Hablar de Dios o no hablar de nada, decía con pasión Santa Teresa de Ávila. Con ese entusiasmo que contagia, cuando hablamos de las cosas de Él. Así me encontraba un día hablando con un grupo de desprevenidos visitantes, que no esperaban encontrarse envueltos en semejante diálogo. Así se daba la charla, hablando de las grandezas del Señor, de Su Amor infinito por nosotros. Uno de los que participaban de tan encendido intercambio, solo miraba, absorbía cada cosa que se decía sin expresar opinión o realizar pregunta alguna.
¿Qué pensamientos habitaban en su corazón? Era un muchacho de aquellos que con sólo verlos uno sabe que son buenos, hechos de buena madera. Mirada sincera, una actitud de enfrentar el mundo con transparencia y curiosidad, también algo de tristeza y dolor. Imposible saber qué cosa ocurría en su alma en ese momento, pero sin dudas que algo hacía el Señor en su interior. Nuestro Jesús acariciaba su corazón y buscaba abrir una rendija para que la luz se precipite y estalle en el rincón más olvidado de sus recuerdos.
Cuando ya nos íbamos se atrevió, y nos habló de su infancia. Nos habló de haber vivido llamados de Dios que de algún modo quedaron sepultados bajo esa herrumbrosa fortaleza llamada madurez. Nos contó de su casa paterna, cuando jugaba de muy pequeño en su patio, con sus amiguitos vecinos. Pero algo conmocionaba su alma, una y otra vez. Siempre que entraba en un depósito donde la familia guardaba los trastos viejos, un rincón oscuro y polvoriento, se encontraba con la misma imagen: Jesús, coronado de espinas, lo miraba, en silencio. Nuestro Jesús miraba a ese niño pequeño sin que nadie más pudiera verlo, con Su Corona de Espinas y una expresión de dolor y tristeza en el Rostro, en el Santo Rostro.
Nuestro amigo no comprendía lo que ocurría. ¿Quién podría explicárselo, si es que hacía falta tanta fe para creerle a un testigo tan insignificante? La imagen de Jesús se grabó en su alma, recorrió los años de su vida oculta en un rincón oscuro de su corazón y emergió iluminada aquel día en que hablábamos de las cosas del Cielo. Lo miré con una sonrisa, y le pregunté: ¿ya comprendiste por qué Jesús se presentó con Su Corona? El no lo sabía, ni lo sabe. Yo quise ayudarlo a buscar el cabo que una ese recuerdo con su vida actual, para transformar su vida en Gracia, en unión con el Corazón Amante de Jesús.
El Señor fue coronado de espinas como burla suprema. El único Rey Verdadero, digno del mejor trono, recibió una Corona hecha de Espinas. El mundo quiso hacer de El una mueca de realeza, y Jesús calló. No hizo falta el reconocimiento del mundo para que El sea coronado como Rey del Universo, sólo el silencio y la humildad acompañaron la burla del hombre. La Corona representó la inutilidad de toda vanidad humana, de las premiaciones y condecoraciones del mundo, del culto a la imagen. Jesús nos invitó así a reconocer la verdadera Realeza, la que proviene del amor, de la sencillez, de la humildad, al mostrarse a nosotros Coronado como el Rey más pobre, el más despojado de toda solemnidad terrenal.
Pero la Corona también tenía largas espinas que se hundieron en las sienes de Jesús, se enredaron en Su ensangrentada cabellera, y abrieron profundas heridas que hicieron brotar Sangre Real. Las espinas clavadas en Su Santa cabeza representaron el dolor que los malos pensamientos del hombre, pasado, presente y futuro, infringieron a Su Sagrado Corazón. Dios hecho Hombre, El quiso cargar con todos los pecados, y los de pensamiento son como silenciosas espadas que atraviesan el alma humana, y la desgarran. Su mirada triste, bajo la Corona de Espinas, reflejó lo que un Dios es capaz de hacer por Sus Hijos, para salvarlos.
Mi amigo fue iluminado en su niñez inocente por los Ojos de Dios, pero de Dios hecho Hombre condenado, coronado de un tejido de espinas. La luz marcó huellas imborrables en su alma, invitándolo a vivir una vida unida a El, compartiendo Su sencillez, Su dolor ante la burla del hombre, Su Pureza de pensamiento, Su deseo irrefrenable de enfrentar la maldad con silencio y paciencia, con inocencia y entrega. Dios quiso invitarlo a comprender que la verdadera fortaleza no es la que el hombre busca, sino la que se esconde en reconocer al Rey de Reyes, en Su Trono, la Cruz. Porque no hay hombre que sea más hombre, que cuando se encuentra de rodillas frente a Su Dios.