Somos poco perseverantes, no podemos negarlo. Cuando Dios más nos necesita, más le fallamos. El nos da infinitas Gracias, pero cual veletas nos volteamos a un lado u otro frente a la menor brisa del mundo. ¿Cuántas veces nos sentimos inspirados por el deseo de cambiar, de servir a Dios, ya sea ante una Misa que nos tocó particularmente el alma, ante alguien que nos da un testimonio conmovedor, o una lectura que nos lleva a Dios? Muchas veces, sin embargo luego volvemos a caer.
¡No puede ser! Dios nos necesita más que nunca, necesita nuestro compromiso, oraciones, reparación, nuestro amor. No podemos seguir fallándole de este modo los que lo conocemos y sentimos Presente en el corazón. Y mucho menos podemos seguir mostrando signos de falta de unión en los grupos que formamos. Hablando con sacerdotes y laicos amigos que trabajan en grupos de oración y de evangelización, recojo múltiples comentarios siempre alineados a los mismos temas: vanidad, envidias, soberbia y deseos de mandar invaden usualmente a estos grupos. Parece que muchos se acercan a Dios e inmediatamente quieren reconocimiento de sus obras, pararse al frente y liderar el grupo, disputar el mando con otros, establecer o discutir las reglas, criticar todo lo que se les ponga por delante. Como suele decir un amigo, se ponen la “aureola a baterías” y salen a presumir de su recientemente adquirida santidad. Un pequeño esfuerzo, una colaboración, y ya consideran haber comprado su aureola y los derechos que ésta supuestamente les concede.
¿Cómo pueden hacerse estas cosas tratándose de obras de Dios? Francamente, para destruir de ese modo, en lugar de construir, mejor nos quedamos en nuestras casas. Muchos grupos son desarticulados por estas disputas que reflejan falta de Gracia, sin lugar a dudas. La Gracia del Señor, cuando un alma se abre sinceramente a ella, lleva a la humildad, no a la búsqueda de las “luces del escenario”. El alma en Gracia quiere el último lugar, el más discreto, y sólo acepta un rol protagónico cuando claramente Dios y la comunidad emiten signos de así requerirlo. Pero qué mal se hace cuando a los codazos se intenta ubicarse en las primeras filas, o frente a los micrófonos, muchas veces criticando o tratando de desplazar a los demás.
La Gracia también lleva al deseo de trabajar: ¿cuántas veces vemos en estos grupos a gente que sólo quiere ir allí a ser consolados, a disfrutar, a ver lo que hacen los demás? En cuanto aparece la necesidad de trabajar u orar o comprometerse seriamente, desaparecen. Yo los llamo turistas espirituales, andan de aquí para allá recorriendo y viendo, preguntando y averiguando, y parecen siempre dispuestos a trabajar, pero nunca se concentran en un lugar o en una obra sino que andan hurgando cosas nuevas aquí y allá. Resultados, Jesús nos pide resultados en nuestro obrar. Ya sean frutos de oración, de caridad, de reparación, de evangelización, pero Dios quiere acción de nuestra parte.
¿Y que decimos de los que se acercan a las obras de Dios con una sonrisa y aparentes buenas intenciones, se cuelan dentro del grupo, y al tiempo empiezan a socavar la unión tratando de descalificar lo que se hace allí? A veces se critica la forma de rezar, o las lecturas, o el modo de evangelizar o las obras que se hacen, pero el resultado apunta a frenar, detener, a destruir. Una vez más me pregunto, ¿para qué vienen?. Cuesta mucho esfuerzo iniciar una Viña, como para que alguien la destruya simplemente porque el tipo de vid que allí se siembra no es de su agrado. Tristísimo es ver las disputas, peleas y falta de unión que se suscitan, pero es mucho más triste el pensar el daño que esas personas le hacen a sus almas, daño grave.
Las obras de Dios tienen un sentido espiritual, no humano. Lo que se hace, el esfuerzo que se realiza, no es hecho por el señor o la señora que están al frente del grupo, sino por el Señor y la Señora que están en el Cielo. En vano tratamos de ser reconocidos humanamente, cuando el único reconocimiento que debemos buscar es el de Dios, que se logra con amor, sinceridad, humildad, esfuerzo, compromiso, perseverancia, y fundamentalmente con un corazón abierto a la Gracia de Dios, a la acción del Espíritu Santo.
Personalmente creo que todos somos victimas de la tentación a la envidia, celos, o vanidad, y cuando caemos surgen pecados serios que atentan contra los demás. Son pecados sociales porque dañan no sólo a la propia alma sino a la de todos los que nos rodean. Envidia, celos y vanidad llevan a la división, a la destrucción del amor que debe unirnos. La responsabilidad de los lideres de cada grupo es importante, pero somos todos nosotros, los que deseamos ser parte de la Obra de Dios, los que debemos acercarnos a El con un corazón sincero, puro y bien intencionado. De tal modo, la humildad, el deseo de trabajar, la perseverancia y la unión invadirán a nuestra comunidad, haciendo que la Gracia de Dios entre en nosotros y nos cubra con Su Luz.