Una oscuridad asfixiante nos envuelve, no se ve nada alrededor, nada que nos permita comprender las realidades espirituales que permanentemente hacen refugio en nuestras mentes, en nuestra alma. Lo único que se ve y escucha hace referencia al mundo, a sus requerimientos y pretensiones. Se oyen voces que claman por diversión, por progreso, o poder, por belleza, y particularmente por dinero, más y más dinero.
En medio de ese ruido nos invade la sensación de que nuestra miserable contribución a frenar esta locura no produciría ningún efecto. Seriamos una voz ahogada por tanto grito, un clamor ridiculizado, sepultado bajo toneladas de risotadas y miradas intimidatorias. La idea repiquetea en nuestra cabeza, como un aguijón que no nos permite dormir en paz. Y sin embargo, nos vemos a nosotros mismos unidos a ese carnaval de vanidades, y confundidos por tanta búsqueda desenfrenada, ahogamos nuestra conciencia y nos dejamos arrastrar.
El Señor nos dijo que cuando quisiéramos orar, debíamos cerrar la puerta de nuestra habitación y, a solas, hablar con El. Esta verdad Evangélica es y seguirá siendo la mayor clave para la oración contemplativa, para logar el encuentro con el Señor que habita dentro de nosotros. El sabe muy bien que debemos salirnos del ruido del mundo para poder dialogar como amigos, como hermanos, de corazón, a Corazón.
Y es en ese encuentro interior donde veo a la luciérnaga invitándome a comprenderla, a seguirla. Este pequeño insecto, fruto de la Creación, tiene la increíble capacidad de producir luz. Es como un pequeño faro nocturno que se enciende y se apaga, dando a las noches más oscuras la hermosa textura de su presencia destacándose sobre un telón negro y profundo.
La luciérnaga es pequeña, y sin embargo se la puede ver claramente, destacándose a la distancia. En realidad, su mérito no es tanto la luz que emana de su pequeño cuerpo de tanto en tanto, sino el de atreverse a brillar pese a estar envuelta en la oscuridad de la noche. Este pequeño animal nos recuerda que aún en medio de la noche más profunda hay una esperanza de claridad, de luminosidad. Así, la atención de todas las miradas se dirige a ella sin dudar, porque en medio de tanta sombra, no hay otra cosa que atraiga nuestra atención como su hermoso resplandor.
Nosotros, envueltos en la oscuridad del mundo, tenemos miedo de brillar. Tenemos quizás miedo de no ser vistos, o comprendidos, o de ser ahogados por la noche. Y sin embargo, como la luciérnaga, debemos brillar para que la oscuridad se abra a nuestro paso, para que el contraste entre nuestro actuar y el del mundo permita que todos vean en ello el signo del amor y la paz. No vale la timidez, el miedo, el exceso de prudencia, cuando se trata de brillar en la oscuridad. ¿Qué cosa mala nos puede pasar, si estamos brillando en Nombre de Aquel que creó todo lo que nos rodea?
La luciérnaga no se deja intimidar por la oscuridad reinante. Todo lo contrario, es en la oscuridad en que ella lleva a cabo el propósito para el que fue creada. Sin oscuridad, la luz que emite la luciérnaga no tendría ningún merito, ni sentido. Igual nosotros, que tenemos la Palabra como luz que ilumina y corta la oscuridad, debemos usarla para dar testimonio de nuestra misión en la vida.
Porque, si pasamos por este mundo sin hacer brillar la luz que nos ha dado nuestro Maestro a través de Su Palabra, ¿acaso tiene propósito la vida?