Una oración que es un compendio de la historia del mundo, que en pocas palabras pone en secuencia perfecta los hechos más relevantes de ésta maravillosa historia de amor, del amor de un Dios por Su criatura. Palabra por palabra va desandando los pasos que marcan desde el origen de los tiempos, hasta el retorno del hombre al paraíso que nunca debió perder.
Porque yo creo en Dios Padre Todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra, desde el Génesis, el origen de todo. Nuestro Papá Bueno puso en el pueblo Judío la semilla de Su Amor, para que fructifique y nos lleve a la Jerusalén Gloriosa. La Jerusalén que fue Su Casa, Su Morada, lugar al que El iba a venir a nosotros hecho Hombre, hecho Hermano nuestro.
Así es que yo creo en Jesucristo, Su Único Hijo, nuestro Señor, porque como dice Juan en el inicio de su Evangelio, el Verbo existió desde el inicio. Cristo estaba presente desde antes de la misma creación, porque es parte del Padre, es Dios como El y en El. Pero el Verbo quiso encarnarse y venir a nosotros, por eso fue Concebido por Obra y Gracia del Espíritu Santo, de El mismo, el mismo Dios que es Padre, Hijo y Espíritu Divino.
Dios quiso vivir nuestra misma aventura terrenal, quiso vivir una vida como la nuestra. Y así nació de Santa María Virgen, la Criatura más perfecta que Dios jamás creó. Ella se transformó en el Nuevo Templo, la Nueva Casa de Dios en medio de Su pueblo. Pero Su pueblo no lo reconoció, y El padeció bajo el poder de Poncio Pilatos, siendo humillado y despreciado, hasta el extremo de que fue Crucificado, Muerto y Sepultado.
Pero nuestro Dios hecho Hermano, hecho Hombre, no vino en vano. Su Cruz fue triunfo, Su sacrificio debía abrir los Cielos de la Salvación para nosotros. Por eso es que descendió a los infiernos, y al tercer día Resucitó entre los muertos. De éste modo completó la obra de la Redención, y reconcilió al hombre con Su Padre, lavando las culpas de Adán, y transformándose en el nuevo Adán, el Hombre Perfecto en el Amor que Dios siempre esperó de Su Criatura.
Habiendo culminado Su tiempo en ésta tierra, El subió a los Cielos, y está sentado a la derecha de Dios Padre Todopoderoso. Jesús volvió a Su Casa después de habernos mostrado con Su ejemplo el Camino a nuestro Hogar, la Verdad de Su Palabra, y la Vida Eterna, la Vida en el Reino de Su Padre. Y desde allí vendrá a juzgar a vivos y muertos, como el Justo Juez. Porque El se ha ganado todos los méritos para juzgarnos, habiendo comprado Su Trono, que es la Cruz, al precio de Su Sangre.
Sin embargo, Jesús no quiso dejar Su Obra incompleta. El fundó Su nuevo Pueblo, que lleva Su Nombre, derramando el Pentecostés en el Cenáculo para dar vida eterna a Su nueva y naciente Iglesia. Por eso es que yo creo en el Espíritu Santo, Señor y Dador de Vida, fuerza vital que nos anima como Iglesia, Cuerpo Místico de Cristo. Y también creo en la Santa Iglesia Católica, construida sobre la sangre de los mártires en aquellos primeros siglos después de la Ascensión del Señor a Su Reino. Y cómo no creer en la Comunión de los Santos, en la unión de las almas santas, las que llegaron al Reino, con las que aún están en el lugar de la purificación, unidas a las de aquellos que todavía estamos militando aquí. Los santos han dado vida a la iglesia a lo largo de los siglos, porque han sido el vehículo, el canal a través del cual Dios ha formado y hecho crecer a Su Cuerpo Místico hasta llevarlo a la edad madura.
Por eso, porque nuestra Iglesia ha llegado a la edad madura, creo en el perdón de los pecados. No sólo porque es un Sacramento que Jesús mismo nos ha legado, sino porque es evidente que vivimos los tiempos de la Misericordia, como Jesús mismo se lo anunció a Santa Faustina. Este es un tiempo de Gracia, como nos dice la Virgen en Medjugorje. Es un tiempo de espera, de perdón frente a tantos pecados de negación de Dios que comete el mundo actual.
Y si ya hemos llegado al perdón de los pecados, a los tiempos de la Misericordia, ¿qué falta, según el Credo, para que culmine ésta historia? Sólo resta que el Credo me recuerde que creo en la resurrección de la carne, y la Vida Eterna. O sea, que estamos en la última estación antes de que se lleve a cabo la promesa de Jesús, la promesa del Reino.
El Credo es la suprema expresión de fe que rezamos en cada Eucaristía. Con nuestros ojos elevados al Cielo le mostramos a Dios nuestra confianza en Su Palabra, en Su Anuncio. Y si bien no sabemos cuanto tiempo queda para que se cumpla lo anunciado, también está claro que estamos en el bloque final de ésta historia, ya sea que este último capítulo dure mil años o un día. ¡Que así sea!