Danielle, de origen armenio católico, frecuentaba un grupo de oración esotérica cuando una religiosa le aconsejó «abandonar ese Cristo de supermercado». Una nueva vida se abrió ante ella, que expone su testimonio en el portal carismático Il est vivant.
Nací en una familia armenia ortodoxa. Mis padres se separaron cuando yo tenía pocos meses y crecí con mis abuelos maternos. Cuando tenía 9 años recién cumplidos, mi padre me metió en un internado de monjas católicas. Todas mis amigas se preparaban para la comunión, pero yo no podía porque en esa época las religiosas no tenían autorización para preparar a la comunión a una niña ortodoxa. Me sentía muy frustrada.
Iba a ver a mi familia sólo en las fiestas importantes. Un año mi madre vino a buscarme por Navidad. Pero mi padre, que estaba allí en ese momento, no lo aceptó y se pelearon delante de mí. Tuve tanto miedo que en las vacaciones siguientes preferí quedarme en el internado.
Pero un día mis padres vinieron a verme juntos y mi padre le dio permiso oficial a mi madre para que me viniera a ver. Vino una vez y me prometió que lo volvería a hacer, pero no lo hizo. Esto me trastornó. A partir de ese momento quise dejar el internado. Le dije a mi padre: «¡O me sacas de aquí o me escapo!»
Volví a vivir con mis abuelos. Mi madre venía a verme de vez en cuando, siempre sin avisar. Yo iba a la iglesia armenia ortodoxa cerca de casa en las fiestas importantes.
«Un Cristo de supermercado»
Un día, una amiga astróloga me arrastró a un grupo esotérico. Estaba asombrada, había videntes. Una de ellas «veía» en los cuerpos de las personas las partes que estaban enfermas. En este grupo se rezaba a Jesús, a la Virgen, a Dios, etc. Sus miembros decían que eran cristianos. Todos tenían un don: uno era hipnotizador, el otro radiestesista, el tercero vidente, etc. Nos decían: «Dios ha concedido dones a cada uno de nosotros. ¡Tenemos que cultivarlos!». No me parecía algo estúpido. Más tarde nos enseñaron a hipnotizar y otras prácticas similares. Yo escuchaba todo con atención pero sin desarrollar un don particular.
Un día, una de las «videntes» nos dijo: «Conozco una benedictina; deberíais ir a verla». Seguimos este consejo y asistimos a la misa en la abadía. Allí mi corazón cambió totalmente. Le pregunté a la religiosa si podía volver a verla. Aceptó y me recibió unos días más tarde. «Bueno, querida, ¿cómo va en vuestro grupo de oración?», me preguntó. Le conté sobre las videntes, el hipnotismo y todo lo demás.
-Pero, ¿leéis la Biblia?
-¡No!
-¿Vais a misa?
-No, no.
-Pero entonces, querida, ¡es un Cristo de supermercado! ¡Esto no es la verdad!
Estaba asombrada. Me aconsejó abandonar el grupo y unirme a uno de los muchos grupos de oración católica que había en esa época. «¡Es la renovación de la Iglesia, ve!». Además me avisó de la llegada a Francia de un sacerdote canadiense que tenía el carisma de la sanación.
Oración y sanación
Fui a la asamblea de oración organizada para esta ocasión y entendí que Jesús estaba allí. Las palabras de ese santo sacerdote y las sanaciones que vi a mi alrededor me transformaron. Estaba convencida de que era Dios quien actuaba.
Seguí el consejo de la religiosa y entré en un grupo de oración. Me preparé para recibir la efusión del Espíritu Santo. Es una oración para pedir la renovación de las gracias recibidas en el bautismo. Supe en ese instante de qué tipo de amor estaba siendo amada por Dios. Un amor tierno. Lloré todas mis lágrimas. Eran lágrimas de felicidad y de amor.
La hermana me presentó a un sacerdote que me preparó a la Primera Comunión. Comulgué por primera vez el día de Navidad. Una vida nueva empezó para mí entonces. Una vida de alegría con el Señor, a pesar de las dificultades de la vida. Y cuarenta años después sigo estando contenta de haber depositado mi fe sólo en Él.
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Fuente: Religión en Libertad
Testimonio recogido por Laurence Meurville.
Publicado en Il est vivant.
Traducido por Helena Faccia Serrano, diócesis de Alcalá de Henares.