El Convento de Belén fue construido en la ciudad de Santa Tecla, El Salvador, a mediados del siglo XIX, por el Coronel León Castillo, en cumplimiento de una promesa a la Virgen del Carmen, de la cual era sumamente devoto. En 1864 vinieron a El Salvador los Padres Capuchinos, quienes tomaron posesión del convento y de la Iglesia, a los que dieron el nombre de convento e Iglesia de Belén.
Posteriormente el convento fue habitado por la Srita. Pilar Velásquez y las numerosas niñas a las que ésta, en su inmensa caridad acogía. El convento, entonces, pasó a llamarse Hospicio de Belén. En 1915 las niñas fueron trasladadas al Hospicio Guirola.
En febrero de ese mismo año, doña Clara del Carmen Quirós toma posesión del Convento de Belén, en nombre del Arzobispo de San Salvador, Monseñor Antonio Adolfo Pérez y Aguilar, para fundar en él la Congregación de Carmelitas de San José. Doña Clara tomó el nombre religioso de Madre Clara María de Jesús.
Desde entonces, el Convento de Belén ha sido casa de las Religiosas Carmelitas de San José y de allí toma su nombre la milagrosa imagen del Niño Jesús que se venera en su templo y que es conocido como EL DULCE NIÑO JESÚS DE BELÉN.
Después de la represión por parte del gobierno del levantamiento campesino de 1932, la pobreza se abatió sobe los hogares humildes del occidente del país. Los habitantes de la zona, normalmente de origen indígena, vivían pobremente, esforzándose por ganar el pan de cada día.
Efraín, niño excepcional
En Izalco, una de las zonas más castigadas, vivía una familia muy humilde, formada por Julia y sus cuatro hijos, Efraín de 12 años, Josefita de 10, Angélica de 8 y Patrocinio de 8 años, el padre de los niños, había muerto para los acontecimientos de enero y febrero de 1932.
Efraín era un niño excepcional: Humilde, sincero, honesto, trabajador y muy religioso. Por las tardes, desde que hizo su primera comunión, se le veía pasar algunos ratos en oración en la antigua Iglesia Parroquial de La Asunción.
Temprano, todas las mañanas marchaba con su tío, Juan Nepomuceno, hacia las costas del departamento de Sonsonate, a las playas cercanas al puerto de Acajutla, a pescar, extraer ostras y otros productos del mar, para luego venderlos en Sonsonate o en Izalco.
Una mañana, Efraín y su tío, se dirigieron a la pequeña playa de La Flor, cerca del puerto de Acajutla. La diminuta bahía de La Flor, parece un rinconcito donde hacen su nido las olas del mar, se encuentra rodeada de altas rocas, en las que se incrustan numerosas formaciones de concha nácar y madrépora, que aumentan la belleza del paisaje.
Todo anunciaba que aquel sería un día ordinario, como uno de tantos. Procuraría trabajar intensamente mientras el sol no fuera muy fuerte, para luego irse a la ciudad a vender el pescado, las ostras, las conchas, etc. Y llevaría a su madre el producto de la venta para que comprara lo necesario para la comida de todos.
Efraín llevaba en su cebadera algunos instrumentos que le permitían arrancar de la roca las ostras que después ofrecería a los clientes en la ciudad. Mientras Juan Nepomuceno lanzaba la atarraya en las aguas del mar, Efraín se dedicaba a subir y bajar por las rocas buscando arrancando aquí y allá una ostra. De pronto, a la luz del día que se iniciaba, vio adherido a las rocas, un pequeño objeto que brillaba cuando le daban los nacientes rayos del sol. El hecho llamó la atención del muchacho, que se fue acercando lentamente para investigar de qué cosa se trataba.
Al llegar al lugar en donde se encontraba el objeto que había llamado su atención, Efraín no podía comprender lo que estaba contemplando. Se trataba de una pequeñísima y delicada imagen del Niño Dios que se encontraba adherida a una concha de nácar que a su vez estaba incrustada en una roca.
El niño era una filigrana delicadísima, digna de Benvenuto Cellini, elaborada a base de nácar y madrépora. El rostro del Niño de Belén, es realmente admirable y de una belleza sorprendente. Sus cabellos rizados, hechos de madrépora, entre los que se insinúa la coronita del Rey de los Judíos nacido en Belén. El rostro de nácar con unos ojitos oscuros graciosísimos, una diminuta boquita rosa (diminuto rubí), una nariz respingona y las mejillas ligeramente sonrosadas.
¿Se trata de artificio humano? ¿De un prodigio Celestial elaborado por las manos de los mismos ángeles?
El pequeño Niño de Belén tiene las manitas sobre el pecho, pero en el brazo derecho, cosa extraordinaria, tiene estrechada una ovejita que nos recuerda que es el Buen Pastor, el que da la vida por las ovejas. Se trata de una imagen tan hermosa, que es muy difícil, casi imposible, pensar que sea obra de mano humana.
Del pecho hacia abajo se encuentra cubierto con trocitos de conchas, que simulan una cobija con la que la Santísima Virgen lo habría envuelto al nacer, como lo narra el evangelio de San Mateo.
En su totalidad, la venerada y milagrosa imagen, no pasa de unos cinco centímetros de largo, por unos tres de ancho. Actualmente se encuentra recostada sobre las valvas de una concha abierta, como lo estaría aquel lejano y bendito día en que fue encontrada en la playa de La Flor.
Loco de alegría Efraín, tomó su martillito, su cincel y el cuchillito y con el mayor cuidado fue arrancando de la roca la primorosa imagen y una vez que lo logró, lo envolvió en su pañuelo y lo guardó en la cebadera.
Por el momento no dijo nada de su hallazgo a su tío Juan Nepomuceno, quería que la primera que viera a su Niño Dios fuera su mamá Julia.
Aquella humilde familia de Izalco, consideró una bendición de Dios el hallazgo de la imagen del Niño Dios, pero no comprendieron totalmente el significado religioso y devocional de la misma. Hacerlo ver a las comunidades Cristianas, estaba reservado a las Carmelitas de San José, tal era el designio del Señor.
Madre Clara María, muchos años antes, habló de la llegada del Niño del Mar en su acróstico sobre María:
- Mar que nos dio esta perla
- Anacarada concha
- Ruborosa, entreabierta
- Imitas a las ondas
- Al querellarte a solas.
Payín, como lo llamaban sus hermanas al pequeño Efraín, murió al poco tiempo, dejando a su familia al Niño de Belén. Cada navidad, la madre, doña Julia, sacaba de una pequeña cajita de cedro, en la que guardaba celosamente, la imagen y la colocaba en el Nacimiento, entre la Virgen María y San José. La pequeña imagen del niño de Belén, era para la señora Julia y sus hijas, el recuerdo del hijo que había muerto de una enfermedad desconocida a los quince años de edad. Dios se lo llevó consigo a Efraín para que su alma pura e inocente, no se contaminara con la maldad de este mundo.
Algunos años después, un día 10 de diciembre de 1948, llegaron a la ciudad de Izalco, un grupo de hermanas y novicias Carmelitas de San José, entre las que se encontraba la Reverenda Madre Paula del Divino Salvador, Madre Fidelina del Crucificado Romualdo, también estaban algunas religiosas jóvenes como las Hermanas Julia Vides, Angélica Cano, Herminia de Jesús, una hermana llamada Mariana y la Madre María Luisa Tobar, que es quien aporta estos datos.
La razón del viaje era realizar apostolado en Izalco unos días, que era el lugar de origen de la Madre Fidelina del Crucificado. La primera etapa de la misión, suponía visitar todos los hogares del barrio de Dolores. La navidad estaba muy cerca y en la mayoría de las humildes viviendas habían colocado los nacimientos, al estilo en que suele hacerse en nuestro país.
La noche de navidad, salieron las hermanas a visitar todavía algunos hogares. Entre ellos estaba el de la Señora Julia; las hermanas entraron a la casa, saludaron y se dirigieron al pequeño pesebre para hacer un poco de oración por aquella familia en la que ya había nacido el Niño Jesús.
Al mirar al Dulce Niño de Belén que habían colocado en el pesebre, Madre Paula llamó la atención de las hermanas sobre Él diciendo: ¡miren hermanas qué cosa tan linda!
Todas las hermanas fijaron su mirada en la rara belleza de aquel Niño Dios, hecho todo de conchas marinas. Quedaron fascinadas por el Dulce Niño Jesús.
Madre Paulita pidió a la señora Julia que le permitiera ver de cerca aquel primor de Niño. La señora con gran cuidado lo tomó del pesebre y lo puso en la mano de la religiosa Carmelita. Era tan pequeño que cabía perfectamente en el hueco de la mano de la superiora general de las Carmelitas de San José. Al tenerlo en la mano Madre Paula del Divino Salvador, recordó un sueño que había tenido una noche antes y que explicaba este encuentro de las Carmelitas con el Niño de Belén.
“Unos días antes de partir, Madre Paulita soñó que un niño muy pequeño, extendía hacia Ella sus bracitos y le decía en su lengua infantil: Llévame contigo y dame a conocer. La Madre no comprendió entonces el significado de aquel sueño, lo entendió esa Nochebuena, teniendo al Niño Jesús entre sus manos”.
Madre María Luisa Tobar, testigo presencial de aquellos acontecimientos, los narra de la siguiente manera
“…Entonces Madre Paula le pidió a la señora Julia que se lo prestara para traerlo a Belén, para que lo vieran todas las hermanas, a lo que ésta respondió que no, que hasta el Padre Castillo, párroco del lugar le daba $300 colones para que se lo vendiera, eso es bastante dinero, sobre todo para mí que soy pobre, pero no, yo no se lo vendo, porque es un recuerdo de mi hijo; él lo encontró cuando tenía 13 años y murió cuando tenía 15.
Pero al final, la humilde señora aceptó y lo prestó. Regresamos al convento de Belén y la Reverenda Madre Paulita entró primero, trayendo en una cajita de medicinas al pequeño Niño de Belén, al que contemplaba su ternura y admiraba su belleza; estaba embelesada con la pequeña imagen que traía en sus manos.
En cuanto la gente de los alrededores, se enteró de que las Hermanas habían traído a Belén un Niño Dios que se había encontrado en una concha en las rocas de la playa de La Flor, se acercaron en gran número para maravillarse de aquel prodigio. Y allí mismo el Niño de Belén comenzó a conceder sus favores a los fieles, curando a algunos que padecían enfermedades crónicas.”
Las Madres Carmelitas, sin embargo, no quisieron exponer al Niño a la veneración de los fieles, hasta que fuera aprobado por el señor Arzobispo de San Salvador, Monseñor Luis Chávez y González.
Al día siguiente de regresar de Izalco, Madre Paula del Divino Salvador, acompañada de madre Margarita de Jesús Ayala, se presentó en el Palacio Episcopal, llevando consigo al Niño de Belén, para informar de lo sucedido al Señor Arzobispo y pedir su licencia para exponerlo por un tiempo a la veneración de los fieles en la Iglesia de Belén.
El prudente arzobispo de San Salvador, de santa memoria, pidió que le dejaran la imagen para examinarla detenidamente y decidir si se podía presentar para que los fieles le rindieran culto de veneración.
Pasados unos días, Monseñor Chávez y González se apersonó en el Convento de Belén, para devolver la imagen del Dulce Niño, que había sido examinada detenidamente en sus contenidos iconográficos, sin hallar nada que fuera contrario a la fe católica.
“Yo estaba en la portería, recuerda Madre María Luisa Tobar y Monseñor me pidió que llamara a Sor Paula; yo toqué la campana, y mientras llegaba, Monseñor que tenía al Niño entre sus manos le decía: Mirá Chiquitín, esta casa se les está cayendo a las monjas y no tienen para levantarla, tenés que hacer algo”.
En ese momento se presentó Madre Paula del Divino Salvador, que era la Superiora General y Monseñor Luis Chávez y González le entregó la venerada imagen, autorizando para que se le rindiera culto en la Iglesia de Belén, que también se encontraba en muy mal estado. Fue el Arzobispo el que bautizó al Niño con el título de Niño Jesús de Belén, Salvador del Mundo, y autorizó la jaculatoria con que se le invoca desde entonces:
“Dulce Niño de Belén, Salvador del Mundo, ¡Sálvanos!, ¡Sálvanos!”
La Señora Julia, no sin algunas reticencias, donó a las Hermanas Carmelitas de San José, la imagen del Dulce Niño de Belén, comprendiendo, desde la fe, que en la Iglesia de Belén estaría expuesto a la veneración de los fieles y que desde su trono de amor, distribuiría sus dones y sus beneficios a manos llenas. Las religiosas, por su parte, se comprometieron a educar a los tres hijos de la viuda pobre, Josefita, Angélica y Patrocinio.
Una vez que fue puesto el Niño de Belén a la veneración de los fieles, su fama de milagroso se fue extendiendo por todo el país y hasta por los países vecinos, de donde cada día venían numerosas peregrinaciones a rezar y pedir favores al Dulce Niño de Belén. De aquella visita, todos regresaban consolados a sus hogares.
Al año de albergar la Iglesia de Belén la imagen del Niño Jesús, se presentó el ilustre filántropo Don Walter Thilo Deininger, para ofrecer a las hermanas, construir a sus expensas la nueva Iglesia de Belén y más tarde, la casa religiosa de las hermanas Carmelitas de San José. La oración del Santo Arzobispo, había sido escuchada por el Niño de Belén.
Las devociones populares tienen sus altibajos; lo mismo ha ocurrido con el Dulce Niño de Belén, parece que hubo un tiempo, esos difíciles años posconciliares, en que la devoción hizo crisis, pero conforme las aguas han tornado a su cauce, y se han profundizado los fundamentos bíblicos y teológicos de la devoción a los misterios de la infancia del Señor, la devoción al Niño Jesús, ha ido aumentando de manera extraordinaria en el pueblo de Dios. Actualmente son cientos de personas las que mensualmente visitan la Iglesia de Belén para pedir sus favores y presentar sus acciones de gracias al milagroso Niño Jesús de Belén, Salvador del Mundo.
Su fiesta se celebra el 2 de enero, dentro del tiempo litúrgico de Navidad y en su templo se congregan miles de personas que ya sea individualmente, como familias o en peregrinación, quieren celebrar el amor del Padre, manifestado en Cristo Jesús.
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Fuente: Extracto del libro «Pequeña historia del Dulce Niño Jesús de Belén», de Roberto Bolaños Aguilar