Por primera vez tuve el regalo de viajar a Tierra Santa, y pude visitar los lugares donde nuestro Jesús dejó Su Huella imborrable. La verdad es que, después de semejante experiencia, podría escribir páginas y páginas sobre lo que se vive allí. Pero hoy quiero referirme a un episodio en particular, quizás el que marcó de modo más profundo mi alma de tal forma que nunca se borrará el recuerdo de lo vivido.
Aquí voy: visité tres veces la Iglesia del Santo Sepulcro, un Templo donde se reúne la mayor cantidad de lugares glorificados por la Vida de Jesús. Allí fue El quitado de Sus ropas, clavado en la Cruz, elevado en el Madero Santo, atravesado por la lanza del centurión para que brote Sangre y Agua. Y allí, en definitiva, fue muerto el Rey de Reyes ante la mirada del mismo Dios Padre, que lo entregó como Cordero expiatorio de nuestros pecados.
Pero también en ese Templo se encuentra la piedra donde el Cuerpo muerto de Jesús fue apoyado para ser limpiado y preparado para la sepultura por las santas mujeres. El sitio central, sin dudas, se ubica a pocos pasos y es la Tumba donde Su Cuerpo fue depositado la tarde del Viernes Santo. Ese mismo punto del planeta tierra, el Santo Sepulcro, fue testigo de la Gloriosa Resurrección de nuestro Señor Jesús, la Victoria definitiva contra la muerte, y a pocos metros de allí se recuerda el hermoso encuentro con Maria Magdalena, aquel domingo de Pascua de Resurrección.
Todo esto, y mucho más, se testimonia en la Iglesia del Santo Sepulcro, en Jerusalén. ¿Pueden ustedes creerlo? Yo lo narro y sin embargo aún me parece increíble que semejantes maravillas se conservaran, por Gracia de Dios, a través de los siglos.
A mi alma, sin embargo, la conmovió de modo particular una experiencia, un momento que se grabó en mi corazón para siempre, y fue el poner mi mano y tocar una y otra vez el agujero en la roca donde se introdujo el Madero de la Cruz del Señor. Voy a intentar narrarles lo que sentí al hundir mi mano en ese hueco, aunque se bien que no es posible hacerlo de modo perfecto.
Este montículo de rocas llamado Monte Golgota se ubicaba a la salida de la Jerusalén de esa época, de tal modo que todos los que entraban y salían de la ciudad vieran al Crucificado, como advertencia de lo que ocurre a los que desobedecen el poder de Roma. De modo muy eficiente habían buscado una roca en la cima del montículo en la que pudieran tallar un agujero con la forma del Madero de la Cruz, un hoyo lo suficientemente profundo como para sostenerlo y hacerlo erguirse a la vista de todo el mundo. Después de dos mil años, ese agujero ha podido conservarse, y aun hoy uno puede tocar sus paredes, y meter la mano dentro.
Por tres veces repetí la experiencia de introducir la mano y tocar ese oscuro hueco abierto en la roca. Por tres veces me llené de emociones violentas, como miedo, desesperación, deseo de correr pero también de seguir allí por mucho tiempo. Mis ojos contemplaban la escena que se desplegaba frente a mi, pero mi mente borraba todas las construcciones hechas en ese lugar a través de los siglos, los edificios que me rodeaban, para encontrarme de repente en la cima del Monte Gólgota, como era en aquella época. Pensar que la Sangre del Señor corrió irreversiblemente por el Madero y entró en el agujero en la roca, esa misma roca donde estaba apoyada mi mano, me hizo pensar en que estaba tocando la Sangre del Mismo Dios.
La escena con el frio de la tarde de aquel Viernes terrible se presentó ante mi alma, y delante de mí se desvanecieron las paredes de esa Iglesia y quedó la piedra al desnudo. Jesús arrancado de Sus ropas aquí, lanzado sobre los Maderos y clavado a ellos unos pasos más allá, la Cruz puesta en un lugar desde el que se la podía elevar para que su Madero vertical ingrese y se deje envolver por la roca del monte. No cabe duda que los Romanos estaban muy preparados para crucificar, y lo hacían con el entrenamiento de haber crucificado muchas veces antes. Pero yo estaba esta vez frente al lugar donde crucificaron no a cualquier hombre, sino a mi Dios, a mi Buen Jesús.
Esa roca, cima de ese montículo llamado Gólgota, se me presentó como un lugar Santificado por la Sangre del Cordero, pero mi alma se estremeció particularmente ante ese agujero cavado en la roca. Ese hueco fue cuidadosamente tallado por los romanos para que el Madero de la Cruz se deslice y caiga en él de forma totalmente vertical. Pero ese hueco hizo también que el Señor se elevara de la tierra en forma visible para todos, y así ese agujero en la roca se hizo fundamental para permitir la Obra de la Redención. Abierto en la roca firme, el hueco abrazó el Madero de Jesús y cumplió su misión durante el tiempo en que Dios quiso estar elevado en Su Trono terrenal, antes de ser bajado al Sepulcro Vencedor.
Tocando los bordes del agujero y palpando la rugosidad de la roca, sentí que la Iglesia es la Roca que sostiene la Cruz de Cristo aun hoy, después de dos mil años. Y también sentí un deseo enorme de ser yo mismo ese agujero en la Roca Santa. Un deseo de transformarme en un hueco vacío, inservible, oscuro y tenebroso a los ojos del mundo, pero capaz de abrazar la Cruz de mi Dios y sostenerla firme en lo alto aquel Viernes Santo en la fría cima del Gólgota.
Señor, quiero ser el agujero en la roca del Gólgota, y abrazar así el Madero de Tu Cruz por sus cuatro costados. Quiero quedarme así, sosteniendo Tu Trono Glorioso, mientras Tu Sangre se desliza y me cubre completamente. Mírame, no soy más que un hueco en la roca rugosa y fría. Nada pretendo, solo sostenerte para que Tu Sacrificio ilumine este mundo alejado y despojado de fe. Señor, se hace tarde ya y el frio cubre Tu Cuerpo que hace rato ya que ha dejado de moverse. Aquel grito que diste ha conmovido mi alma, y luego nada más pude oír de ti. Quédate allí todo el tiempo que quieras, mi Señor, porque este agujero en la roca ha decidido quedarse a sostener Tu Madero, mientras Tú me des fuerzas para hacerlo. Hace frio aquí arriba en la cima del Gólgota, hace frio hasta para una roca rugosa como yo soy. Pero yo te espero, Señor, abrazado a Tu Madero, te espero.