Hace pocos días escribí: Demos gracias a Dios por Su infinita Paciencia y Misericordia. Luego de hacerlo me invadió una conmoción interior: ¿tenía derecho a colocar la Paciencia de Dios al mismo nivel que Su Misericordia? ¿Y que hay del Amor? ¿Acaso no está el Amor de Dios por encima de Su Paciencia? ¿O no será quizás que la Paciencia Divina es nada más que una parte del Amor y Misericordia de Dios? ¿Es la Paciencia algo distinto, importante, en el Corazón de Jesús? Me consoló el pensamiento de que Dios tiene que ser muy paciente para perdonar y aceptar todo el olvido y traiciones a los que el hombre somete a Su Sagrado Corazón. También me tranquilizó el pensamiento de que, sin dudas, Jesús hace un extensivo uso de Su Paciencia particularmente en estos tiempos, y por ello debemos agradecerle. Allí quedó mi frase, publicada como había sido escrita.
Al día siguiente, una persona me comentó que en un Cenáculo de oración se dijo: “La paciencia es la virtud de los santos”. Una conmoción se produjo en mi interior, al advertir que nuevamente la Paciencia Divina convocaba mi atención. Feliz de haber encontrado un punto de unión en el que Jesús claramente me abrazaba, me uní al ruego de tener al menos un poco de la paciencia de los santos, reflejo de la Paciencia de Dios.
Sin embargo, hoy me invadió una nueva conmoción interior: con alegría retomé la lectura de un hermoso libro sobre la vida del Hermano de Asís, Francisco. Mi señalador me llevó al punto en que me encontraba, momento en que el Pobre Hermano recibía los estigmas del Crucificado en el Monte Alvernia. Retomando la lectura, a las pocas páginas me encuentro con un título que dice: La Paciencia de Dios. Mi corazón dio un salto, ansioso por devorar el texto y comprender que es lo que allí se decía sobre este tema que en pocos días invadía mi entendimiento.
Debilitado por la sangre derramada, por las llagas de pies, manos y costado, Francisco se desbarrancaba hacia los brazos del Amor, su cuerpo muriendo, su alma floreciendo. Vivía envuelto en el dolor y el amor, a tal punto que ambas cosas eran un único nudo en su alma, el dolor y el amor del Crucificado lo habían tomado por completo.
Acurrucado en una gruta del camino de regreso hacia la Porciúncula, Francisco dijo entonces a su compañero fray León:
Respóndeme, hermano, ¿cual es el atributo más hermoso de Dios? El amor, respondió fray León. No lo es, dijo Francisco. La Sabiduría, respondió León. No lo es. Escribe, hermano León:
La perla más rara y preciosa de la Corona de Dios es la Paciencia. Oh, cuando pienso en la Paciencia de mi Dios, me vienen unas ganas locas de estallar en lágrimas y que todo el mundo me vea llorando a mares porque no hay manera mas elocuente de celebrar ese inapreciable atributo. ¡Oh la Paciencia de Dios! Hermano León, ésta mil veces bendita palabra escríbela siempre con letras bien grandes. Cuando pienso en la Paciencia de Dios me siento enloquecer de felicidad. Siento ganas de morir de pura felicidad. Francisco repitió entonces muchas veces, como extasiado, Paciencia de Dios, Paciencia de Dios, hasta que el hermano León se contagió y comenzó a repetir la frase con Francisco.
¿Qué más puedo decir yo de la Paciencia de Dios, que no hubiera dicho el hermano Francisco de Asís? Solo deseo invitarlos a meditar sobre lo inmenso que es el Amor de Dios, reflejado cada día en todo lo que tenemos, en los santos que se derramaron y se siguen derramando sobre el mundo, en los milagros cotidianos, en el misterio de Dios actuando en esta tierra a diario. ¿Y como respondemos nosotros?
Aquí yace el signo de la Paciencia Divina, que sigue insistiendo pese a la falta de respuesta. Es como un teléfono que llama y llama, sin que nosotros nos dignemos a responder. El Señor sigue marcando, día a día, el número de nuestro corazón, el de cada uno de nosotros. ¿Lo haremos seguir esperando?