Nosotros ingresamos al tiempo, a la eternidad de la que nunca salimos, en el momento de nuestra concepción. Sin embargo Dios existe desde antes de que el tiempo fuera creado, porque El creó el tiempo. De hecho El es el Eterno, el Único, el que Es.
Para nuestra limitada mente, comprender el fenómeno del tiempo y de la secuencia en que los eventos de la historia se engarzan en el fluir de la eternidad, es imposible. Pero para Dios, ese fluir de eventos es algo instantáneo, por definirlo de algún modo. Es como decir que Dios ve toda la historia del mundo en el mismo plano, como en una fotografía en la que El ve todo, algunas cosas en un extremo de la foto, y otras en el extremo opuesto, pero en el mismo acto.
Así debemos comprender el modo en que El ha engarzado los hechos fundamentales que hacen a la historia del pueblo de Dios, el pueblo Judío y nosotros como heredero de ese legado. Miremos por un instante ciertos eventos separados por siglos, pero unidos por el mismo hilo conductor, hechos que van asociados indeleblemente unos a otros.
Cuando Dios pide a Moisés que cada familia debía matar a un cordero, sano, y asarlo para comerlo en determinado día, daba la clave para salvar a esa familia del paso del ángel exterminador por Egipto. Cada padre debía elegir a ese cordero, matarlo, y pintar con su sangre la puerta de la casa familiar, marcándola para que Dios reconozca en ella a Sus amigos, Su pueblo. El cordero debía ser luego comido por los habitantes de la casa, hasta agotarlo. Este signo que Dios pidió al pueblo Judío permitió que el sacrificio ofrecido salve al hijo primogénito de la familia del paso del angel exterminador.
Muchos siglos después Jesús celebró la Noche de Pascua del modo ritual establecido, con Sus amigos, recordando este episodio de la historia de Su pueblo. Primero comieron el cordero, rememorando la alianza de Su pueblo con Dios, la vieja alianza. Y luego, Jesús abrió las puertas de la Nueva Alianza, introduciendo el Milagro Perpetuo que sella con la Sangre del Nuevo Cordero la unión de Dios con Su Nuevo Pueblo.
Dios, esa noche, nos mostró como El iba a sacrificar a Su Cordero, nada más ni nada menos que a Su propio Hijo Unigénito, para la salvación de Sus hijos, Nosotros. Así, Jesús y Sus amigos comieron el Pan Consagrado, que es el Cuerpo de Cristo, mostrando el Sacrificio que el Creador iba a realizar unas horas después, sobre el altar del Gólgota. Ya no eran los padres de familia judíos los que sacrificarían un cordero perfecto, elegido, para la salvación de los suyos. Ahora era Dios el que sacrificaba a Su Cordero Perfecto, Elegido, para la salvación del mundo.
La sangre del cordero sacrificado se utilizó en Egipto para marcar las casas con el signo de “Amigos de Dios”. La noche del Jueves Santo, la Sangre del Cordero Nuevo, en la forma del Vino Consagrado, fue bebida por los amigos de Jesús para marcar sus ?casas? como Templos del Espíritu Santo. El Vino Consagrado, hecho Sangre del Cordero, entró en los cuerpos y los corazones de los Apóstoles y los identificó con la marca de ?Mis amigos?, y con la firma del mismo Dios. Claro que los Apóstoles no entendieron lo que ocurría en ese momento, puesto que estaban demasiado turbados y asustados como para ver con claridad como la historia de su pueblo y de Moisés se transformaba en perfecto prefacio para el Sacrifico del Cordero que iba a ocurrir en la mañana siguiente, el Viernes Santo.
Hoy seguimos comiendo del Cuerpo del Nuevo Cordero, que Dios Padre ha sacrificado por nosotros, y bebiendo de la Sangre del Hijo de Dios, para nuestra salvación. La historia del pueblo elegido salvado en Egipto se repite, sólo que nosotros, como el Nuevo Pueblo, tenemos a un Cordero Infinitamente Valioso ofrecido en el Altar del Sacrificio. Dios Padre sigue ofreciendo a Su Hijo, y Jesús sigue mansamente las órdenes de Su Padre, dándose a la humanidad en un acto de poder absoluto, un poder indestructible, el poder del Amor hecho Muerte en Cruz.
Para Dios, estos hechos se encadenan formando un mismo eje, mientras que para nosotros aparecen separados por siglos, y de cierto modo desconectados. Debemos ver con los ojos de Dios, porque la historia de Moisés, el Sacrificio de Jesús en la tarde del Viernes Santo, y la Hostia que se consagra frente a nosotros en cada Misa, son hechos que se hilvanan formando un solo cuadro, una sola escena de la historia.
Cada vez que comulgamos el Cuerpo de Cristo, nos unimos a la historia de Salvación de nuestro pueblo, rememorando el cordero que el Pueblo de Moisés comió aquella noche en Egipto, pero mucho más importante, comemos el Cordero que el Padre del Cielo sacrificó para nosotros, para nuestra Salvación. El Milagro Perpetuo, la Santa Misa, centro de nuestra vida y de la Iglesia de Jesús, nunca perecerá, porque el mal nunca prevalecerá sobre Ella, como nos lo dice el mismo Señor en Su Palabra.
Ayer, hoy y siempre, nos unimos a Dios en Cuerpo y Sangre, con Dios Presente realmente en el Pan Eucarístico, Dios presente realmente en el Vino Consagrado. Jesucristo, Rey del Universo, se da a nosotros mansamente, como Sacrificio Perpetuo que nos redime de nuestras culpas, por nuestra salvación.
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