Pensaba que hay momentos en la vida en que nos sentimos infinitamente orgullosos de alguien que amamos de corazón. Si somos padres, vemos el gesto de un hijo o una hija que por primera vez nos sorprende con un signo de adultez, de madurez, y no podemos dejar de emocionarnos hasta las lágrimas mientras nuestro corazón exclama en un grito ¡ese es mi hijo!
En la vida matrimonial, hay momentos en que nos quedamos en silencio observando un gesto de nobleza o de ternura que proviene de nuestra esposa o esposo, y nuestro corazón se inflama de orgullo y grita ¡gracias Dios por haberme dado un matrimonio tan bendecido!
Y por supuesto, nos suele ocurrir que ya maduros en la capacidad de admirar la verdadera sabiduría, advertimos un gesto de nuestro padre o nuestra madre, y viéndonos reflejados en ellos como en un espejo, nos derretimos en el orgullo de provenir de esa rama del árbol de la vida. Nuestra alma grita en agradecimiento por haber sido bendecidos en ellos.
Son momentos de recogimiento interior en los que la luz de la vida nos permite admirar lo esencial, lo que realmente hace la diferencia, desprovistos de la confusión del día a día. Nos ubicamos en nuestro centro y vemos con claridad, por un instante, aquello de bueno que Dios ve en el hombre. Pensemos que el Señor sufre con nuestros errores y con nuestras dudas, pero también se siente feliz cuando contempla gestos de amor y bien en nosotros, Su creación.
Esta relación tan extraordinaria que nos une a nuestro Creador es difícil de entender con una fe humana, o con pura razón. Hay que apelar a una fe sobrenatural, que trascienda los límites de la razón, para comprender la verdadera medida en que Dios nos ama. Si comprendiéramos de cuanto Amor es capaz Dios, yo creo que moriríamos en el acto porque no seríamos capaces de afrontar la tristeza de haberlo decepcionado tantas pero tantas veces.
Pero El nos ama tanto, que nos invita a ir descubriendo Sus misterios paso a paso, como un Verdadero Medico de Almas que da la medicina del modo que mejor haga a Su paciente. Como pacientes de ese Médico, debemos no solo aceptar su tratamiento sino que más importante aún, tomar Su medicina. ¿Cuál es esa medicina se preguntarán ustedes? Pues es Su Palabra, Su Palabra que es la fuente de la Vida Eterna.
Así, Dios nos conoce hasta en el más recóndito rinconcito de nuestra alma. Hablamos de un conocimiento personal, intimo, porque Él nos mira y analiza a cada instante, hasta en lo más profundo de nuestro ser. Y aunque creamos que no lo merecemos, Su Infinito Amor nos hace objetos de Su tiempo y Su dedicación, a cada instante, ahora mismo.
Siente al Señor en tu corazón, ahora. Siente Su Mirada sobre la tuya, pero desde tu interior, porque allí está El. Dile, con sinceridad: “En Tu presencia Señor, me pongo en Tu Presencia. Aquí y ahora, abandono todas mis preocupaciones y pensamientos, abandono el mundo, y me pongo a Tu entera disposición. Habla, Señor, que Tu siervo escucha”. Estos diálogos son parte de la mística católica que durante siglos busca en la contemplación, el encuentro de la criatura con su Creador.
Con esa misma Mirada Divina que nos prodiga, a cada uno de nosotros, El mira también a la máxima obra de Su Creación, la más excelsa joya de Su Corona, la que una vez fuera simplemente María y hoy es la Reina del Cielo y la Tierra. Amada por Dios en forma plena, Ella lo hizo feliz en Su vida en la tierra, y lo hace feliz en el Cielo hoy también. María, nuestra Madre Celestial, hará feliz a Dios por toda la eternidad, sin medida, sin tiempo.
Meditando en esta especialísima relación entre nuestro Dios Trino y tan maravillosa Mujer, no pude dejar de imaginarme la reacción de nuestro Señor ante los gestos y los actos de esta Jovencita de Palestina, lo que siente Dios cuando mira el interior del Inmaculado Corazón de María. ¡Qué orgulloso está El de la respuesta que Ella da a Sus pedidos!
Por eso, se escuchó en el Reino el Grito de Dios retumbar en todas sus habitaciones:
¡Esa es Mi Hija!, gritó Dios Padre.
¡Esa es Mi Esposa!, exclamó alborozado el Espíritu Santo.
¡Esa es Mi Madre!, Dijo en lágrimas Jesús, mientras corría a abrazarla y levantarla en brazos como hace un Hijo orgulloso de Su Mamá.
Y yo, pequeño mortal admirado de la trascendencia de semejante escena, no puedo más que cerrar los ojos y en silencio agradecer a Dios, en Su Santísima Trinidad, por haberme hecho a mí, también, hijo de tan extraordinaria Madre.