Hace algunos años, tuve la ocasión de conocer laboralmente a dos hombres que trabajaban en equipo largas horas al día. Una mañana nos enteramos que uno de ellos había fallecido en un accidente de automóvil, la noche anterior. Con gran preocupación esperamos la llegada de su compañero, para darle la terrible noticia. Cuando se enteró, guardó un largo silencio, y luego dijo: “Y,… andaba muy fuerte…”.
El hombre le había dicho muchas veces a su amigo que no manejara su auto de ese modo, que ponía en riesgo su vida y la de otros. Esta preocupación, que llevó en su corazón durante quién sabe cuanto tiempo, afloró como una espada cuando se concretó lo que tanto temía. No pudo dejar de ver la muerte de su amigo como una consecuencia esperable ante su imprudente modo de conducir. Todos quedamos sorprendidos ante tan extraña respuesta, por lo racional y fría de la misma, que reflejaba que lo ocurrido era un evento de algún modo anticipable.
Después de varios años ésta historia vuelve a mi recuerdo. Todos somos responsables de nuestros actos, respecto de nuestras familias y de quienes nos rodean. Muchas veces pedimos ayuda a Dios, o confiamos en la ayuda de Dios, mientras ponemos todo de nuestro lado para que las cosas nos resulten mal. ¿Y qué se puede decir entonces cuando la tragedia llega a nuestra vida?. ¿A quién podemos culpar sino a nosotros mismos?. Muchas veces se dice: “Ayúdate y Dios te ayudará”. Esto no significa negar la acción de Dios sobre nuestras vidas. ¡Todo lo contrario!. Dios actúa en nuestra vida cuando somos dignos Hijos suyos, cuando nuestras acciones son justas, responsables, medidas y orientadas a la caridad hacia los demás. Cuando actuamos irresponsablemente nos alejamos de lo que Dios espera de nosotros, ya que Dios es orden y mesura también. Dios no es desprolijo, ni desordenado, ni atolondrado, y mucho menos irresponsable. ¿Acaso no se advierte en la Creación Su sello de perfección, armonía, orden y disciplina?.
Mientras tanto, ¿cómo tratamos nosotros a nuestra alma?. ¿Acaso no somos como un conductor de automóvil irresponsable, que arriesga su vida y quizás la de su familia, frente al modo en que conducimos nuestra alma?. Es más fácil de advertir la falta de sensatez de quien arriesga físicamente la vida propia y la de otros, pero es mucho más sutil el accionar de quien arriesga la perdición de su alma o la de quienes lo rodean. Un padre o una madre que conducen mal una familia, ponen en juego las almas de sus hijos también, y las propias. Y recordemos que el alma, a diferencia del cuerpo que es corruptible, está destinada a la vida eterna o a la perdición eterna.
Entonces cuerpos y almas deben ser tratados con responsabilidad. El cuerpo es el Templo del Espíritu Santo. Nuestra alma, mientras tanto, es el tesoro más valioso que Dios nos da.
Seamos buenos conductores de almas, manejemos con delicadeza nuestras vidas, de tal modo de llegar a destino con la valiosa carga a salvo: nuestra propia alma y las de aquellos que nos han sido confiados.