Los cristianos solemos hablar del enemigo, y hasta pedimos en nuestras oraciones que Dios nos libre de él. Pero, ¿Quién es este enemigo? ¿Es un enemigo físico, es quien nos hace daño? No, ni es físico ni es tampoco humano. El verdadero enemigo es la tentación, nuestras propias tentaciones cotidianas.
Pero sepamos algo en forma clara: todas las personas tenemos dentro una tendencia natural hacia el bien, un sentido de felicidad interior y plenitud que aparece cuando obramos con justicia y caridad. Sin embargo, nuestra naturaleza humana imperfecta, herencia de la caída de los primeros padres, Adán y Eva, nos inocula también una desviación permanente hacia el mal, en forma de tentación. Esta actúa como agua que orada y orada nuestro interior. Cuando caemos y hacemos el mal, aparece lo que muchos llaman la conciencia, que es en realidad nuestro natural sentido del bien, y nos genera una culpa que marca claramente que algo no está bien. Todos tenemos conciencia, hasta el peor asesino o criminal.
Esta batalla interior que libramos a diario, y que sólo termina con la muerte, es la que produce la luz o la oscuridad en nuestra alma. Cuando ganamos esas luchas diarias contra la tentación y nos abstenemos de caer, vamos dando luz a nuestro interior. Y cuando caemos sin siquiera luchar, o lo que es peor, sin siquiera reconocer que debemos luchar, vamos oscureciendo nuestra alma más y más. El riesgo es dañarla tanto que llegado un punto esté como muerta, mas allá de que sigamos vivos en nuestros cuerpos. Una conversión es, sin dudarlo, una resurrección del alma, vistas las cosas de este modo.
La lucha interior contra el verdadero enemigo, nuestra propia tentación, debe ser el principal campo de batalla del esfuerzo cotidiano en defensa del bien. Cuando los cristianos nos confundimos y creemos que el enemigo es nuestro hermano que no está en el camino de la fe, o no practica la religión, o nos hace daño, caemos en un tremendo error que oscurece nuestra alma. Caemos en un pecado de falta de caridad.
Muchas veces somos ofendidos, insultados, perseguidos, menospreciados, humillados, lastimados. En nuestro interior crece un sentimiento de indignación y un deseo de contestar, replicar, mostrar nuestro sentimiento encarnecido. ¿Cuál es el verdadero enemigo allí? ¿La persona que nos hiere? El enemigo es nuestra ira, nuestro resentimiento. Sin dudas que la tentación actúa dentro de nosotros para que reaccionemos, empujándonos a caer en el mismo pecado que quien nos hiere, o a veces en uno peor, porque la formación o educación del otro puede ser muy inferior a la nuestra. Por la parábola de los talentos sabemos que Dios puede ver como menos grave el pecado de quien nos agrede, que el nuestro, ya que fuimos educados en la caridad y misericordia hacia el prójimo. En cualquier caso, sólo Dios ve en los corazones para poder juzgar con justicia.
Callar, tolerar, comprender, no replicar, son caminos fundamentales para no caer en las garras del enemigo interior, la tentación. Temer a uno mismo es una clave de crecimiento espiritual. Cuidemos de no caer en la tentación de la ira y el odio, el rencor y la venganza, Dios hará el resto.
¿A quien temo más?. ¿Quién más que uno mismo es responsable del cuidado de la propia alma?. Siendo así, debemos temer a nosotros mismos, a nuestros impulsos y reacciones, antes que a nuestro prójimo. Con amor curamos todas las heridas, las de nuestros hermanos, pero las nuestras también.