Jonás para que te devuelva aquel buen servicio?».

Otro: «No estropees la cruz con los golpes de tu cabeza. Tiene que servir para tus seguidores. Toda una legión de seguidores tuyos morirá en tu madero, te lo juro por Yeohveh. Y al primero que voy a crucificar va a ser a Lázaro. Veremos si esta vez le resucitas».

«¡Sí! ¡Sí! Vamos a casa de Lázaro. Clavémosle por el otro lado de la cruz» y, como papagallos, remedan el modo lento de hablar de Jesús diciendo: «¡Lázaro, amigo mío, sal afuera! Desatadle y dejadle andar».

«¡No! Decía a Marta y a María, sus hembras: “Yo soy la Resurrección y la Vida”. ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ¡La Resurrección no sabe repeler la muerte, y la Vida muere!».

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* dijiste, en 109.12, repetido en 126.10.

10 – «Ahí están María y Marta. Vamos a preguntarles dónde está Lázaro y vamos a buscarle». Y se acercan, hacia las mujeres. Preguntan arrogantemente: «¿Dónde está Lázaro? ¿En el palacio?».

Y María Magdalena, mientras las otras mujeres, aterrorizadas, se refugian detrás de los pastores, se adelanta, hallando en su dolor la antigua altivez de los tiempos de pecado, y dice: «Id. Encontraréis ya en el palacio a los soldados de Roma y a quinientos hombres de mis tierras armados, y os castrarán como a viejos cabros destinados para comida de los esclavos de los molinos».

«¡Descarada! ¿Así hablas a los sacerdotes?».

«¡Sacrílegos! ¡Infames! ¡Malditos! ¡Volveos! Detrás de vosotros tenéis, yo las veo, las lenguas de las llamas infernales».

Tan segura es la afirmación de María, que esos cobardes se vuelven, verdaderamente aterrorizados; y, si no tienen las llamas detrás, sí tienen en los lomos las bien afiladas lanzas romanas. Porque Longino ha dado una orden y la media centuria que estaba descansando ha entrado en acción y pincha en las nalgas a los primeros que encuentra. Éstos huyen gritando y la media centuria se queda cerrando los accesos de los dos senderos y haciendo de baluarte a la explanada. Los judíos imprecan, pero Roma es la más fuerte.

La Magdalena se cubre de nuevo con su velo, se lo había levantado para hablar a los insultadores, y vuelve a su sitio. Las otras vuelven donde ella.

11 – Pero el ladrón de la izquierda sigue diciendo insultos desde su cruz. Parece como si en él se condensaran todas las blasfemias de los otros, y las va soltando todas, para terminar: «Sálvate y sálvanos, si quieres que se te crea. ¿El Cristo Tú? ¡Un loco es lo que eres! El mundo es de los astutos y Dios no existe. Yo existo, esto es verdad, y para mí todo es lícito. ¿Dios?… ¡Una patraña! ¡Creada para tenernos quietecitos! ¡Viva nuestro yo! ¡Sólo él es rey y dios!».

El otro ladrón, que está a la derecha y tiene casi a sus pies a María y que mira a Ella casi más que a Cristo, y que desde hace algunos momentos llora susurrando: «La madre», dice: «¡Calla! ¿No temes a Dios ni siquiera ahora que sufres esta pena? ¿Por qué insultas a uno bueno? Está sufriendo un suplicio aún mayor que el nuestro. Y no ha hecho nada malo».

Pero el ladrón continúa sus imprecaciones.

12 – Jesús calla. Jadeante por el esfuerzo de la postura, por la fiebre, por el estado cardiaco y respiratorio, consecuencia de la flagelación sufrida en forma tan violenta, y también consecuencia de la angustia profunda que le había hecho sudar sangre, busca un alivio aligerando el peso que carga sobre los pies suspendiéndose de las manos y haciendo fuerza con los brazos. Quizás lo hace también para vencer un poco el calambre que ya atormenta los pies y que es manifiesto por el temblor muscular. Pero las fibras de los brazos, forzados en esa postura y seguramente helados en sus extremos, porque están situados más arriba y exangües (la sangre a duras penas llega a las muñecas, para rezumar por los agujeros de los clavos, dejando así sin circulación a los dedos), tienen el mismo temblor. Especialmente los dedos de la izquierda están ya cadavéricos y sin movimiento, doblados hacia la palma. También los dedos de los pies expresan su tormento; sobre todo, los pulgares, quizás porque su nervio está menos lesionado: se alzan, bajan, se separan.

Y el tronco revela todo su sufrimiento con su movimiento, que es veloz pero no profundo, y fatiga sin dar descanso. Las costillas, de por sí muy amplias y altas, porque la estructura de este Cuerpo es perfecta, están ahora desmedidamente dilatadas por la postura que ha tomado el cuerpo y por el edema pulmonar que ciertamente se ha formado dentro. Y, no obstante, no son capaces de aligerar el esfuerzo respiratorio; tanto es así, que todo el abdomen ayuda con su movimiento al diafragma, que se va paralizando cada vez más.

Y la congestión y la asfixia aumentan a cada minuto que pasa, como así lo indican el colorido cianótico que orla los labios, de un rojo encendido por la fiebre, y las estrías de un rojo violáceo que pincelan el cuello a lo largo de las yugulares túrgidas, y se ensanchan hasta las mejillas, hacia las orejas y las sienes, mientras que la nariz aparece afilada y exangüe y los ojos se hunden en un círculo que, donde no hay sangre goteada de la corona, aparece lívido.

Debajo del arco costal izquierdo se ve la onda, irregular pero violenta propagada desde la punta cardiaca, y de vez en cuando, por una convulsión interna, se produce un estremecimiento profundo del diafragma, que se manifiesta en una distensión total de la piel en la medida en que puede estirarse en ese pobre Cuerpo herido y moribundo.

La Faz tiene ya el aspecto que vemos en las fotografías de la Síndone, con la nariz desviada e hinchada por una parte; y también el hecho de tener el ojo derecho casi cerrado, por la hinchazón que hay en ese lado, aumenta el parecido. La boca, por el contrario, está abierta, y reducida ya a una costra su herida del labio superior.

La sed, producida por la pérdida de sangre, por la fiebre y el sol, debe ser intensa; tanto es así que Él, con una reacción espontánea, bebe las gotas de su sudor y de su llanto, y también las de sangre que bajan desde la frente hasta el bigote, y se moja con estas gotas la lengua…

La corona de espinas le impide apoyarse al mástil de la cruz para ayudarse a estar suspendido de los brazos y aligerar así los pies. La zona lumbar y toda la espina dorsal se arquean hacia afuera, quedando Jesús separado del mástil de la cruz del íleon hacia arriba, por la fuerza de inercia que hace pender hacia adelante un cuerpo suspendido, como estaba el suyo.

13 – Los judíos, rechazados hasta fuera de la explanada, no dejan de insultar, y el ladrón impenitente hace eco.

El otro, que mira con piedad cada vez mayor a la Madre, y que llora, le reprende ásperamente cuando oye que en el insulto está incluida también Ella. «Cállate. Recuerda que naciste de una mujer. Y piensa que las nuestras han llorado por causa de los hijos. Y han sido lágrimas de vergüenza… porque somos unos malhechores. Nuestras madres han muerto… Yo quisiera poder pedirle perdón… Pero ¿podré hacerlo? Era una santa… La maté con el dolor que le daba… Yo soy un pecador… ¿Quién me perdona? Madre, en nombre de tu Hijo moribundo, ruega por mí».

La Madre levanta un momento su cara acongojada y le mira, mira a este desventurado que, a través del recuerdo de su madre y de la contemplación de la Madre, va hacia el arrepentimiento; y parece acariciarle con su mirada de paloma.

Dimas llora más fuerte. Y esto desata aún más las burlas de la muchedumbre y del compañero. La gente grita: «¡Sí señor! Tómate a ésta como madre. ¡Así tiene dos hijos delincuentes!». Y el otro incrementa: «Te ama porque eres una copia menor de su amado».

14 – Jesús dice ahora sus primeras palabras: «¡Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen!» .

Esta súplica le hace superar todo temor a Dimas. Se atreve a mirar a Cristo, y dice: «Señor, acuérdate de mí cuando estés en tu Reino. Yo, es justo que aquí sufra. Pero dame misericordia y paz más allá de esta vida. Una vez te oí hablar, y, como un demente, rechacé tu palabra. Ahora, de esto me arrepiento. Y me arrepiento ante ti, Hijo del Altísimo, de mis pecados. Creo que vienes de Dios. Creo en tu poder. Creo en tu misericordia. Cristo, perdóname en nombre de tu Madre y de tu Padre santísimo».

Jesús se vuelve y le mira con profunda piedad, y todavía expresa una sonrisa bellísima en esa pobre boca torturada. Dice: «Yo te lo digo: hoy estarás conmigo en el Paraíso».

El ladrón arrepentido se calma, y, no sabiendo ya las oraciones aprendidas de niño, repite como una jaculatoria: «Jesús Nazareno, rey de los judíos, piedad de mí; Jesús Nazareno, rey de los judíos, espero en ti; Jesús Nazareno, rey de los judios, creo en tu Divinidad».

El otro continúa con sus blasfemias.

15 – El cielo se pone cada vez más tenebroso. Ahora difícil es que las nubes se abran para dejar pasar el sol; antes al contrario, se superponen en una serie cada vez mayor de estratos plúmbeos, blancos, verduscos; se entrelazan o se desenredan, según los juegos de un viento frío que a intervalos recorre el cielo y luego baja a la tierra y luego calla de nuevo (y es casi más siniestro el aire cuando calla, bochornoso y muerto, que cuando silba, cortante y veloz).

La luz, antes de una desmesurada intensidad, se va haciendo verdosa. Y las caras adquieren caprichosos aspectos. Los soldados, con sus yelmos, vestidos con sus corazas antes brillantes y ahora como opacas bajo esta luz verdosa y este cielo de ceniza, muestran duros perfiles, como cincelados. Los judíos, en su mayor parte de pelo, barba y tez morenos, asemejan ahora, tan térreos se ponen sus rostros a ahogados. Las mujeres parecen estatuas de nieve azulada por la exangüe palidez que la luz acentúa.

Jesús parece lividecer de una manera siniestra, como por un comienzo de descomposición, como si ya estuviera muerto. La cabeza empieza a reclinarse sobre el pecho. Las fuerzas rápidamente faltan. Tiembla, aunque le abrase la fiebre. Y, en medio de su débil estado, susurra el nombre que antes ha dicho solamente en el fondo de su corazón: «¡Mamá!», « ¡Mamá!». Lo susurra quedamente, como en un suspiro, como si ya estuviera en un leve delirio que le impidiera retener lo que la voluntad quisiera contener. Y María, cada vez que le oye, irrefrenablemente, tiende los brazos como para socorrerle.

La gente cruel se ríe de estos dolores del moribundo y la acongojada. De nuevo suben los sacerdotes y escribas, hasta ponerse detrás de los pastores, los cuales, de todas formas, están en el rellano de abajo. Y dado que los soldados hacen ademán de rechazarlos, reaccionan diciendo: «¿Están aquí estos galileos? Pues estamos también nosotros, que tenemos que constatar que se cumpla la justicia totalmente. Y, desde lejos, con esta luz extraña, no podemos ver».

En efecto, muchos empiezan a impresionarse de la luz que está envolviendo al mundo, y alguno tiene miedo. También los soldados señalan al cielo y a una especie de cono, tan obscuro, que parece hecho de pizarra, y que se eleva como un pino por detrás de la cima de un monte. Parece una tromba marina. Se alza, se alza, parece generar nubes cada vez más negras: de alguna forma, asemeja a un volcán lanzando humo y lava.

Es en esta luz crepuscular y amedrentadora en la que Jesús da Juan a María y María a Juan. Inclina la cabeza, dado que María se ha puesto más debajo de la cruz para verle mejor, y dice: «Mujer: ahí tienes a tu hijo. Hijo: ahí tienes a tu Madre».

El rostro de María aparece más desencajado aún, después de esta palabra que es el testamento de su Jesús, el cual, no tiene nada que dar a su Madre, sino un hombre; Él, que por amor al Hombre la priva del Hombre-Dios, nacido de Ella. Pero trata, la pobre Madre, de no llorar sino mudamente, porque no puede, no puede no llorar… Las gotas del llanto brotan, a pesar de todos los esfuerzos hechos por retenerlas, aun expresando con la boca su acongojada sonrisa fijada en los labios por Él, para consolarle a Él…

Los sufrimientos son cada vez mayores y la luz es cada vez menor.

16 – Es en esta luz de fondo marino en la que aparecen, detrás de los judíos, Nicodemo y José, y dicen: «¡Apartaos!».

«No se puede. ¿Qué queréis?» dicen los soldados.

«Pasar. Somos amigos del Cristo».

Se vuelven los jefes de los sacerdotes. «¿Quién osa profesarse amigo del rebelde?» dicen indignados.

Y José, resueltamente: «Yo, noble miembro del Gran Consejo: José de Arimatea, el Anciano; y conmigo está Nicodemo, jefe de los judíos».

«Quien se pone de la parte del rebelde es rebelde».

«Y quien se pone de la parte de los asesinos es un asesino, Eleazar de Anás. He vivido como hombre justo. Ahora soy viejo. Mi muerte no está lejana. No quiero hacerme injusto cuando ya el Cielo baja a mí y con él el Juez eterno».

«¡Y tú, Nicodemo! ¡Me maravillo!».

«Yo también. Pero sólo de una cosa: de que Israel esté tan corrompido, que no sepa ya reconocer a Dios».

«Me causas horror».

« Apártate, entonces, y déjame pasar. Pido sólo eso».

«¿Para contaminarte más todavía?».

«Si no me he contaminado estando a vuestro lado, ya nada me contamina. Soldado, ten la bolsa y la contraseña». Y pasa al decurión más cercano una bolsa y una tablilla encerada.

El decurión observa estas cosas y dice a los soldados: «Dejad pasar a los dos».

Y José y Nicodemo se acercan a los pastores. No sé ni siquiera si los ve Jesús, en esa bruma cada vez más densa, y velada su mirada con la agonía. Pero ellos sí le ven, y lloran sin respeto humano, a pesar de que ahora arremetan contra ellos los improperios sacerdotales.

17 – Los sufrimientos son cada vez más fuertes. En el cuerpo se dan las primeras encorvaduras propias de la tetania, y cada manifestación del clamor de la muchedumbre los exaspera. La muerte de las fibras y de los nervios se extiende desde las extremidades torturadas hasta el tronco, haciendo cada vez más dificultoso el movimiento respiratorio, débil la contracción diafragmática y desordenado el movimiento cardiaco. El rostro de Cristo pasa alternativamente de accesos de una rojez intensísima a palideces verdosas propias de un agonizante por desangramiento. La boca se mueve con mayor fatiga, porque los nervios, en exceso cansados, del cuello y de la misma cabeza, que han servido de palanca decenas de veces a todo el cuerpo haciendo fuerza contra el madero transversal de la cruz, propagan el calambre incluso a las mandíbulas. La garganta, hinchada por las carótidas obstruidas, debe doler y extender su edema a la lengua, que aparece engrosada y lenta en sus movimientos. La espalda, incluso en los momentos en que las contracciones tetánicas no la curvan formando en ella un arco completo desde la nuca hasta las caderas, apoyadas como puntos extremos en el mástil de la cruz, se va arqueando hacia delante porque los miembros van experimentando cada vez más el peso de las carnes muertas.

La gente ve poco y mal estas cosas, porque la luz ya tiene la tonalidad de la ceniza obscura, y sólo quien esté a los pies de la cruz puede ver bien.

18 – Jesús ahora se relaja totalmente, pendiendo hacia delante y hacia abajo, como ya muerto; deja de jadear, la cabeza le cuelga inerte hacia delante; el cuerpo, de las caderas hacia arriba, está completamente separado, formando ángulo con la cruz.

María emite un grito: «¡Está muerto!». Es un grito trágico que se propaga en el aire negro. Y Jesús se ve realmente como muerto.

Otro grito femenino le responde, y en el grupo de las mujeres observo agitación. Luego un grupo de unas diez personas se marcha, sujetando algo. Pero no puedo ver quiénes se alejan así: es demasiado escasa la luz brumosa; da la impresión de estar envueltos por una nube de ceniza volcánica densísima.

«No es posible» gritan unos sacerdotes y algunos judíos. «Es una simulación para que nos vayamos. Soldado: pínchale con la lanza. Es una buena medicina para devolverle la voz». Y, dado que los soldados no lo hacen, una descarga de piedras y terrones vuela hacia la cruz, y chocan contra el Mártir para caer después en las corazas romanas.

La medicina, como irónicamente han dicho los judíos, obra el prodigio. Sin duda, alguna piedra ha dado en el blanco, quizás en la herida de una mano, o en la misma cabeza, porque apuntaban hacia arriba. Jesús emite un quejido penoso y vuelve en sí. El tórax vuelve a respirar con fatiga y la cabeza a moverse de derecha a izquierda buscando un lugar donde apoyarse para sufrir menos, aunque en realidad encuentra sólo mayor dolor..

19 – Con gran dificultad, apoyando una vez más en los pies torturados, encontrando fuerza en su voluntad, únicamente en ella, Jesús se pone rígido en la cruz. Se pone de nuevo derecho, como si fuera una persona sana con su fuerza completa. Alza la cara y mira con ojos bien abiertos al mundo que se extiende bajo sus pies, a la ciudad lejana, que apenas es visible como un blancor incierto en la bruma, y al cielo negro del que toda traza de azul y luz han desaparecido. Y a este cielo cerrado, compacto, bajo, semejante a una enorme lámina de pizarra obscura, Él le grita con fuerte voz, venciendo con la fuerza de la voluntad, con la necesidad del alma, el obstáculo de las mandíbulas rígidas, de la lengua engrosada, de la garganta edematosa: «¡Eloi, Eloi, lamina sebacteni!» (esto es lo que oigo). Debe sentirse morir, y en un absoluto abandono del Cielo, para confesar con una voz así el abandono paterno.

La gente se burla de Él y se ríe. Le insultan: «¡No sabe Dios qué hacer de ti! ¡A los demonios Dios los maldice!».

Otros gritan: «Vamos a ver si Elías, al que está llamando, viene a salvarle».

Y otros: «Dadle un poco de vinagre. Que haga unas pocas gárgaras. ¡Viene bien para la voz! Elías o Dios porque está poco claro lo que este demente quiere, están lejos… ¡Necesita voz para que le oigan!», y se ríen como hienas o como demonios.

Pero ningún soldado da el vinagre y ninguno viene del Cielo para confortar. Es la agonía solitaria, total, cruel, incluso sobrenaturalmente cruel, de la Gran Víctima.

Vuelven las avalanchas de dolor desolado que ya le habían abrumado en Getsemaní. Vuelven las olas de los pecados de todo el mundo a arremeter contra el náufrago inocente, a sumergirle bajo su amargura. Vuelve, sobre todo, la sensación, más crucificante que la propia cruz, más desesperante que cualquier tortura, de que Dios ha abandonado y que la oración no sube a Él…

Y es el tormento final, el que acelera la muerte, porque exprime las últimas gotas de sangre a través de los poros, porque machaca las fibras aún vivas del corazón, porque finaliza aquello que la primera cognición de este abandono había iniciado: la muerte. Porque, ante todo, de esto murió mi Jesús, ¡oh Dios que sobre Él descargaste tu mano por nosotros! Después de tu abandono, por tu abandono, ¿en qué se transforma una criatura? En un demente o en un muerto. Jesús no podía volverse loco porque su inteligencia era divina y, espiritual como es la inteligencia, triunfaba sobre el trauma total de aquel sobre el que cae la mano de Dios. Quedó, pues, muerto: era el Muerto, el santísimo Muerto, el inocentísimo Muerto. Muerto Él, que era la Vida. Muerto por efecto de tu abandono y de nuestros pecados.

20 – La obscuridad se hace más densa todavía. Jerusalén desaparece del todo. Las mismas faldas del Calvario parecen desaparecer. Sólo es visible la cima (es como si las tinieblas la hubieran mantenido en alto y así recogiera la única y última luz restante, y hubieran depositado ésta, como para una ofrenda, con su trofeo divino, encima de un estanque de ónix líquido, para que esa cima fuera vista por el amor y el odio).

Y desde esa luz que ya no es luz llega la voz quejumbrosa de Jesús: «¡Tengo sed!».

En efecto, hace un viento que da sed incluso a los sanos. Un viento continuo, ahora, violento, cargado de polvo, un viento frío, aterrador. Pienso en el dolor que hubo de causar con su soplo violento en los pulmones, en el corazón, en la garganta de Jesús, en sus miembros helados, entumecidos, heridos. ¡Todo, realmente todo se puso a torturar al Mártir!

Un soldado se dirige hacia un recipiente en que los ayudantes del verdugo han puesto vinagre con hiel, para que con su amargura aumente la salivación en los atormentados. Toma la esponja empapada en ese líquido, la pincha en una caña fina, pero rígida, que estaba ya preparada ahí al lado, y ofrece la esponja al Moribundo.

Jesús se aproxima, ávido, hacia la esponja que llega: parece un pequeñuelo hambriento buscando el pezón materno.

María, que ve esto y piensa, ciertamente, también en esto, gime, apoyándose en Juan: «¡Oh, y yo no puedo darle ni siquiera una gota de llanto!… ¡Oh, pecho mío, ¿por qué no das leche?! ¡Oh, Dios, ¿por qué, por qué nos abandonas así?! ¡Un milagro para mi Criatura! ¿Quién me sube para calmar su sed con mi sangre?… que leche no tengo…».

Jesús, que ha chupado ávidamente la áspera y amarga bebida, tuerce la cabeza henchido de amargura por la repugnancia. Ante todo, debe ser corrosiva sobre los labios heridos y rotos.

21 – Se retrae, se afloja, se abandona. Todo el peso del cuerpo gravita sobre los pies y hacia delante. Son las extremidades heridas las que sufren la pena atroz de irse hendiendo sometidas a la tensión de un cuerpo abandonado a su propio peso. Ya ningún movimiento alivia este dolor. Desde el íleon hacia arriba, todo el cuerpo está separado del madero, y así permanece.

La cabeza cuelga hacia delante, tan pesadamente que el cuello parece excavado en tres lugares: en la zona anterior baja de la garganta, completamente hundida; y a una parte y otra del externocleidomastoideo. La respiración es cada vez más jadeante, aunque entrecortada: es ya más estertor sincopado que respiración. De tanto en tanto, un acceso de tos penosa lleva a los labios una espuma levemente rosada. Y las distancias entre una espiración y la otra se hacen cada vez más largas. El abdomen está ya inmóvil. Sólo el tórax presenta todavía movimientos de elevación, aunque fatigosos, efectuados con gran dificultad… La parálisis pulmonar se va acentuando cada vez más.

Y cada vez más feble, volviendo al quejido infantil del niño, se oye la invocación: «¡Mamá!». Y la pobre susurra: «Sí, tesoro, estoy aquí». Y cuando, por habérsele velado la vista, dice: «Mamá, ¿dónde estás? Ya no te veo. ¿También tú me abandonas?» (y esto no es ni siquiera una frase, sino un susurro apenas perceptible para quien más con el corazón que con el oído recoge todo suspiro del Moribundo), Ella responde: «¡No, no, Hijo! ¡Yo no te abandono! Oye mi voz, querido mío… Mamá está aquí, aquí está… y todo su tormento es el no poder ir donde Tú estás…».

Es acongojante… Y Juan llora sin trabas. Jesús debe oír ese llanto, pero no dice nada. Pienso que la muerte inminente le hace hablar como en delirio y que ni siquiera es consciente de todo lo que dice y que, por desgracia, ni siquiera comprende el consuelo materno y el amor del Predilecto.

Longino, que inadvertidamente ha dejado su postura de descanso con los brazos cruzados y una pierna montada sobre la otra, ora una, ora la otra, buscando un alivio para la larga espera en pie, y ahora, sin embargo, está rígido en postura de atento, con la mano izquierda sobre la espada y la derecha pegada, normativamente, al costado, como si estuviera en los escalones del trono imperial, no quiere emocionarse. Pero su cara se altera con el esfuerzo de vencer la emoción, y en los ojos aparece un brillo de llanto que sólo su férrea disciplina logra contener.

Los otros soldados, que estaban jugando a los dados, han dejado de hacerlo y se han puesto en pie; se han puesto también los yelmos, que habían servido para agitar los dados, y están en grupo junto a la pequeña escalera excavada en la toba, silenciosos, atentos. Los otros están de servicio y no pueden cambiar de postura. Parecen estatuas. Pero alguno de los más cercanos, y que oye las palabras de María, musita algo entre los labios y menea la cabeza.

22 – Un intervalo de silencio. Luego nítidas en la obscuridad total las palabras: «¡Todo está cumplido!», y luego el jadeo cada vez más estertoroso, con pausas de silencio entre un estertor y el otro, pausas cada vez mayores.

El tiempo pasa al son de este ritmo angustioso: la vida vuelve cuando el respiro áspero del Moribundo rompe el aire; la vida cesa cuando este sonido penoso deja de oírse. Se sufre oyéndolo, se sufre no oyéndolo… Se dice: «¡Basta ya con este sufrimiento!» y se dice: «¡Oh, Dios mío, que no sea el último respiro!» .

Las Marías lloran, todas, con la cabeza apoyada contra el realce terroso. Y se oye bien su llanto, porque toda la gente ahora calla de nuevo para recoger los estertores del Moribundo.

Otro intervalo de silencio. Luego, pronunciada con infinita dulzura y oración ardiente, la súplica: «¡Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu!».

Otro intervalo de silencio. Se hace leve también el estertor. Apenas es un susurro limitado a los labios y a la garganta.

Luego… adviene el último espasmo de Jesús. Una convulsión atroz, que parece quisiera arrancar del madero el cuerpo clavado con los tres clavos, sube tres veces de los pies a la cabeza recorriendo todos los pobres nervios torturados; levanta tres veces el abdomen de una forma anormal, para dejarlo luego, tras haberlo dilatado como por una convulsión de las vísceras; y baja de nuevo y se hunde como si hubiera sido vaciado; alza, hincha y contrae el tórax tan fuertemente, que la piel se introduce entre las costillas, que divergen y aparecen bajo la epidermis y abren otra vez las heridas de los azotes; una convulsión atroz que hace torcerse violentamente hacia atrás, una, dos, tres veces, la cabeza, que golpea contra la madera, duramente; una convulsión que contrae en un único espasmo todos los músculos de la cara y acentúa la desviación de la boca hacia la derecha, y hace abrir desmesuradamente y dilatarse los párpados, bajo los cuales se ven girar los globos oculares y aparecer la esclerótica. Todo el cuerpo se pone rígido. En la última de las tres contracciones, es un arco tenso, vibrante, verlo es tremendo. Luego, un grito potente, inimaginable en ese cuerpo exhausto, estalla, rasga el aire; es el “gran grito” de que hablan los Evangelios y que es la primera parte de la palabra “Mamá”… Y ya nada más…

La cabeza cae sobre el pecho, el cuerpo hacia delante, el temblor cesa, cesa la respiración. Ha expirado.

23 – La Tierra responde al grito del Sacrificado con un estampido terrorífico. Parece como si de mil bocinas de gigantes provenga ese único sonido, y acompañando a este tremendo acorde, óyense las notas aisladas, lacerantes, de los rayos que surcan el cielo en todos los sentidos y caen sobre la ciudad, en el Templo, sobre la muchedumbre… Creo que alguno habrá sido alcanzado por rayos, porque éstos inciden directamente sobre la muchedumbre; y son la única luz, discontinua, que permite ver. Y luego, inmediatamente, mientras aún continúan las descargas de los rayos, la tierra tiembla en medio de un torbellino de viento ciclónico. El terremoto y la onda ciclónica se funden para infligir un apocalíptico castigo a los blasfemos. Como un plato en las manos de un loco, la cima del Gólgota ondea y baila, sacudida por movimientos verticales y horizontales que tanto zarandean a las tres cruces, que parece que las van a tumbar.

Longino, Juan, los soldados, se asen a donde pueden, como pueden, para no caer al suelo. Pero Juan, mientras con un brazo agarra la cruz, con el otro sujeta a María, la cual, por el dolor y el temblor de la tierra, se ha reclinado en su corazón. Los otros soldados, especialmente los del lateral escarpado, han tenido que refugiarse en el centro para no caer por el barranco. Los ladrones gritan de terror. El gentío grita aún más. Quisieran huir. Pero no pueden. Enloquecidos, caen unos encima de otros, se pisan, se hunden en las grietas del suelo, se hieren, ruedan ladera abajo.

Tres veces se repiten el terremoto y el huracán. Luego, la inmovilidad absoluta de un mundo muerto. Sólo relámpagos, pero sin trueno, surcan el cielo e iluminan la escena de los judíos que huyen en todas las direcciones, con las manos entre el pelo o extendidas hacia delante o alzadas al cielo (ese cielo injuriado hasta este momento y del que ahora tienen miedo). La obscuridad se atenúa con un indicio de luz que, ayudado por el relampagueo silencioso y magnético, permite ver que muchos han quedado en el suelo: muertos o desvanecidos, no lo sé. Una casa arde al otro lado de las murallas y sus llamas se alzan derechas en el aire detenido, poniendo así una pincelada de rojo fuego en el verde ceniza de la atmósfera.

24 – María separa la cabeza del pecho de Juan, la alza, mira a su Jesús. Le llama, porque mal le ve con la escasa luz y con sus pobres ojos llenos de llanto. Tres veces le llama: «¡Jesús! ¡Jesús! ¡Jesús!». Es la primera vez que le llama por el nombre desde que está en el Calvario. Hasta que, a la luz de un relámpago que forma como una corona sobre la cima del Gólgota, le ve, inmóvil, pendiendo todo Él hacia fuera, con la cabeza tan reclinada hacia delante y hacia la derecha, que con la mejilla toca el hombro y con el mentón las costillas. Entonces comprende. Entonces extiende los brazos, temblorosos en el ambiente obscuro, y grita: «¡Hijo mío! ¡Hijo mío! ¡Hijo mío!». Luego escucha… Tiene la boca abierta, con la que parece querer escuchar también; e igualmente tiene dilatados los ojos, para ver, para ver… No puede creer que su Jesús ya no esté…

Juan, también él ha mirado y escuchado, y ha comprendido que todo ha terminado, abraza a María y trata de alejarla de allí, mientras dice: «Ya no sufre».

Pero antes de que el apóstol termine la frase, María, que ha comprendido, se desata de sus brazos, se vuelve, se pliega curvándose hasta el suelo, se lleva las manos a los ojos y grita: «¡No tengo ya Hijo!».

Luego se tambalea. Y se caería, si Juan no la recogiera, si no la recibiera por entero, en su corazón. Luego él se sienta en el suelo, para sujetarla mejor en su pecho, hasta que las Marías, que ya no tienen impedido el paso por el círculo superior de soldados, porque, ahora que los judíos han huido, los romanos se han agrupado en el rellano de abajo y comentan lo sucedido, substituyen al apóstol junto a la Madre.

La Magdalena se sienta donde estaba Juan, y casi coloca a María encima de sus rodillas, mientras la sostiene entre sus brazos y su pecho, besándola en la cara exangüe vuelta hacia arriba, reclinada sobre el hombro compasivo. Marta y Susana, con la esponja y un paño empapado en el vinagre le mojan las sienes y los orificios nasales, mientras la cuñada María le besa las manos, llamándola con gran aflicción, y, en cuanto María vuelve a abrir los ojos y mira a su alrededor con una mirada como atónita por el dolor, le dice: «Hija, hija amada, escucha… dime que me ves… soy tu María… ¡No me mires así!…». Y, puesto que el primer sollozo abre la garganta de María y caen las primeras lágrimas, ella, la buena María de Alfeo, dice: «Sí, sí, llora… Aquí conmigo como ante una mamá, pobre, santa hija mía»; y cuando oye que María le dice: «¡Oh, María, María! ¿Has visto?», ella gime: «¿Sí!, sí,… pero… pero… hija… ¡oh, hija!…». No encuentra más palabras y se echa a llorar la anciana María: es un llanto desolado al que hacen de eco el de todas las otras (o sea, Marta y María, la madre de Juan y Susana).

Las otras pías mujeres ya no están. Creo que se han marchado, y con ellas los pastores, cuando se ha oído ese grito femenino…

25 – Los soldados cuchichean unos con otros.

«¿Has visto los judíos? Ahora tenían miedo».

«Y se daban golpes de pecho».

«Los más aterrorizados eran los sacerdotes».

«¡Qué miedo! He sentido otros terremotos, pero como éste nunca. Mira: la tierra está llena de fisuras».

«Y allí se ha desprendido todo un trozo del camino largo».

«Y debajo hay cuerpos».

«¡Déjalos! Menos serpientes».

«¡Otro incendio! En la campiña…».

«¿Pero está muerto del todo?».

«¿Pero es que no lo ves? ¿Lo dudas?».

26 – Aparecen de tras la roca José y Nicodemo. Está claro que se habían refugiado ahí, detrás del parapeto del monte, para salvarse de los rayos. Se acercan a Longino. «Queremos el Cadáver».

«Solamente el Procónsul lo concede. Pero id inmediatamente, porque he oído que los judíos quieren ir al Pretorio para obtener el crurifragio. No quisiera que cometieran ultrajes».

«¿Cómo lo has sabido?».

«Me lo ha referido el alférez. Id. Yo espero».

Los dos se dan a caminar, raudos, hacia abajo por el camino empinado, y desaparecen.

27 – Es entonces cuando Longino se acerca a Juan y le dice en voz baja unas palabras que no aferro. Luego pide a un soldado una lanza. Mira a las mujeres, centradas enteramente en María, que lentamente va recuperando las fuerzas. Todas dan la espalda a la cruz.

Longino se pone enfrente del Crucificado, estudia bien el golpe y luego lo descarga. La larga lanza penetra profundamente de abajo arriba, de derecha a izquierda.

Juan, atenazado entre el deseo de ver y el horror de ver, aparta un momento la cara.

«Ya está, amigo» dice Longino, y termina: «Mejor así. Como a un caballero. Y sin romper huesos… ¡Era verdaderamente un Justo!».

De la herida mana mucha agua y un hilito sutil de sangre que ya tiende a coagularse. Mana, he dicho. Sale solamente filtrándose, por el tajo neto que permanece inmóvil, mientras que si hubiera habido respiración éste se habría abierto y cerrado con el movimiento torácico-abdominal…

28 – Mientras en el Calvario todo permanece en este trágico aspecto, yo alcanzo a José y Nicodemo, que bajan por un atajo para acortar tiempo.

Están casi en la base cuando se encuentran con Gamaliel. Un Gamaliel despeinado, sin prenda que cubra su cabeza, sin manto, sucia de tierra su espléndida túnica desgarrada por las zarzas; un Gamaliel que corre, subiendo y jadeando, con las manos entre sus cabellos ralos y entrecanos de hombre anciano. Se hablan sin detenerse.

«¡Gamaliel! ¿Tú?».

«¿Tú, José? ¿Le dejas?» .

«Yo no. Pero tú, ¿cómo por aquí?, y en ese estado…».

«¡Cosas terribles! ¡Estaba en el Templo! ¡La señal! ¡El Templo sacudido en su estructura! ¡El velo de púrpura y jacinto cuelga desgarrado! ¡El sanctasanctórum descubierto! ¡Tenemos la maldición sobre nosotros!». Gamaliel ha dicho esto sin detenerse, continuando su paso veloz hacia la cima, enloquecido por esta prueba.

Los dos le miran mientras se aleja… se miran… dicen juntos: «”Estas piedras temblarán con mis últimas palabras!”. ¡Se lo había prometido!…».

29 – Aceleran la carrera hacia la ciudad.

Por la campiña, entre el monte y las murallas, y más allá, vagan, en un ambiente todavía caliginoso, personas con aspecto desquiciado… Gritos, llantos, quejidos… Dicen: «¡Su Sangre ha hecho llover fuego!», o: «¡Entre los rayos Yeohveh se ha aparecido para maldecir el Templo!», o gimen: «¡Los sepulcros! ¡Los sepulcros!».

José agarra a uno que está dando cabezazos contra la muralla, y le llama por su nombre, y tira de él mientras entra en la ciudad: «¡Simón! ¿Pero qué vas diciendo?».

«¡Déjame! ¡Tú también eres un muerto! ¡Todos los muertos! ¡Todos fuera! Y me maldicen».

«Se ha vuelto loco» dice Nicodemo.

Le dejan y trotan hacia el Pretorio.

El terror se ha apoderado de la ciudad. Gente que vaga dándose golpes de pecho. Gente que al oír por detrás una voz o un paso da un salto hacia atrás o se vuelve asustada.

En uno de los muchos espacios abovedados obscuros, la aparición de Nicodemo, vestido de lana blanca, porque para poder ganar tiempo se ha quitado en el Gólgota el manto obscuro, hace dar un grito de terror a un fariseo que huye. Luego éste se da cuenta de que es Nicodemo y se lanza a su cuello con un extraño gesto efusivo, gritando: «¡No me maldigas! Mi madre se me ha aparecido y me ha dicho: “¡Maldito seas eternamente!”», y luego se derrumba gimiendo: «¡Tengo miedo! ¡Tengo miedo!».

«¡Pero están todos locos!» dicen los dos.

Llegan al Pretorio. Y sólo aquí, mientras esperan a que el Procónsul los reciba, José y Nicodemo logran conocer el porqué de tanto terror: muchos sepulcros se habían abierto con la sacudida telúrica y había quien juraba que había visto salir de ellos a los esqueletos, los cuales, en un instante, se habían recompuesto con apariencia humana, y andaban acusando del deicidio a los culpables, y maldiciéndolos.

Los dejo en el atrio del Pretorio, donde los dos amigos de Jesús entran sin tantas historias de estúpidas repulsas y estúpidos miedos a contaminaciones.

30 – Vuelvo al Calvario. Me llego a donde Gamaliel, que está subiendo, ya derrengado, los últimos metros. Camina dándose golpes de pecho, y al llegar al primero de los dos rellanos, se arroja de bruces, largura blanca sobre el suelo amarillento, y gime: «¡La señal! ¡La señal! ¡Dime que me perdonas! Un gemido, un gemido tan sólo, para decirme que me oyes y me perdonas».

Comprendo que cree que todavía está vivo. Y no cambia de opinión sino cuando un soldado, dándole con el asta de la lanza, dice: «Levántate. Calla. ¡Ya no sirve! Debías haberlo pensado antes. Está muerto. Y yo, que soy pagano, te lo digo: ¡Éste al que habéis crucificado era realmente el Hijo de Dios!».

«¿Muerto? ¿Estás muerto? ¡Oh!…». Gamaliel alza el rostro aterrorizado, trata de alcanzar a ver la cima con esa luz crepuscular. Poco ve, pero sí lo suficiente como para comprender que Jesús está muerto. Y ve también al grupo piadoso que consuela a Maria, y a Juan, en pie a la izquierda de la cruz, llorando, y a Longino, en pie, a la derecha, solemne con su respetuosa postura.

Se arrodilla, extiende los brazos y llora: «¡Eras Tú! ¡Eras Tú! No podemos ya ser perdonados. Hemos pedido que cayera sobre nosotros tu Sangre. Y esa Sangre clama al Cielo y el Cielo nos maldice… ¡Oh! ¡Pero Tú eras la Misericordia!… Yo lo digo, yo, el anonadado rabí de Judá: “Venga tu Sangre sobre nosotros, por piedad”. ¡Aspérjanos con ella! Porque sólo tu Sangre puede impetrar el perdón para nosotros…», llora. Y luego, más bajo, confiesa su secreta tortura: «Tengo la señal que había pedido… Pero siglos y siglos de ceguera espiritual están ante mi vista interior, y contra mi voluntad de ahora se alza la voz de mi soberbio pensamiento de ayer… ¡Piedad de mí! ¡Luz del mundo, haz que descienda un rayo tuyo a las tinieblas que no te han comprendido! Soy el viejo judío fiel a lo que creía ser justicia y era error. Ahora soy una landa yerma, ya sin ninguno de los viejos árboles de la Fe antigua, sin semilla alguna o escapo alguno de la Fe nueva. Soy un árido desierto. Obra Tú el milagro de hacer surgir, en este pobre corazón de viejo israelita obstinado, una flor que lleve tu nombre. Entra Tú, Libertador, en este pobre pensamiento mío prisionero de las fórmulas. Isaías lo dice*: “…pagó por los pecadores y cargó sobre sí los pecados de muchos”. ¡Oh, también el mío, Jesús Nazareno…».

Se levanta. Mira a la cruz, que aparece cada vez más nítida con la luz que se va haciendo más clara, y luego se marcha encorvado, envejecido, abatido.

Y vuelve el silencio al Calvario, un silencio apenas roto por el llanto de María. Los dos ladrones, exhaustos por el miedo, ya no dicen nada.

31 – Vuelven corriendo Nicodemo y José, diciendo que tienen el permiso de Pilatos. Pero Longino, que no se fía demasiado, manda un soldado a caballo donde el Procónsul para saber cómo comportarse, incluso respecto a los dos ladrones. El soldado va y vuelve al galope con la orden de entregar el Cuerpo de Jesús y llevar a cabo el crurifragio en los otros, por deseo de los judíos.

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* lo dice, en Isaías 53, 12.

Longino llama a los cuatro verdugos, que están cobardemente acurrucados al amparo de la roca, todavía aterrorizados por lo que ha sucedido, y ordena que se ponga fin a la vida de los ladrones a golpes de clava. Y así se lleva a cabo: sin protestas, por parte de Dimas, al que el golpe de clava, asestado en el corazón después de haber batido en las rodillas, quiebra en su mitad, entre los labios, con un estertor, el nombre de Jesús; con maldiciones horrendas, por parte del otro ladrón: el estertor de ambos es lúgubre.

32 – Los cuatro verdugos hacen ademán de querer desclavar de la cruz a Jesús. Pero José y Nicodemo no lo permiten.

También José se quita el manto, y dice a Juan que haga lo mismo y que sujete las escaleras mientras suben con barras (para hacer palanca) y tenazas.

María se levanta, temblorosa, sujetada por las mujeres. Se acerca a la cruz.

Mientras tanto, los soldados, terminada su tarea, se marchan. Pero Longino, antes de superar el rellano inferior, se vuelve desde la silla de su caballo negro para mirar a María y al Crucificado. Luego el ruido de los cascos suena contra las piedras y el de las armas contra las corazas, y se aleja.

La palma izquierda está ya desclavada. El brazo cae a lo largo del Cuerpo, que ahora pende semiseparado.

Le dicen a Juan que deje las escaleras a las mujeres y suba también. Y Juan, subido a la escalera en que antes estaba Nicodemo, se pasa el brazo de Jesús alrededor del cuello y lo sostiene desmayado sobre su hombro. Luego ciñe a Jesús por la cintura mientras sujeta la punta de los dedos de la mano izquierda, casi abierta, para no golpear la horrenda fisura. Una vez desclavados los pies, Juan a duras penas logra sujetar y sostener el Cuerpo de su Maestro entre la cruz y su cuerpo.

María se pone ya a los pies de la cruz, sentada de espaldas a ella, preparada para recibir a su Jesús en el regazo.

Pero desclavar el brazo derecho es la operación más difícil. A pesar de todo el esfuerzo de Juan, el Cuerpo todo pende hacia delante y la cabeza del clavo está hundida en la carne. Y, dado que no quisieran herirle más, los dos compasivos deben esforzarse mucho. Por fin la tenaza aferra el clavo y éste es extraído lentamente.

Juan sigue sujetando a Jesús, por las axilas; la cabeza reclinada y vuelta sobre su hombro. Contemporáneamente, Nicodemo y José lo aferran: uno por los hombros, el otro por las rodillas. Así, cautamente, bajan por las escaleras.

33 – Llegados abajo, su intención es colocarle en la sábana que han extendido sobre sus mantos. Pero María quiere tenerle; ya ha abierto su manto dejándolo pender de un lado, y está con las rodillas más bien abiertas para hacer cuna a su Jesús.

Mientras los discípulos dan la vuelta para darle el Hijo, la cabeza coronada cuelga hacia atrás y los brazos penden hacia el suelo, y rozarían con la tierra con las manos heridas si la piedad de las pías mujeres no las sujetara para impedirlo.

Ya está en el regazo de su Madre… Y parece un niño grande cansado durmiendo, recogido todo, en el regazo materno. María tiene a su Hijo con el brazo derecho pasado por debajo de sus hombros, y el izquierdo por encima del abdomen para sujetarle también por las caderas.

La cabeza está reclinada en el hombro materno. Y Ella le llama… le llama con voz lacerada. Luego le separa de su hombro y le acaricia con la mano izquierda; recoge las manos de Jesús y las extiende y, antes de cruzarlas sobre el abdomen inmóvil, las besa; y llora sobre las heridas. Luego acaricia las mejillas, especialmente en el lugar del cardenal y la hinchazón. Besa los ojos hundidos; y la boca, que ha quedado levemente torcida hacia la derecha y entreabierta.

Querría poner en orden sus cabellos, como ya ha hecho con la barba apelmazada por grumos de sangre, pero al intentarlo halla las espinas. Se pincha quitando esa corona, y quiere hacerlo sólo Ella, con la única mano que tiene libre, y rechaza la ayuda de todos diciendo: «¡No, no! ¡Yo! ¡Yo!». Y lo va haciendo con tanta delicadeza, que parece tener entre los dedos la tierna cabeza de un recién nacido. Una vez que ha logrado retirar esta torturante corona, se inclina para medicar con sus besos todos los arañazos de las espinas.

Con la mano temblorosa, separa los cabellos desordenados y los ordena. Y llora y habla en tono muy bajo. Seca con los dedos las lágrimas que caen en las pobres carnes heladas y ensangrentadas. Y quiere limpiarlas con el llanto y su velo, que todavía está puesto en las caderas de Jesús. Se acerca uno de sus extremos y con él se pone a limpiar y secar los miembros santos. Una y otra vez acaricia la cara de Jesús y las manos y las contusas rodillas, y otra vez sube a secar el Cuerpo sobre el que caen lágrimas y más lágrimas.

Haciendo esto es cuando su mano encuentra el desgarro del costado. La pequeña mano, cubierta por el lienzo sutil entra casi entera en la amplia boca de la herida. Ella se inclina para ver en la semiluz que se ha formado. Y ve, ve el pecho abierto y el corazón de su Hijo. Entonces grita. Es como si una espada abriera su propio corazón. Grita y se desploma sobre su Hijo. Parece muerta Ella también.

34 – La ayudan, la consuelan. Quieren separarle el Muerto divino y, dado que Ella grita: «¿Dónde, dónde te pondré, que sea un lugar seguro y digno de ti?», José, inclinado todo con gesto reverente, abierta la mano y apoyada en su pecho, dice: «¡Consuélate, Mujer! Mi sepulcro es nuevo y digno de un grande. Se lo doy a Él. Y éste, Nicodemo, amigo, ha llevado ya los aromas al sepulcro, porque, por su parte, quiere ofrecer eso. Pero, te lo ruego, pues el atardecer se acerca, déjanos hacer esto… Es la Parasceve. ¡Condesciende, oh Mujer santa!».

También Juan y las mujeres hacen el mismo ruego. Entonces María se deja quitar de su regazo a su Criatura, y, mientras le envuelven en la sábana, se pone de pie, jadeante. Ruega: «¡Oh, id despacio, con cuidado!».

Nicodemo y Juan por la parte de los hombros, José por los pies, elevan el Cadáver, envuelto en la sábana, pero también sujetado con los mantos, que hacen de angarillas, y toman el sendero hacia abajo.

María, sujetada por su cuñada y la Magdalena, seguida por Marta, María de Zebedeo y Susana, que han recogido los clavos, las tenazas, la corona, la esponja y la caña, baja hacia el sepulcro.

En el Calvario quedan las tres cruces, de las cuales la del centro está desnuda y las otras dos tienen aún su vivo trofeo moribundo.

35 – «Y ahora» dice Jesús, «poned mucha atención. Te eximo de la descripción de la sepultura, que es correcta ya desde el año pasado: 19 de febrero de 1944. Usaréis, por tanto, esa descripción*, y el P. M. pondrá al final de ella el lamento de María, dado por mí en su momento: 4 de octubre de 1944. Luego pondrás las cosas nuevas que verás. Son partes nuevas de la Pasión y hay que ponerlas en su lugar muy bien para no dejar ni lagunas ni puntos confusos» .

610. Angustia de María en el Sepulcro y unción del Cuerpo de Jesús.

19 de febrero de 1944

1 – Decir lo que experimento es inútil. Haría sólo una exposición de mi sufrimiento; por tanto, sin valor respecto al sufrimiento que contemplo. Lo describo, pues, sin comentarios sobre mí.

2 – Asisto al acto de sepultura de Nuestro Señor.

La pequeña comitiva, bajado ya el Calvario, encuentra en la base de éste, excavado en la roca calcárea, el sepulcro de José de Arimatea. En él entran estos compasivos, con el Cuerpo de Jesús.

Veo la estructura del sepulcro. Es un espacio ganado a la piedra, situado al fondo de un huerto todo florecido. Parece una gruta, pero se comprende que ha sido excavada por la mano del hombre. Está la cámara sepulcral propiamente dicha, con sus lóculos (de forma distinta de los de las catacumbas). Son como agujeros redondos que penetran en la piedra como agujeros de una colmena; bueno, para tener una idea. Por ahora todos están vacíos. Se ve el ojo vacío de cada lóculo como una mancha negra en el fondo gris de la piedra. Luego, precediendo a esta cámara sepulcral, hay como una antecámera, en cuyo centro está la mesa de piedra para la unción. Sobre esta mesa se coloca a Jesús en su sábana.

Entran también Juan y María. No más personas, porque la cámara preparatoria es pequeña y, si hubiera en ella más personas, no podrían moverse. Las otras mujeres están junto a la puerta, o sea, junto a la abertura, porque no hay puerta propiamente dicha.

3 – Los dos portadores destapan a Jesús.

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* esa descripción, que corresponde sólo a la parte inicial de la “visión” del 19 de febrero de 1944, la cual, escrita con más amplitud el 28 de marzo de 1945, continúa en el capítulo siguiente, el 611. En lo relativo a la doble redacción, valga la nota de 587.13.

Mientras ellos, en un rincón, encima de una especie de repisa, a la luz de dos antorchas, preparan vendas y aromas, María se inclina sobre su Hijo y llora. Y otra vez le seca con el velo que sigue en sus caderas. Es el único lavacro para el Cuerpo de Jesús: este de las lágrimas maternas, las cuales, aun siendo copiosas y abundantes sólo bastan para quitar superficialmente y parcialmente la tierra, el sudor y la sangre de ese Cuerpo torturado.

María no se cansa de acariciar esos miembros helados. Y, con una delicadeza mayor que si tocara las de un recién nacido, toma las pobres manos atormentadas, las agarra con las suyas, besa los dedos, los extiende, trata de recomponer los desgarros de las heridas, como para medicarlos y que duelan menos, se lleva a las mejillas esas manos que ya no pueden acariciar, y gime, gime invadida por su atroz dolor. Endereza y une los pobres pies, que tan desmayados están, como mortalmente cansados de tanto camino recorrido por nosotros. Pero estos pies se han deformado demasiado en la cruz, especialmente el izquierdo, que está casi aplanado, como si ya no tuviera tobillo.

Luego vuelve al cuerpo y lo acaricia, tan frío y tan rígido, y, al ver otra vez el desgarrón de la lanza, que ahora, estando supino el Salvador en la superficie de piedra, está totalmente abierto como una boca, y permite ver mejor la cavidad torácica (la punta del corazón puede verse clara entre el esternón y el arco costal izquierdo, y unos dos centímetros por encima se ve la incisión hecha con la punta de la lanza en el pericardio y en el cardio, de un centímetro y medio abundante, mientras que la externa del costado derecho tiene, al menos, siete), al verlo otra vez, María vuelve a gritar como en el Calvario. Tanto se contuerce, llena de dolor, llevándose las manos a su corazón, traspasado como el de Jesús, que parece como si la lanza la traspasara a Ella. ¡Cuántos besos en esa herida! ¡Pobre Mamá!

Luego vuelve a la cabeza, levemente vuelta hacia atrás y muy vuelta hacia la derecha, y la endereza. Trata de cerrar los párpados, que se obstinan en permanecer semicerrados; y la boca, que ha quedado un poco abierta, contraída, levemente desviada hacia la derecha. Ordena los cabellos, que ayer mismo eran tan hermosos y estaban tan peinados y que ahora son una completa maraña apelmazada por la sangre. Desenreda los mechones más largos, los alisa en sus dedos, los enrolla para dar de nuevo a aquéllos la forma de los dulces cabellos de su Jesús, tan suaves y ondeados. Y gime, gime porque se acuerda de cuando era niño… Es el motivo fundamental de su dolor: el recuerdo de la infancia de Jesús, de su amor por Él, de sus cuidados, temerosos incluso del aire más vivo para la Criaturita divina, y el parangón con lo que le han hecho ahora los hombres.

4 – Su lamento me hace sentirme mal. Su gesto me hace llorar y sufrir como si una mano hurgara en mi corazón; ese gesto suyo, cuando Ella, al no poder verle así, desnudo, rígido, encima de una piedra, gimiendo «¿qué te han… qué te han hecho, Hijo mío?», se lo recoge todo en sus brazos, pasándole el brazo por debajo de los hombros y estrechándole contra su pecho con la otra mano y acunándole con el mismo movimiento de la gruta de la Natividad.

4 de octubre de 1944

5 – La terrible angustia espiritual de María.

La Madre está en pie junto a la piedra de la unción, y acaricia y contempla y gime y llora. La luz temblorosa de las antorchas ilumina intermitentemente su cara y yo veo gotazas de llanto rodar por las mejillas palidísimas de un rostro destrozado. Oigo las palabras. Todas. Bien claras, aunque sean susurradas a flor de labios. Verdadero coloquio del alma materna con el alma del Hijo. Recibo la orden de escribirlas.

6 – «¡Pobre Hijo! ¡Cuántas heridas!… ¡Cómo has sufrido! ¡Mira lo que te han hecho!… ¡Qué frío estás, Hijo! Tus dedos son de hielo. ¡Y qué inertes! Parecen rotos. Nunca, ni en el más relajado de los sueños de tu infancia, ni en el profundo sueño de tu fatiga de obrero, estuvieron tan inertes… ¡Y qué fríos están! ¡Pobres manos! ¡Dáselas a tu Madre, tesoro mío, amor santo, amor mío! ¡Mira qué laceradas están! ¡Mira, mira, Juan, qué desgarro! ¡Oh, crueles! Aquí, aquí, con tu Mamá esta mano herida, para que yo te la medique. ¡No, no te hago daño…! Usaré besos y lágrimas, y con el aliento y el amor te calentaré esta mano. ¡Dame una caricia, Hijo! Tú eres de hielo, yo ardo de fiebre. Mi fiebre se verá aliviada con tu hielo y tu hielo se suavizará con mi fiebre. ¡Una caricia, Hijo! Hace pocas horas que no me acaricias y ya me parecen siglos. Pasaron meses sin tus caricias y me parecieron horas porque continuamente esperaba tu llegada, y de cada día hacía una hora, de cada hora un minuto, para decirme que no estabas a una o más lunas lejano de mí, sino solamente a unos pocos días, a unas pocas horas. ¿Por qué, ahora es tan largo el tiempo? ¡Ah, congoja inhumana! Porque has muerto. ¡Te me han muerto! ¡Ya no estás en esta Tierra! ¡Ya no! ¡Cualquiera que sea el lugar a donde lance mi alma para buscar la tuya y abrazarme a ella, porque encontrarte, tenerte, sentirte, era la vida de mi carne y de mi espíritu, cualquiera que sea el lugar en que te busque con la ola de mi amor, ya no te encuentro, no te encuentro ya! ¡De ti no me queda sino este despojo frío, este despojo sin alma! ¡Oh, alma de mi Jesús, oh alma de mi Cristo, oh alma de mi Señor, ¿dónde estás?! ¿Por qué le habéis quitado el alma a mi Hijo, hienas crueles unidas con Satanás? ¿Y por qué no me habéis crucificado con Él? ¿Habéis tenido miedo de un segundo delito? (La voz va tomando un tono cada vez más fuerte y desgarrador.) ¿Y qué era matar a una pobre mujer, para vosotros que no habéis vacilado en matar a Dios hecho Carne? ¿No habéis cometido un segundo delito? ¿Y no es éste el más abominable, el de dejar que una madre sobreviva a su Hijo sañosamente matado?».

7 – La Madre, que con la voz había alzado la cabeza, ahora se inclina de nuevo hacia el rostro sin vida, y vuelve a hablar bajo, sólo para Él:

«Al menos en la tumba, aquí dentro, habríamos estado juntos, como habríamos estado juntos en la agonía en el madero, y juntos en el viaje de después de la muerte y al encuentro de la Vida. Pero, si no puedo seguirte en el viaje de después de la muerte, aquí, esperándote, sí que puedo quedarme».

Se endereza de nuevo y dice con voz fuerte a los presentes:

«Marchaos todos. Yo me quedo. Cerradme aquí con Él. Le esperaré. ¿Decís que no se puede? ¿Por qué no se puede? ¿Si hubiera muerto, no estaría aquí, echada a su lado, a la espera de ser recompuesta? Estaré a su lado, pero de rodillas. Asistí a sus vagidos cuando, tierno y rosado, lloraba en una noche de diciembre. A su lado estaré ahora, en esta noche del mundo que ya no tiene a Cristo. ¡Oh, gélida noche! ¡El Amor ha muerto! ¿Qué dices, Nicodemo? ¿Me contamino? Su Sangre no es contaminación. Tampoco me contaminé generándole. ¡Ah, cómo saliste Tú, Flor de mi seno, sin lacerar fibra alguna! Antes bien, como una flor de perfumado narciso que brota del alma del bulbo matriz y florece aunque el abrazo de la tierra no haya ceñido la matriz; así justamente. Virgen florecer que en ti se refleja, oh Hijo venido de abrazo celestial, nacido entre celestiales inundaciones de esplendor».

8 – Ahora la Madre acongojada vuelve a inclinarse hacia el Hijo, abstrayéndose de cualquier otra cosa que no sea Él, y susurra quedo: «¿Tú recuerdas, Hijo, aquella sublime vestidura de esplendores que todo vistió mientras nacías a este mundo? ¿Recuerdas aquella beatífica luz que el Padre mandó desde el Cielo para envolver el misterio de tu florecer y para que te fuera menos repulsivo este mundo obscuro, a ti que eras Luz y venías de la Luz del Padre y del Espíritu Paráclito? ¿Y ahora?… Ahora obscuridad y frío… ¡Cuánto frío! ¡Cuánto!, ¡y me llena de temblor! Más que aquella noche de diciembre. Entonces, el tenerte daba calor a mi corazón. Y Tú tenías a dos amándote… Ahora… Ahora sólo yo, y moribunda también. Pero te amaré por dos: por los que te han amado tan poco, que te han abandonado en el momento del dolor; te amaré por los que te han odiado. Por todo el mundo te amaré, Hijo. No sentirás el hielo del mundo. No, no lo sentirás. Tú no abriste mis entrañas para nacer; pero, para que no sientas el hielo, estoy dispuesta a abrírmelas y envolverte en el abrazo de mi seno. ¿Recuerdas cómo te amó este seno, siendo Tú una pequeña semilla palpitante?… Sigue siendo el mismo. ¡Es mi derecho y mi deber de Madre! Es mi deseo. Sólo la Madre puede tenerlo, puede tener hacia el Hijo un amor tan grande como el universo».

9 – La voz se ha ido elevando, y ahora con plena fuerza dice:

«Marchaos. Yo me quedo. Volveréis dentro de tres días y saldremos juntos. ¡Oh, volver a ver el mundo apoyada en tu brazo, Hijo mío! ¡Qué hermoso será el mundo a la luz de tu sonrisa resucitada! ¡El mundo estremecido al paso de su Señor! La Tierra ha temblado cuando la muerte te ha arrancado el alma y del corazón ha salido tu espíritu. Pero ahora temblará… ya no por horror y dolor agudo, sino con ese estremecimiento suave, por mí desconocido, pero intuido por mi feminidad, que hace vibrar a una virgen cuando, después de una ausencia, siente la pisada del prometido que viene para las nupcias. Más aún: la Tierra temblará con un estremecimiento santo, como el que yo experimenté hasta mis más hondas profundidades, cuando tuve en mí al Señor Uno y Trino, y la voluntad del Padre con el fuego del Amor creó la semilla de que Tú viniste, oh mi Niño Santo, Criatura mía, toda mía. ¡Toda! ¡Toda de tu Mamá!, ¡de tu Mamá!… Todos los niños tienen padre y madre. Hasta el ilegítimo tiene un padre y una madre. Pero Tú tuviste sólo a la Madre para formarte la carne de rosa y azucena, para hacerte estos recamos de venas, azules como nuestros ríos de Galilea, y estos labios de granado, y estos cabellos de hermosura no superada por las vedijas de oro de las cabras de nuestras colinas, y estos ojos: dos pequeños lagos de Paraíso. No, más bien: del agua de que procede el único y cuádruple Río del Lugar de delicias*, y consigo lleva, en sus cuatro ramales, el oro, el ónice, el bedelio y el marfil, los diamantes, las palmas, la miel, las rosas, y riquezas infinitas, oh Pisón, oh Guijón, oh Tigris, oh Éufrates: camino de los ángeles que exultan en Dios, camino de los reyes que te adoran, Esencia conocida o desconocida, pero viviente, presente, hasta en el más obscuro de los corazones. Sólo tu Mamá te formó esto, con su “sí”… De música y amor te formó; de pureza y obediencia te formé, ¡oh Alegría mía!

10 – ¿Qué es tu Corazón? La llama del mío, que se dividió para condensarse en corona en torno al beso de Dios a su Virgen. Esto es este Corazón. ¡Ah!».

(Es un grito tan desgarrador que la Magdalena y Juan se acercan a socorrerla; las otras no se atreven, y llorando, veladas, miran de soslayo desde la abertura).

«¡Ah, te lo han partido! ¡Por eso estás tan frío y por eso estoy tan fría yo! Ya no tienes dentro la llama de mi corazón, ni yo puedo seguir viviendo por el reflejo de esa llama que era mía y que te di para formarte un corazón. ¡Aquí, aquí, aquí, en mi pecho! Antes que la muerte me quite la vida, quiero darte calor, quiero acunarte. Te cantaba: “No hay casa, no hay alimento, hay sólo dolor”. ¡Proféticas palabras! ¿Dolor, dolor, dolor para ti, para mí! Te cantaba: “Duerme, duerme en mi corazón”. También ahora: aquí, aquí, aquí…».

Y, sentándose en el borde de la piedra, le recoge tiernamente en su regazo pasándose un brazo de su Hijo por los hombros, poniéndose la cabeza de su Hijo apoyada en un hombro y reclinando la suya sobre ella, estrechándole contra su pecho, acunándole, besándole, acongojada y acongojante.

11 – Nicodemo y José se acercan y ponen en una especie de asiento que hay junto a la otra parte de la piedra, vasos y vendas y la sábana limpia y un barreño con agua, me parece, y vedijas de hilas, me parece.

María, que ve esto, pregunta con fuerte voz: «¿Qué hacéis? ¿Qué queréis? ¿Prepararle? ¿Prepararle para qué? Dejadle en el regazo de su Madre. Si logro darle calor, resucita antes; si logro consolar al Padre y consolarle a Él del odio deicida, el Padre perdona antes y Él vuelve antes». La Dolorosa está casi en estado de delirio.

«¡No, no os le doy! Una vez le di, una vez le di al mundo, y el mundo no le ha recibido. Le ha matado por no querer tenerle. ¡Ahora no vuelvo a darle! ¿Qué decís? ¿Que le amáis? ¡Ya! Y entonces ¿por qué no le habéis defendido? Habéis esperado a decir que le queríais cuando ya no podía oíros. ¡Qué pobre el amor vuestro! Pero, si teníais tanto miedo al mundo, que no os atrevíais a defender a un inocente, al menos hubierais debido confiármele a mí, a la Madre, para que defendiera al que de Ella nació. Ella sabía quién era y qué merecía. ¡Vosotros?… Le habéis tenido como

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* Lugar de delicias, el de Génesis 2, 8‑15.

Maestro, pero no habéis aprendido nada. ¿No es, acaso, cierto? ¿Acaso miento? ¿Pero no veis que no creéis en su Resurrección? ¿Creéis? No. ¿Por qué estáis ahí, preparando aromas y vendas? Porque le consideráis un pobre muerto, hoy gélido, mañana descompuesto, y queréis embalsamarle por esto. Dejad vuestros ungüentos. Venid a adorar al Salvador con el corazón puro de los pastores betlemitas. Mirad: duerme. Es sólo un hombre cansado que descansa. ¡Cuánto se ha esforzado en la vida! ¡Cada vez más, ha ido esforzándose! ¡Y, bueno, no digamos ya en estas últimas horas!… Ahora está descansando. Para mí, para su Mamá, es sólo un Niño grande cansado que duerme. ¡Bien míseros la cama y la habitación! Pero tampoco fue hermoso su primer lecho, ni alegre su primera morada. Los pastores adoraron al Salvador mientras dormía su sueño de Niño. Vosotros adorad al Salvador mientras duerme su sueño de Triunfador de Satanás. Y luego, como los pastores, id a decir al mundo: “¡Gloria a Dios! ¡El Pecado ha muerto! ¡Satanás ha sido vencido! ¡Paz en la Tierra y en el Cielo entre Dios y el hombre!”. Preparad los caminos de su regreso. Yo os envío. Yo, a quien la Maternidad hace Sacerdotisa del rito. Id. Yo he dicho que no quiero. Yo he lavado con mi llanto. Y es suficiente. Lo demás no hace falta. Y no os penséis que le vais a poner esas cosas. Más fácil le será resucitar si está libre de esas fúnebres, inútiles vendas. ¿Por qué me miras así, José? ¿Y tú por qué, Nicodemo? ¿Pero es que el horror de hoy os ha entontecido?, ¿os ha hecho perder la memoria? ¿No recordáis? “A esta generación malvada y adúltera, que busca un signo, no le será dada sino la señal de Jonás… Así, el Hijo del hombre estará tres días y tres noches en el corazón de la Tierra”. ¿No lo recordáis? “El Hijo del hombre está para ser entregado en manos de los hombres, que lo matarán, pero al tercer día resucitará”. ¿No os acordáis? “Destruid este Templo del Dios verdadero y en tres días Yo le resucitaré. ¡El Templo era su Cuerpo, oh hombres! ¿Meneas la cabeza? ¿Es compasión hacia mí? ¿Me crees una demente? Pero bueno, ¿ha resucitado a muertos y no va a poder resucitarse a sí mismo?

12 – ¿Juan?».

«¡Madre!».

«Sí, llámame “madre”. ¡No puedo vivir pensando que no seré llamada así! Juan, tú estabas presente cuando resucitó a la hijita de Jairo y al jovencito de Naím. ¿Estaban bien muertos, no? ¿No era sólo un profundo sopor? Responde».

«Estaban muertos. La niña, desde hacía dos horas; el jovencito, desde hacía un día y medio».

«¿Y dio la orden y ellos se alzaron?».

«Dio la orden y ellos se alzaron».

«¿Habéis oído? Vosotros dos: ¿habéis oído? ¿Por qué meneáis la cabeza? ¡Ah, quizás lo que estáis insinuando es que la vida vuelve antes a uno que es inocente y joven! ¡Pues mi Niño es el Inocente! Y es el Siempre Joven. ¡Es Dios mi Hijo!…». La Madre mira con ojos acongojados a los dos preparadores, quienes, desalentados pero inexorables, disponen los rollos de las vendas empapadas ya en los perfumes.

María da dos pasos, ha dejado a su Hijo sobre la piedra con la delicadeza de quien pone en la cuna a un recién nacido, da dos pasos, se inclina al pie del lecho fúnebre, donde, de rodillas, llora la Magdalena; y la aferra por un hombro, la zarandea, la llama: «María. Responde. Éstos piensan que Jesús no podrá resucitar porque es un hombre y, ha muerto a causa de heridas. Pero ¿tu hermano no es mayor que Él?».

«Sí».

«¿No estaba llagado por entero?».

«Sí».

«¿No se corrompía ya antes de descender al sepulcro?».

«Sí».

«¿Y no resucitó después de cuatro días de asfixia y putrefacción?».

«Sí».

«¿Entonces?».

13 – Silencio grave y largo. Luego un grito inhumano. María vacila mientras se lleva una mano al corazón. La sujetan. Pero Ella los rechaza. Parece rechazar a estos compasivos; en realidad rechaza lo que sólo Ella ve. Y grita: «¡Atrás! ¡Atrás, cruel! ¡No esta venganza! ¡Calla! ¡No quiero oírte! ¡Calla! ¡Ah, me muerde el corazón!».

«¿Quién, Madre?».

«¡Oh, Juan! ¡Es Satanás! Satanás, que dice: “No resucitará. Ningún profeta lo ha dicho”. ¡Oh, Dios Altísimo! ¡Ayudadme todos, espíritus buenos, y vosotros, hombres compasivos! ¡Mi razón vacila! No recuerdo nada. ¿Qué dicen los profetas? ¿Qué dice el salmo? ¡Oh, ¿quién me repite los pasos que hablan de Jesús?!».

Es la Magdalena la que con su voz de órgano dice el salmo davídico sobre la Pasión del Mesías.

La Madre llora más fuerte, sujetada por Juan, y el llanto cae sobre el Hijo muerto, que resulta todo mojado de lágrimas. María ve esto, y le seca, y dice en voz baja: «¡Tanto llanto! Y, cuando tenías tanta sed, ni siquiera una lágrima te he podido dar. Y ahora… ¡te mojo entero! Pareces un arbusto bajo un pesado rocío. Aquí, que tu Madre te seca. ¡Hijo! ¡Tanta amargura has experimentado! ¡No caiga ahora el amargor y la sal del llanto materno en tu labio herido!…».

Luego llama fuerte: «María. David no habla… ¿Sabes Isaías? Di sus palabras…».

La Magdalena dice el fragmento sobre la Pasión y termina con un sollozo: «…entregó su vida a la muerte y fue contado entre los malhechores; Él, que quitó los pecados del mundo y oró por los pecadores».

«¡Calla! ¡Muerte no! ¡No entregado a la muerte! ¡No! ¡No! ¡Oh, vuestra falta de fe, aliándose con la tentación de Satanás, me pone la duda en el corazón! ¿Y yo no voy a creerte, Hijo? ¿No voy a creer en tu santa palabra? ¡Díselo a mi alma! Habla. Desde las lejanas regiones a donde has ido a liberar a los que esperaban tu llegada, lanza tu voz de alma a mi alma hacia ti abierta; a mi alma, que está aquí, abierta toda a recibir tu voz. ¡Dile a tu Madre que vuelves! Di: “Al tercer día resucitaré”. ¡Te lo suplico, Hijo y Dios! Ayúdame a proteger mi fe. Satanás la aprisiona entre sus roscas para estrangularla. Satanás ha separado su boca de serpiente de la carne del hombre porque Tú le has arrebatado esta presa, pero ahora ha hincado el garfio de sus dientes venenosos en la carne de mi corazón y me paraliza sus latidos y me quita su fuerza y su calor. ¡Dios! ¡Dios! ¡Dios! ¡No permitas que desconfíe! ¡No dejes que la duda me hiele! ¡No des a Satanás la libertad de llevarme a la desesperación! ¡Hijo! ¡Hijo! Ponme la mano en el corazón: alejará a Satanás. Ponme la mano sobre la cabeza: le devolverá la luz. Santifica con una caricia mis labios y se fortalezcan para decir: “Creo” incluso contra todo un mundo que no cree. ¡Oh, qué dolor es no creer! ¡Padre! Mucho hay que perdonar a quien no cree. Porque cuando ya no se cree… cuando ya no se cree… todo horror se hace fácil. Yo te lo digo… yo que experimento esta tortura. ¡Padre, piedad de los que no tienen fe! ¡Dales, Padre santo, dales, por esta Hostia consumada y por mí, hostia que aún se consuma, da tu Fe a los que carecen de fe!».

14 – Un rato largo de silencio.

Nicodemo y José hacen un gesto a Juan y a la Magdalena.

«Ven, Madre». Es la Magdalena la que habla tratando de separar a María de su Hijo y de desligar los dedos de Jesús entrelazados con los de María, que los besa llorando.

La Madre se yergue. Su aspecto es solemne. Extiende por última vez los pobres dedos exangües, coloca la mano inerte junto al Cuerpo. Luego baja los brazos y, bien erguida, con la cabeza levemente hacia arriba, ora y ofrece. No se oye una sola palabra, pero se comprende que ora, por todo el aspecto. Es verdaderamente la Sacerdotisa ante el altar, la Sacerdotisa en el instante de la ofrenda. «Offerimus* praeclarae majestati tuae de tuis donis, ac datis, hostiam puram, hostiam sanctam, hostiam immaculatam…».

Luego se vuelve: «De acuerdo, hacedlo. Pero resucitará. En vano desconfiáis de mi razón, en vano estáis ciegos a la verdad que Él os dijo. En vano trata Satanás de tender asechanzas a mi fe. Para redimir al mundo falta también la tortura infligida a mi corazón por Satanás derrotado. La sufro y la ofrezco por los que han de venir. ¡Adiós, Hijo! ¡Adiós, Criatura mía! ¡Adiós, Niño mío! ¡Adiós… Adiós… Santo… Bueno… Amadísimo y digno de amor… Hermosura… Gozo… Fuente de salvación… Adiós… En tus ojos… en tus labios… en tu pelo de oro… en tus helados miembros… en tu corazón traspasado… ¡oh, en tu corazón traspasado!… mi beso… mi beso… mi beso… Adiós… Adiós… ¡Señor! ¡Piedad de mí!».

19 de febrero de 1944

15 – Los dos preparadores han terminado de disponer las vendas.

Vienen a la mesa y despojan a Jesús incluso de su velo. Pasan una esponja, me parece; o un ovillo de lino, por los miembros (es una muy apresurada preparación de los miembros, que gotean por mil partes).

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* Oferimus…: ofrecemos a tu superna majestad las cosas que tú mismo nos has dado, esto es, el sacrificio puro, santo e inmaculado… (del Misal Romano).

Luego untan de ungüentos todo el Cuerpo, que queda literalmente tapado bajo una costra de pomada. Lo primero, le han alzado. Han limpiado la mesa de piedra. En ésta han puesto la sábana, que cae por más de su mitad por la cabecera del lecho. Han colocado el Cuerpo apoyado sobre el pecho y han untado todo el dorso, los muslos, las piernas, toda la parte posterior. Luego le han dado la vuelta delicadamente, poniendo atención en que no se desprendiera la pomada de perfumes. Le han ungido también por la parte anterior: primero el tronco; luego los miembros (primero los pies; lo último, las manos, que han unido encima del bajo vientre).

La mixtura de ungüentos debe ser pegajosa, como goma, porque veo que las manos han quedado estables, mientras que antes siempre resbalaban por su peso de miembros muertos. Los pies, no: conservan su posición: uno más derecho, el otro más echado.

Por último, la cabeza: la habían untado esmeradamente (de forma que sus rasgos desaparecen bajo el estrato de ungüento), después, para mantener cerrada la boca, la han atado con la venda que faja el mentón.

María ahora gime más fuerte.

Alzan la sábana por el lado que recaía y la pliegan sobre Jesús, que desaparece bajo su grueso lienzo. Jesús no es ahora sino una forma cubierta por un lienzo.

José comprueba que todo está bien y todavía coloca sobre el rostro un sudario de lino; y otros paños, semejantes a cortas y anchas tiras rectangulares, de derecha a izquierda, sobre el Cuerpo, que sujetan la sábana bien adherida: no es el típico vendaje que se ve en las momias, tampoco el que se ve en la resurrección de Lázaro: es un vendaje en embrión.

Jesús ha quedado anulado. Hasta la forma se difumina bajo los paños. Parece un alargado montón de tela, más estrecho en los extremos y más ancho en el centro, apoyado sobre el gris de la piedra. María llora más fuerte.

4 de octubre de 1944

16 – Dice Jesús:

«Y la tortura continuó con asaltos periódicos hasta el alba del Domingo. Yo tuve, en la Pasión, una sola tentación. Pero la Madre, la Mujer, expió por la mujer, culpable de todos los males, repetidas veces. Y Satanás agredió a la Vencedora con centuplicada saña.

María le había vencido, y Ella recibió la más atroz de las tentaciones. Tentación a la carne de la Madre. Tentación al corazón de la Madre. Tentación al espíritu de la Madre. El mundo cree que la Redención tuvo fin con mi último respiro. No. La coronó la Madre, añadiendo su triple tortura para redimir la triple concupiscencia, luchando durante tres días contra Satanás, que quería llevarla a negar mi Palabra y a no creer en mi Resurrección. Maria fue la única que siguió creyendo. Grande y bienaventurada es también por esta fe.

Has conocido también esto. Tormento que es eco del tormento de mi Getsemaní. El mundo no comprenderá esta página. Pero “los que están en el mundo sin ser del mundo” la comprenderán, y verán aumentado su amor hacia la Madre Dolorosa. Por esto la he dado.

Ve en paz con nuestra bendición».