No soy un hombre tan viejo, no realmente. Sin embargo, ya tengo recuerdos de un mundo mejor, como tenían esos ancianos que en mi infancia decían que las cosas no son como eran antes. ¿Seré yo, o es que las cosas realmente han empeorado?
Hace apenas unos treinta años, o quizás un poco más, vivíamos en un mundo en el que era fundamental el dar una imagen de honradez y sinceridad. Tan es así, que cuando alguien tenía algo malo en su vida, apelaba a la hipocresía para pretender honradez. En esos tiempos lo importante era ser honrado, o al menos parecerlo.
En estos días, y no ha pasado tanto tiempo, las cosas no son iguales. Hemos llegado a un punto tal en que no sólo no se mira con ojos críticos lo malo o deshonroso, sino que se lo promueve abiertamente. Y por favor, no crean que me refiero a pequeñeces o sutiles consejos sobre moral. Estoy hablando de la esencia de aquello que ha constituido la base de lo que el mundo ha clasificado, por siglos, como bueno, o malo.
Tanto en términos religiosos, como filosóficos, está bastante claro cual es la línea divisoria entre bien y mal. Sin embargo, hoy en día se desdibuja o simplemente se borra esa línea a extremos de que ni siguiera hace falta la vieja hipocresía: el mundo premia con ojos de simpatía a los más variados comportamientos antinaturales, o a la corrupción, o al fraude, o hasta al asesinato. ¿Para que molestarse, entonces, en proyectar una imagen de bien y honradez, si está aceptado y valorado el transgredir?
¡Ah, la vieja y querida hipocresía! Increíble añorar los tiempos en que el mal debía ser disfrazado porque no era bueno vestirse de esos ropajes. Nunca imaginé que iba a extrañarla. En estos tiempos se ha invertido la carga de la prueba: en muchos ámbitos está perseguido el defender causas justas, o visiones de honradez y moral bien entendida, o simplemente la verdad. Está de moda ser inmoral o pervertido o corrupto, con tal de lucir exitoso.
Y a no sorprenderse entonces de que los congresos de muchos países incorporan leyes que aceptan el crimen de niños inocentes, o llaman matrimonio a uniones que no responden al más mínimo principio natural, o disponen de la vida de enfermos y ancianos al ritmo del criterio de algunos iluminados que creen saber cuando es el momento de apagar la luz de la vida.
Si, será que me estoy poniendo viejo, pero así veo las cosas. Es como un manto oscuro que se cierne sobre el mundo. Hoy me siento así, como aislado y arrinconado en medio de este mar de injusticias, y sin embargo mi fe me grita que cuando más oscura es la noche, más cerca estamos del alba.
Así fue en Belén, más de dos mil años atrás. Una pareja pobre y callada avanzaba con un pequeño burrito que golpeaba con sus pezuñas las piedras del sendero. Bajo la amenaza de una tormenta de nieve en el invierno de las montañas de Judea, ellos avanzaban lentamente con la mirada puesta en el camino. Belén mostraba las luces del atardecer allá a lo lejos, insinuando un refugio que abrigara el Tesoro escondido en el Vientre de esa Niña. Ella sonreía pese a la cercanía del momento del Nacimiento, él mostraba un rostro de padre preocupado. ¿Dónde resguardaré a mi Familia?
El mundo era oscuro en esa época también, y seguía su loca carrera sin prestar atención a tan extraordinaria escena que se desarrollaba en el sendero a Belén. Fueron horas de esperanza, donde una Luz más grande que millones de soles iba a extinguir la oscuridad de la historia del hombre, para siempre.
Y esa Luz se hizo Hombre, y habitó entre nosotros, y aún habita en cada Misa en que El Nace, Muere y Resucita una vez más. El es la esperanza, y la encarna a Cuerpo completo. Y para que no queden dudas, nos lo dijo al llamarnos a ser bienaventurados. Bienaventurados, esa es la Palabra que resume el sentido de ser verdadero cristiano. Ser, como cristianos, otro Cristo.
Belén es nuestro origen, donde nacimos como pueblo. Belén es la llama encendida que nos alimenta la seguridad de la esperanza. Belén sea entonces, nuestro signo de esperanza. Que el viento del camino, las posadas cerradas ante nuestra necesidad de refugio, el frío de la cueva y la soledad del abandono nos hagan bienaventurados.
Cuando más duele la injusticia, más bienaventurados nos sentimos. Cuando más nos lastima la mentira, más unidos estamos al Madero Santo. Cuando más indignación nos producen las crueldades del mundo, más crece la llama del Fuego Santo.
Como los pastores que acudieron a ver a Aquel Pequeño que dormía sobre un lecho de paja seca, abramos los ojos bien grandes a la esperanza, y gritemos:
¡Un Rey nos ha nacido, un Niño nos ha sido dado!
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Autor: Reina del Cielo