Más de un millón de jóvenes se pusieron en marcha hoy en Argentina, para peregrinar como todos los años por sesenta kilómetros hasta la Basílica de la Virgencita de Luján, Patrona del país. Virgen gaucha, amiga y compañera, que acompaña a estos chicos en medio de sonrisas, oración, diálogo de amor, verdadera unión. Un millón de jóvenes es una enorme proporción de los habitantes de Buenos Aires, una muestra muy clara de que la juventud mantiene ese fuego en el corazón que es capaz de moverla a tan gran esfuerzo.
Emociona el sólo pensar cuantas historias se derraman sobre el asfalto debajo de esos pies cansados que avanzan paso a paso rumbo a la casita de la Madre de Dios. Nada los detiene, miran al frente y sueñan con un futuro lindo y claro, hablan de vocaciones, de carreras, de novias y novios, de frustraciones y fracasos también. La compañía abraza y consuela, fortalece y da ánimos para seguir en el camino de la vida.
La caminata a Luján es como la vida, variada, pero siempre sorprendente. A veces con sol, o lluvia, con frío, o calor, con buena compañía, o solitaria, con ánimo de ruego angustiante, o de agradecimiento ante la gracia recibida. A veces es simplemente una expresión de amor a la Virgen, en otras es una respuesta temprana y apasionada a su llamado amoroso. Pero la caminata es siempre un esfuerzo que nos enseña sobre aquello que es verdaderamente importante en la vida.
Hace algunos años conocí a un hombre que mostraba con orgullo sus proezas como escalador de montañas, Carlos Carsolio. El tenía el record de haber escalado en más oportunidades que nadie las más altas montañas del mundo, casi todas ellas en el Tibet. Había visto perder miembros, por congelamiento, a muchos de sus compañeros, y también vio morir a varios otros, en caídas o por congelamiento y asfixia. Sin embargo, él seguía escalando, rompiendo record tras record, adquiriendo fama en el círculo de los escaladores de altas cimas.
Un día, el hombre entró en una profunda depresión, cayó en un vacío que lo hundióen la inmovilidad absoluta. Había alcanzado tantas cumbres, que ya no tenía metas por delante, todas habían sido superadas. ¿Qué hacer de la vida entonces? Nada lograba motivarlo a seguir el camino, estaba empantanado en una oscuridad existencial asfixiante. Buscó y removió su interior tratando de descubrir una grieta en la que hacerse firme y volver a escalar alturas existenciales donde vuelvan la luz y el aire. Cayó al fondo del vacío una y otra vez, hasta que finalmente vio el camino hacia lo alto.
La motivación que había tenido hasta entonces era la de hacer cima, la de tocar ese instante de fama y gloria, para descender al llano, a soñar con otra cumbre. Pero ahora había comprendido que lo que más había disfrutado no eran esos momentos de fugaz felicidad en la cumbre. Su verdadera felicidad, oculta y silenciosa en el interior de su alma, había estado en escalar, en caminar. Esos largos momentos de subir, de buscar el mejor sendero, de afirmarse en la roca saliente que le permita subir, habían sido su felicidad. Una alegría moderada, pero fuerte, silenciosa y sostenible.
Carlos comprendió que la verdadera felicidad y motivación estaban en escalar, en el camino, y no en la cima. Las cimas fueron metas circunstanciales, cambiantes, que permitieron y justificaron el lanzarse a andar. Pero fue en el camino que él conoció la verdadera amistad con sus compañeros, fundamentada en el amor de los que comparten el riesgo. Fue en el camino que aprendió a sobrevivir a toda inclemencia. Y fue en el camino también donde probó sus verdaderos límites, se conoció a si mismo en las circunstancias extremas, esas que tensan la cuerda de la vida hasta el límite de casi cortarse. De allí en adelante, él fue feliz escalando, caminando. Las cimas no fueron ya nunca más el centro de su vida, sino un regalo extra que a veces estaba, y a veces no.
Del mismo modo, los chicos peregrinan a Luján sabiendo que es la Virgencita la que los pone en movimiento, la que los invita a caminar como forma de crecer. El punto final del recorrido es un momento de extrema felicidad, por la satisfacción de haberlo logrado, por estar en la casa de María de Nazaret, por estar juntos en el festejo con Jesús Eucarístico. Atrás ha quedado el recuerdo del camino y sus enseñanzas, sentimientos que perdurarán por años y años, frutos de amor y unión.
Sepamos ver en el llamado de la Madre de Dios la invitación a caminar, para que el camino sea un encuentro con Jesús en nuestro corazón. Que el camino nos haga fuertes en la fe, en la esperanza, con los pies cansados, pero con el alma llena de la alegría que sólo proviene de sentirse amigos de Dios. Jesús estará andando a nuestro lado, sonriendo o llorando, abrazándonos o señalándonos la ruta allá adelante, mientras al oído nos dice suavemente: ?Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida.? (Juan, cap. 14, vers. 6)