¿Cuántas veces hemos escuchado la parábola de la semilla sembrada en distintos suelos? La hemos comprendido, y también tratamos de entender qué clase de suelo somos nosotros, si el camino, o el costado del camino, o las zarzas, o el campo fértil. Meditamos la realidad de la semilla, que debe caer, enterrarse y recibir humedad, para poder estallar y morir dando paso a la vigorosa planta de trigo que va a producir ciento por uno. Sabemos que la muerte de la semilla es lo que da paso a la fructificación de la fuerza que viene de la tierra, del agua, el sol, el aire. Dios nos enseña, a través de este paralelo con la tarea del sembrador, a comprender la importancia de la negación de nosotros mismos, reflejada en la muerte de la semilla que da vida.
Sin embargo, la semilla es en realidad la Palabra de Dios, el mensaje que debe llegar a la tierra y producir el milagro de la vida, vida eterna. Nosotros somos la tierra, sea buena o mala, preparada o inhóspita. Tierra que recibe la semilla para producir o secar, para dar libre espacio al desarrollo de la planta, o para ahogar, para dar alegría al labriego, o dolor y hambre durante el invierno espiritual. Como tierra que somos, debemos estar preparados para recibir la semilla, para ser dignos receptores de la Palabra que tantas veces pasa por nuestros oídos sin producir efecto alguno en nuestra alma. Como tierra estéril, solemos matar la semilla sin darle ninguna humedad ni abrazarla como negro humus pleno de nutrientes, humus que huele a vida al recibir la lluvia primaveral. ¿Quién no siente una alegría inmensa al sentir el olor a la tierra mojada por las primeras gotas de lluvia? Así, Dios se alegra al ver el efecto de la lluvia de Gracia sobre nosotros, que cual tierra fértil nos alistamos para recibir la semilla del Verbo, Su Palabra.
¿Cuál es la herramienta, entonces, que abre la tierra y prepara el surco para que entre firme y segura la semilla? Pensemos en un campo de tierra negra, limpio y sin malezas, tierra húmeda y con olor a vida. Veamos entonces como la Mano de Dios arroja la semilla, Su Palabra, que cae en cada surco y se instala allí segura de poder germinar, brotar, y dar frutos más que suficientes. La herramienta es el arado, frió metal que corta la tierra y separa el material orgánico a derecha e izquierda, empujado por la fuerza de la mano del sembrador que firme y segura guía la tarea del dueño del campo.
En la vida espiritual el arado es el dolor, dolor que abre nuestra alma y la prepara para recibir la semilla de la Palabra que despierte nuestra dormida fe. Cuando en nuestra alma no hay dolor, hay vanidad y seguridad humanas que hacen que la semilla quede posada en la dura superficie de la tierra sin arar. De este modo, el alma que se siente segura, sin necesidad de ayuda Divina, rechaza la semilla. Dios sabe que somos así, lo que no deja de provocarle gran dolor. Sin embargo, en Su Infinita Misericordia, no interrumpe Su esfuerzo salvador. El trata de romper la costra dura que cubre el terreno de nuestra alma, costra de vanidad y soberbia, exceso de confianza en uno mismo y autosuficiencia, ¡omnipotencia! Qué locura, el hombre reviste su alma de duro metal, que resiste y rechaza la Palabra y la ayuda Divina.
El arado rompe, despedaza, abre, expone el alma al exterior para que la lluvia prepare, para que el sol germine la semilla. El dolor redime, cuando el alma responde al llamado. El arado-dolor produce el efecto de la Cruz, Madero Glorioso desde el que Jesús abrió un enorme surco en el mundo, para que Su Palabra entre y germine dando frutos de Salvación eterna. Como tierra que quiere ser fértil, no podemos rechazar el dolor sino agradecerlo como esfuerzo del Labriego Celestial que nos prepara en humildad y mansedumbre para poder recibir la simiente de la Palabra Eterna. Dios nos quiere mansos y humildes, sencillos y entregados a Su Voluntad, dispuestos a tomar la cruz-arado que El nos envía con la sabiduría del Labriego Divino.
El arado no se detiene, abre profundas grietas en las almas del mundo y de cada hombre. A veces la tierra responde y se prepara para la Gracia que se avecina, muchas otras veces se cierra sobre si misma y rechaza la herramienta del Labriego. Qué doloroso es para Dios ver que el dolor enviado a un alma produce un efecto contrario al amor, originando más resentimiento y odio contra Dios. Enojarse contra el Labriego Celestial y contra Su arado de dolor es una falta no solo contra Dios, sino también una falta grave de inteligencia humana. Bastan los miles de ejemplos que nos muestra la historia, donde se ve a las claras que los grandes hombres se acrisolaron en el dolor, nunca en la opulencia. Entonces, si no es porque se comprende la Gracia espiritual que el dolor representa, el hombre debiera al menos comprender que el dolor nos hace crecer en términos humanos. Lo que no me mata me hace crecer, dice el dicho popular. Y Dios, en este caso, está de acuerdo con esta frase producida por el ingenio del hombre.