Crecí y maduré bajo el signo de Juan Pablo II como faro espiritual, cautivado por este hombre que con su magnetismo supo atraer a las multitudes hacia la Iglesia. Alguien me dijo alguna vez que Juan Pablo fue el Párroco del mundo, y quizás alguna verdad exista en esa calificación. Nuestro amado Papa hizo del planeta un pañuelo, y con ese pañuelo se secó lágrimas de alegrías y de tristezas. Nada lo detuvo a la hora de acudir a las multitudes que lo aclamaron en cuanta ciudad se presentara.
Se advierte claramente la Mano de Dios en el surgimiento de un Papa tan especial para estos tiempos. Hombre talentoso en los deportes, en la actuación, filósofo de formación y filósofo en su pluma también, cercano al mundo de los laicos, de los que nunca se apartó ni aún en los últimos momentos de su vida. El comprendió el mundo que lo rodeaba, y las oportunidades que el entorno le ofrecía. Sin dudarlo, se lanzó a la conquista, y los resultados están a la vista. En buena medida, la Polonia liberada del comunismo ateo que hoy conocemos se debe a él. Y quizás en buena medida también a él se deba el destino de libertad que abrazó a tantos otros países de la ex cortina de hierro.
Fue un hombre fuerte, un guerrero con una sonrisa a flor de labios, porque sus armas fueron las del amor expresado a través del Evangelio. Y fue de María, a la que se entregó con su famoso ?Totus Tuus?, todo tuyo Madre. Si, el pontificado de Juan Pablo fue una fiesta, una fiesta de la Iglesia, ofrecida a los habitantes de toda la tierra. Y nosotros, afortunados comensales de su generación, disfrutamos de cada oportunidad en que pudimos contemplar a este extraordinario polaco surgido para y por esta Nueva Evangelización en la que estamos embarcados.
Una fiesta con todas las de la ley. Y como en toda fiesta, el centro fueron los manjares, los extraordinarios manjares que nos ofrece la Iglesia. El nos recordó la importancia de los Santos, por eso fue quien más activamente promovió las causas de canonización, emocionándonos con nombres como Santa Faustina, San Juan Diego, San Pio de Pietrelcina, San Maximiliano Kolbe y tantos otros. La fiesta de Juan Pablo fue Eucarística en su esencia, porque él todo lo realizó alrededor del Pan Sagrado, de la Misa como centro del mundo. El hizo de la oración la música que alegraba nuestra fiesta, extendiendo el Santo Rosario en los misterios de Luz como modo de completar el relato de la vida de Jesús expresado en tan querida devoción.
Pero, como en toda fiesta, todo tiene un final. Dios nos quiso regalar este extraordinario período, de florecimiento, de festejo, para que luego guardemos todo en nuestro corazón, y lo pongamos al servicio de Su obra. La fiesta termina, se van los comensales, y hay que limpiar y poner en orden la casa. No se puede vivir de fiesta permanentemente, de modo ineludible hay que volver al trabajo y a la vida normal. Fue una gran gracia para Juan Pablo el que Dios dispusiera que fuera él quien timoneara la nave de la Iglesia durante periodo tan hermoso, floreciente. Y fue una gran gracia para mi generación el poder disfrutarlo.
Pero el final de fiesta le toca a nuestro querido Papa Benedicto XVI, y no es simple ser el pontífice que suceda a Juan Pablo II, el Grande. Por supuesto que es a él a quien corresponde la misión de retornar a la vida normal luego del exultante ciclo de su predecesor. Benedicto recoge todo lo sembrado por Juan Pablo, pero debe cuidar el campo de tal modo que la cosecha crezca libre de malezas. Su misión no es nada fácil. El debe ordenar, clasificar entre lo bueno y lo malo, descartar o potenciar, según sea lo surgido en el surco de la Evangelización. Se puede decir que su misión está signada por la necesidad de un inmenso trabajo de discernimiento, de juicio.
Benedicto tiene que estar, por la propia naturaleza de su ciclo, sometido a grandes presiones y en cierta medida a la soledad del líder. Separar lo bueno de lo malo nunca es grato ni mucho menos fuente de paz y armonía. Es muy distinta su misión comparada a la de su predecesor. Juan Pablo anduvo por el mundo sembrando paz, amor y la Palabra de Dios. Benedicto tiene que ir por detrás del mismo camino, viendo donde crecieron buenas espigas, y donde cizañas. Nosotros, que amamos a Juan Pablo como el Papa de nuestra generación, debemos comprender la fundamental misión de Benedicto, y amarlo. Para Dios, la importancia de uno es tan trascendente como la del otro.
Debemos ser plantas que den buenos frutos, para honrar a quien sembró a Cristo en nuestro corazón, Juan Pablo II, y para apoyar la difícil misión de quien debe preservar la buena cosecha, libre de malezas. No nos dejemos llevar por habladurías ni por apariencias, porque estos son tiempos de controversia, juzguemos a las obras por sus resultados. Así, y como buenas espigas que se mecen ante la brisa del verano, oremos en agradecimiento porque Dios nos envió un buen sembrador, y oremos también para que el labriego que custodia el campo en estas épocas reciba la fundamental ayuda del Señor. Recemos por nuestro Papa, Benedicto XVI, por su difícil misión, y por nosotros mismos como miembros de la Iglesia que navega mar adentro en este mar del nuevo milenio.