¿Cuántas veces lo escuchamos, o lo decimos? ¡Ay, si me ganara la lotería, que distinta sería mi vida! Pero, ¿qué esperamos de la vida? Es realmente insólito, que buscamos y buscamos, pero nunca encontramos satisfacción duradera. Y no aprendemos de nuestros propios desencantos. Tengo presentes esos sueños de ir a un lugar paradisíaco, quizás una playa, o un paisaje soñado. Finalmente un día llegamos, y de primera vista no podemos creer estar allí. ¡Tanto soñarlo! Igualito a las fotos, igualito a como me lo imaginé.
Pero, pasa un rato, y notamos algunas cosas. Hay mosquitos, o hace calor, que me sofoca y pone fastidioso. Por supuesto, en la foto no se notaban ni el calor ni los mosquitos. O quizás hay nieve, ¡qué linda se la ve! Pero el barro y la humedad nos empiezan a molestar. Al rato de estar allí, la imagen de paraíso empieza a diluirse, no es tan perfecto como parecía. Es lindo, a no dudarlo, pero algo nos hace sentir algún tipo de desencanto. No logramos una felicidad o satisfacción duradera, a lo sumo son fogonazos de felicidad, de gozo. Y así, seguimos buscando y buscando sin llegar nunca a destino, a la felicidad perfecta y duradera.
En realidad debemos desear ganarnos la lotería, pero es una lotería distinta. El premio debe ser el abrir nuestro corazón a las pequeñas cosas de la vida, las cosas cotidianas. Encontrar la felicidad en el trabajo de cada día, en tener un momento de paz, compartir una comida en familia. ¡Estamos sentados sobre un tesoro inmenso y no nos damos cuenta! Pero cuando perdemos esas pequeñas grandes cosas, allí nos damos realmente cuenta que teníamos la felicidad a nuestro lado y no supimos reconocerla. Nuestro corazón grita:
¡Era feliz y no lo sabía!
Cuando encontramos la alegría de disfrutar lo simple, lo más cercano, ganamos en paz interior y perdemos esos anhelos desmesurados de playas paradisíacas, o automóviles caros, o tantos otros sueños vanos. Hacer nuestro trabajo, cumplir nuestras obligaciones, o simplemente vivir, serán medios para encontrar la felicidad. Será como leer un libro, el de nuestra propia vida, que se va escribiendo a nuestro alrededor. Y es un libro muy interesante, sólo que tenemos que aprender a prestarle atención, a mirar con cuidado cada una de sus páginas, según se escribe.
En una simple casita de Nazaret, dos mil años atrás, vivieron una sencilla mujer Palestina, su esposo carpintero y Su pequeño Hijo, Hijo Único. ¿Y que hacían? Recogían la verdura del jardín, cosechaban aceitunas de su olivo, iban de compras al mercado, acompañaban a papá José en su taller, se sentaban a ver los pájaros al atardecer, cuidaban de la colmena y recogían la miel, disfrutaban del pequeño jardín de rosas que estaba junto a la casa. ¿Eran felices? Jamás familia alguna encontró tanta felicidad como aquella. Sus pequeñas conversaciones, sobre temas cotidianos, o grandes conversaciones, sobre el Creador que les daba todo lo que necesitaban, enriquecía y alimentaba el amor que los unía. Papá José trabajaba no para llevarlos de vacaciones a Grecia (la moda entre los romanos ricos de aquella época), o para comprar ropas finas. José trabajaba con felicidad, porque el trabajo dignifica al hombre, es la muestra del amor por los que están a nuestro cargo. Y María, igualmente que José, dignificaba su rol de Madre con el trabajo de la casa, con el cuidado de su Hijo.
Esta familia había ganado la lotería, y lo sabía. Como todos nosotros la hemos ganado, pero a diferencia de ellos, no lo sabemos. La lotería de haber nacido de un Dios tan Bueno, de estar en este mundo maravilloso, pleno de oportunidades de amar. Amar es ser semejantes a Dios, porque es poner en práctica lo que El es. Cuando amamos, en lo sencillo, en lo que vivimos a diario, nos hacemos semejantes a El, simplemente porque
¡Dios es Amor!