Nuestro Amado Jesús tuvo dos naturalezas: la Humana, y la Divina. La Humana provino de Su Madre, Purísima e Inmaculada, la nueva Eva. Y la Divina provino del hecho de que El es el Verbo de Dios, Dios hecho Hombre.
Por eso es que el Credo de Nicea dice que el Hijo de Dios fue engendrado (en Su naturaleza Humana) y no Creado (en Su naturaleza Divina, y debido a que Dios es el Creador de todas las cosas, Jesucristo no puede haber sido Creado). Y ésta doble naturaleza Humana y Divina, se repite en la Santa Iglesia. Como dijo San Pablo, la Iglesia es el Cuerpo Místico de Cristo, donde El es la Cabeza, y los bautizados somos los miembros. Siendo así, también la Iglesia tiene dos facetas, una humana y otra espiritual, Divina.
La parte humana de la iglesia es la visible, la que percibimos con nuestros ojos y nuestros sentidos. Y la parte espiritual es la invisible, pero que inspirada por el Espíritu Santo se manifiesta permanentemente ante nosotros, con los ojos de la fe. Cada uno de nosotros, también, tiene un lado humano y un lado espiritual, cuestión que no debe hacernos olvidar que somos una unidad indivisible: cuerpo y alma. Y si bien nuestro cuerpo debe ser cuidado, ya que Dios nos lo entregó para que sea el vehículo que transporte a nuestra alma a lo largo de nuestro derrotero por la vida terrenal, lo trascendente y no perecedero que Dios nos da es nuestra alma.
De este modo, los aspectos espiritual y humano, cuerpo y alma, se conjugan en forma permanente tanto en la vida de la Iglesia, como en nuestra propia vida individual. Ello nos obliga a un esfuerzo permanente, ya que el lado humano, al ser visible y tangible, nos llama y concentra nuestra atención de manera insistente, minuto a minuto. Nuestro costado espiritual, el llamado de nuestra alma, requiere en cambio un esfuerzo adicional: requiere del ejercicio de la fe, para tornarse en el centro de nuestra vida, como debe ser.
En estos tiempos vivimos momentos de tristeza y angustia porque nuestro amado Juan Pablo II parece acercarse al momento del llamado de Dios, momento tan feliz para su alma, pero tan doloroso para nosotros que debemos seguir formando parte de la Iglesia militante sin contar con su liderazgo. Y se debate por estos días sobre si él debe retirarse de su Trono Pontificio, o seguir allí hasta el final de su vida terrenal. Humildemente, quiero hoy hacer una reflexión respecto de este delicado tema.
Juan Pablo es sin dudas un hombre que está llegando al final de su etapa en la tierra con todas las debilidades de un cuerpo agotado por el paso de los años, pero no es menos cierto que él posee un alma, una espiritualidad que es luz para la Iglesia. Como hombre, él esta llegando a su fin, pero su alma florece y brilla por la entrega, el amor, la fe, el sufrimiento y el dolor que enfrentó a lo largo de los años. Como sucesor de Pedro, hoy Juan Pablo es una roca sólida en lo espiritual, él es una luz que ilumina la parte espiritual de nuestra Iglesia. Se puede decir sin miedo a equivocarse, que si bien se han agotado en gran medida sus fuerzas humanas, su fortaleza espiritual es más grande hoy que nunca, su liderazgo espiritual está en su apogeo, reforzado por la evidente entrega que él hace ante el dolor y el sufrimiento físico.
La pregunta obligada es, entonces, ¿qué es más importante para la Iglesia, su liderazgo espiritual o su liderazgo humano?. Este es un tema opinable, porque los dos aspectos son necesarios para conducir la Barca de Pedro en mares tan tempestuosos. Sin embargo, quiero dar mi opinión personal: creo que para el mundo actual es inmensamente valioso, como faro de liderazgo espiritual, tener a Juan Pablo sentado en el Trono de la Iglesia, aún sabiendo que sus fuerzas humanas llegan a su fin. El es un ejemplo del que emana el lado espiritual no sólo de un hombre entregado a Dios, sino también de la Iglesia que él conduce. Como Cuerpo Místico de Cristo, Juan Pablo nos invita hoy a admirar los aspectos espirituales de la Iglesia, inspirada y custodiada por el Espíritu Santo.
Juan Pablo nos demuestra, con su sola presencia, que Dios quiere de nosotros una total entrega, sin poner “peros” ni hacer preguntas ante nuestro dolor o debilidad humana. Verlo así, tan débil en lo corporal pero tan fuerte en lo espiritual, sentado en el Trono que Jesús le legó a Pedro, me hace pensar en la Misericordia de Dios, que nos regala un tiempo más a Juan Pablo entre nosotros, al timón de la Barca.
Juan Pablo II se vuelve, así, luz de nuestra Iglesia, guía de nuestras almas, que lo miramos como un ejemplo de la parte oculta a nuestros ojos humanos, del costado espiritual de nuestra vida, reflejado en la Naturaleza Divina de Jesús, unida a Su Naturaleza Humana surgida por Obra de Dios, de Su Santísima Madre.
Entonces, como él dijo hace algunos años, repitamos juntos: ¡Madre, somos tuyos!