Durante la noche me visitó la Madre de Dios con el Niño Jesús en los brazos. La alegría llenó mi alma y dije: María, Madre mía, ¿sabes cuánto sufro? Y la Madre de Dios me contestó: «Yo sé cuánto sufres, pero no tengas miedo, porque yo comparto contigo tu sufrimiento y siempre lo compartiré». Sonrió cordialmente y desapareció.
En seguida mi alma se llenó de fuerza y de gran valor. Sin embargo eso duró apenas un día. Como si el infierno se hubiera conjurado contra mí. Un gran odio empezó a irrumpir en mi alma, el odio hacia todo lo santo y divino. Me parecía que esos tormentos del alma iban a formar parte de mi existencia por siempre.
Me dirigí al Santísimo Sacramento y dije a Jesús: «Jesús, Amado de mi alma, ¿no ves que mi alma está muriendo anhelándote? ¿Cómo puedes ocultarte tanto a un corazón que te ama con tanta sinceridad? Perdóname, Jesús, que se haga en mí tu voluntad. Voy a sufrir en silencio como una paloma, sin quejarme. No permitiré a mi corazón ni un solo gemido.
De “La Divina Misericordia y mi alma”
de Santa Faustina Kowalska