Conocemos mucha gente que sufre enfermedades a nuestro alrededor, y casi todos hemos enfrentado en un punto de la vida un momento de preocupación por la salud física. ¿Cómo reaccionamos cuando llegan estas épocas de prueba?
Dios en su infinito amor quiere nuestro bien, y en ese plan permite que nos acose la enfermedad. ¿Por qué?
El Señor sabe muy bien que cuando nos regala prosperidad, gracias y progreso personal y familiar, solemos alejarnos de El. En esos momentos nos llenamos de soberbia y vanidad, creemos que el mérito de lo obtenido es nuestro y no de Dios. No agradecemos, no nos volvemos a El. En resumen: no aprovechamos la oportunidad para cimentar un camino de conversión basado en el agradecimiento y reconocimiento de que fue Dios el artífice de lo logrado. ¡Pero qué ciegos somos!. Nada bueno en este mundo proviene de alguien que no sea el propio Dios. Nuestras virtudes, nuestras aptitudes, lo aprendido, los bienes recibidos, todo proviene de Dios. Y si usamos para el bien esas habilidades naturales o adquiridas, si se transforman en buenas obras: también esas obras provienen de Dios, porque son el resultado de dones recibidos conjugados con el amor por los demás. ¡Reconozcamos de este modo que Jesús está vivo y actúa entre nosotros a través de todo lo bueno que acontece en nuestro día!.
En cambio, cuando Dios permite que la enfermedad u otras tribulaciones se ciernan sobre nuestra vida, pone grandes esperanzas en que eso sirva para nuestra conversión. Y la verdad es que es mucho más frecuente encontrar conversiones profundas originadas en la enfermedad, que en la prosperidad. Es que el reconocerse enfermo obliga a darse cuenta que no somos nada, es un camino a la humildad. Y de este modo, por el sendero de la pequeñez, se nos abre el corazón para poder pedir ayuda al Señor. También es cierto que la enfermedad suele provocar el efecto contrario: que la persona se enoje con Dios, y se aleje aún más de lo que estaba. Pero este es un riesgo que Dios toma, porque siempre es nuestra la opción, nuestro el libre albedrío. El pone las llamadas y los signos en nuestra vida, somos nosotros los que debemos reconocerlos y torcer el rumbo de nuestro destino.
De este modo, quienes sufren enfermedad tienen en el sufrimiento un camino de purificar no sólo las propias faltas, sino las de muchas otras almas también. Son Cruces que, si se llevan con entrega al Señor y no con enojo hacia El, son tomadas por Dios como un regalo que agrada a Su Corazón amante. El Beato Don Orione solía rezar de este modo: “Señor, envíame más Cruces, quiero sufrir más en expiación de la poca disposición de los hombres a llevar Tu Cruz”. En realidad todos los grandes santos tuvieron esta actitud de entrega al sufrimiento, a las tribulaciones que Dios permitía en sus vidas.
El entendimiento humano sobre lo que es bueno o malo para nuestra vida es bien distinto del pensamiento de Dios: El sabe perfectamente qué es bueno para nosotros. Entreguemos, entonces, mansamente nuestra voluntad a la Divina Providencia. Quien encuentra en la enfermedad una vía de llegar a la salvación del alma, no podrá negar luego que Dios le ha hecho un gran bien, cuando se encuentre con El en el Reino. Viviendo aún en este mundo, en esta vida, ¿cómo podemos tratar de entender lo que es bueno o malo para nosotros?.
Veamos en la enfermedad propia o en la de quienes amamos un llamado a la conversión o a la profundización de la conversión. ¡O lisa y llanamente un llamado a la santidad!.
Oremos así:
“Señor, me entrego a Tu Voluntad. Tú sabes lo que es mejor para mi, yo no entiendo, ni pretendo entender. Sé que mi enfermedad es para mi bien, porque sana mi alma, y quizás, sólo quizás, tu querrás sanar mi cuerpo también. Pero eso lo dejo en Ti, Señor, con humildad y entrega. Y te agradezco también todo lo que haces por mi, para que finalmente mi corazón se empequeñezca y se abra, y deje paso a que sea Tu Divina Voluntad la que haga mi día”.