Alguien sabio me enseñó alguna vez que cuando nos hieran en nuestro interior hasta hacernos conmover, sonrojar, indignar, llorar o quizás simplemente enfurecer, debemos detener el mundo a nuestro alrededor y hacer un rápido análisis de qué parte nuestra fue ofendida, motivo de semejante reacción.
Una posibilidad es que nos hirieran en nuestros valores, o quizás en nuestra fe, nuestras convicciones más profundas, o hasta que ofendieran a gente que amamos, con palabras falsas, malintencionadas. En estos casos es lícito que nuestra alma y nuestra mente reaccionen desde la justicia y la verdad. A nosotros corresponderá entonces graduar la reacción, practicando la paciencia, la prudencia, o la justicia, según nuestro discernimiento lo indique en cada circunstancia en particular.
Pero, la otra posibilidad y quizás la más frecuente lamentablemente, es que resultáramos heridos en nuestra vanidad, nuestro ego y amor propio. Es fácil darse cuenta de ello, si es que vemos que en realidad se ha subestimado nuestra jerarquía y autoridad, nuestra imagen o inteligencia, o simplemente nuestras vestiduras, forma de hablar, o hasta algunos mínimos detalles como la forma en que gesticulamos o caminamos.
Resulta obvio comprender que confundir reacciones en las que nuestros valores resultaron heridos, con circunstancias en las que ha sido herida nuestra propia vanidad, configura un juego peligroso para nuestra alma. Licitas las primeras, pecado grave las segundas.
Nuestra vanidad es ese orgullo que nos dificulta aceptar que las cosas son simplemente como son, y que no tiene sentido andar presumiendo o defendiendo quienes somos, o cuanto somos. En realidad, esa vanidad nos impide comprender que es siempre mucho mejor pasar por la nada misma, para que sea Jesús el que se exprese a través nuestro, mientras uno mismo se hace diminuto y vulnerable ante la acción del Maestro.
Cuando somos heridos en nuestro amor propio, debemos pisar los frenos con ambos pies y evitar caer en el precipicio que se abre delante nuestro, porque lo que sigue a una reacción engendrada en la vanidad jamás es bueno. La ceguera espiritual se apodera de nuestra voluntad, cerrando todo espacio para que el Espíritu Santo ya no pueda actuar a través nuestro, y sea el tentador el que se pone al comando. Nos hacemos entonces instrumentos de la tentación como hojas en la tempestad, dispuestos a dejarnos arrastrar a envidias, celos, venganzas, ira, manipulaciones y maquinaciones malignas, y toda una muestra de pecados que podrían adornar los muros exteriores de nuestra casa, nuestra alma, afeándola y volviéndola una cueva de ladrones.
Cuando la vanidad se apodera de nuestra voluntad hacemos que los que nos aman se llenen de miedo e incertidumbre, sorprendidos de ese monstruo desconocido que anidaba dentro nuestro y que ha sido liberado a la luz de forma tan imprevista. La vanidad es capaz de destruir entonces nuestras familias, nuestras amistades, nuestras fuentes de ingresos y vida profesional. Increíblemente es tan grande el potencial daño, que uno se pregunta cuál es el pensamiento que impulsa semejante animo destructivo.
Cuando uno analiza las grandes tragedias que han asolado a la humanidad, principalmente guerras y revoluciones, se trata de comprender la lógica y la razón que está detrás de la cadena de decisiones humanas que las originaron. Y sin embargo, lenta pero consistentemente, surge de la oscuridad de la historia esa palabra tenebrosa que envuelve, ahoga y mutila la inteligencia: vanidad.
Para cualquier persona, un signo de madurez, sabiduría e inteligencia, es no ser dominado por la propia vanidad. Y diría yo que más aun, un signo de fortaleza espiritual es tener bajo control nuestros arranques de vanidad en nuestro día a día. Se requiere mucho discernimiento, esto es la razón iluminada por la fe, para combatir y mantener a raya nuestro amor propio. La verdad es que estamos siempre al borde de un profundo precipicio, espiritual y humano, si fallamos en tan fundamental desafío de nuestra vida.
Señor, dame humildad y hazme pequeño y sencillo, para que no me deje arrastrar por las llamas del amor propio y la vanidad, y me sostenga adherido a la suela de Tu Sandalia como una simple mota de polvo, mientras Tú Caminas por mi vida como Señor de mi historia, de La Historia.
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Autor: www.reinadelcielo.org