Resulta extraordinario advertir en las Sagradas Escrituras como Jesús no realizaba milagros si es que de algún modo alguien no lo pedía abiertamente, con fe. Este aspecto particular del modo en que nuestro Señor actuó cuando estuvo entre nosotros no debe escapar a nuestra atención, a nuestra meditación, porque El nada hizo sin un profundo propósito, sin una finalidad concreta dentro de Su Plan de Salvación. Y mucho menos en este caso, en que fue tan consistente su actuar frente a las necesidades de hombres y mujeres de la Palestina de aquellos tiempos.
Podemos pensar en aquellos leprosos que le gritaron pidiendo la curación, o en el ciego que exclamada ?piedad Hijo de David?, o en el Centurión que le dijo ?no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra Tuya bastará para sanarlo?. En algunos casos eran las madres que pedían por sus hijos con gran fe. En otros eran gestos sin palabras, pero plenos de una manifestación profunda de fe, como la mujer hemorroísa que le tocó el manto sin siquiera decírselo, segura de que de ese modo sería curada. Otros abrían huecos en el techo y descolgaban a sus enfermos en camillas para lograr de ese modo colocarlos a Su lado.
En mi corazón, sin embargo, se han anidado las imágenes en que María, la Virgen Madre del Señor, fue la que empujó con su fe a la manifestación del milagro. En las bodas de Caná fue Ella la que le pidió que resuelva la falta de vino. Jesús pareció apelar el pedido de Su Mamá, para finalmente convertir el agua en vino. Sin embargo, fue en la anunciación donde este particular especto del actuar de Dios se manifestó de la manera más gloriosa y quedó retratado en la retina de los ojos de los siglos, para no borrarse nunca más.
Dios había decidido hacerse Hombre, y vivir una vida como la nuestra, pero sin mancha, una vida perfecta en Santidad. Y había elegido el lugar y el momento, y a la mujer que habría de ser Su Tabernáculo durante nueve escondidos meses, antes de salir a la luz del mundo a dar inicio a la era de la Salvación. También había Dios elegido el modo en que realizaría todo esto, a través de Su Santo Espíritu que sería Esposo de la Mujer elegida para tan extraordinaria obra. Sin embargo, no quiso El forzar decisión alguna, y dando muestras de la más excelsa caballerosidad y respeto por la voluntad de tan extraordinaria mujer, envió un embajador a preguntarle si es que Ella aceptaba y adhería a tan celestial propuesta.
Si, Dios quiso que sea la criatura la que diga sí, acepto. Y la Virgen dio la más maravillosa respuesta que persona alguna jamás diera, o volverá a dar. Ella dijo que si, abriendo las puertas al milagro de la Encarnación. Ese sí nos enseña que Dios obra cuando obtiene nuestra adhesión, nuestra más firme y sincera fe, fe que es expresión del libre uso de nuestra voluntad con una finalidad santa.
De este modo comprendemos que Dios no obra en automático, no anda por el mundo haciendo milagros aquí y allá de acuerdo a las necesidades del hombre. El mira nuestros corazones y espera nuestro gesto de fe, nuestra adhesión a Su Voluntad. Muchas veces nos incomoda y sorprende este particular modo de obrar del Señor, porque eso nos coloca en situaciones incómodas, nos obliga a actuar de maneras que van en contra de las reglas del mundo. Cuanto más fácil sería que Dios viera en nuestros corazones y actuara como con un piloto automático. Claro que El puede hacerlo, pero no sería eso bueno para nuestras almas, no serían nuestros actos los pequeños escalones o peldaños que nos eleven más y más hasta alcanzar las alturas espirituales que nos lleven a conocerlo y amarlo.
Dios necesita de nosotros, no porque El no sea Omnipotente, sino porque Su Voluntad es nuestra salvación. De este modo, necesita que aceptemos Sus sutiles invitaciones e insinuaciones, que tomemos la iniciativa y hagamos explotar nuestra más sincera manifestación de fe. Que se ha acabado el vino, como dijo nuestra Madre en Caná. Que quiero recobrar mi vista Señor, que quiero que mi Hijo recobre su salud, mi Señor, que quiero la conversión de mi familia, mi amado Dios. Y si Dios quiere que seamos Sus instrumentos para dar testimonio de Su amor, de Su poder, ¿cómo podemos decirle que no? ¿Que si El podría obrar en automático y actuar sin nosotros? Por supuesto que podría, ¿pero qué bien enriquecería a nuestras almas entonces?
La fe es el gesto que Dios espera, antes de obrar, antes de intervenir. Jesús nos quiere revestidos de fe, porque esto literalmente derrite a Su Voluntad, haciendo que Su Amor se derrame sobre el mundo utilizándonos a nosotros como canal, como hilo conductor. Por eso es que Jesús dijo que si tuvieramos fe del tamaño de un grano de mostaza, podríamos obrar prodigios. Por supuesto que no seríamos nosotros los que obrariamos esos prodigios, sino el propio Dios, quien no podría resistir tan extraordinario gesto de nuestra parte.
Que Jesús no nos deba decir nunca “hombres de poca fe”, sino que nos mire orgulloso y nos diga en el corazón “Mi Voluntad bendice tu fe, tu fe es la llave que abre las puertas de Mi Sagrado Corazón”. Que así sea.