Ustedes dirán que el título es un tanto obvio, porque justamente para eso el Señor es Dios, para realizar las cosas no solo difíciles, sino aun las imposibles. Pero sin embargo hoy quiero referirme a las dificultades que El afronta a la hora de propiciar nuestra salvación, que es exactamente lo que Dios ha venido haciendo por milenios. De hecho, llegado el punto de la culminación de los tiempos, El se hizo Hombre y murió por nosotros, y en Muerte de Cruz. Fíjense qué lejos está dispuesto nuestro Dios a ir para crear el clima que facilite nuestra conversión, para darnos los medios necesarios.
Y en ese propósito, Dios nos ha dado tanto pero tanto que es difícil no emocionarse al advertirlo. Nos ha dado una Iglesia construida en base a extraordinarios Sacramentos, con la Eucaristía brillando en el centro de la Jerusalén Gloriosa. Nos ha dado a los santos y los ángeles para que nos acompañen y ayuden en todo momento. Nos ha dado Su Palabra reflejada en las Escrituras, y nos ha dado también todas las enseñanzas de la Iglesia emanadas de Papas y padres de la Iglesia que escribieron con letras de oro por siglos y siglos. Y nos ha dado finalmente a María, una Madre amorosa que cual luna en noche clara refleja la Luz de Dios sobre nuestra humanidad débil e incrédula.
Y Dios, que ha hecho y sigue haciendo cuanto está a Su alcance dentro de Su Ley de Misericordia y Justicia, ve con tristeza qué poco nos aprovecha de todo lo que de Él recibimos. Por eso insisto, ¡Qué difícil es ser Dios! Somos hombres ciegos, mejor dicho, somos hombres que solo ven lo que quieren ver, lo que les conviene a sus fines mezquinos, y no a lo que Dios espera de ellos.
Meditemos en esa conocida Palabra de Dios, la que dice que el hombre fue hecho a Su imagen y semejanza. ¿En qué nos asemejamos a Dios? En muchísimas cosas, pero fundamentalmente en una: Dios tiene una Voluntad Creadora, con la que hizo el mundo. Su Palabra que con el “Hágase” construye y da vida. Dios dio al hombre, igualmente, una voluntad. Esa voluntad, nuestro libre albedrío, nos asemeja a El, porque podemos disponer de ella para construir o destruir nuestra vida. Somos libres, como Dios es Libre.
¿Que debemos hacer con esta voluntad, don maravilloso que Dios nos da? El hombre está llamado a doblegarse, a disponer de su voluntad, haciendo la Voluntad de Dios. Es como que Dios nos da algo extraordinario, para que se lo entreguemos por amor, en reconocimiento a Su Majestad y Realeza, como hijos que aman a Su Padre y en la obediencia encuentran el modo de ser felices. Así lo dice el Padrenuestro, la oración que Jesús nos enseñó: “Hágase Tu Voluntad, así en la tierra como en el Cielo”.
La respuesta del hombre a este llamado de Dios es diversa. Este mundo prefiere dar vuelta los factores, y en lugar de reconocerse como hecho a semejanza de Dios, se construye un dios a su imagen y semejanza. El mundo falsea así la Verdad Revelada, y se fabrica un dios a su propia imagen, y con la misma hipocresía espera y reclama que ese dios haga la voluntad del mundo, del hombre. Este espíritu de error y rebeldía que se difunde como una metástasis irrefrenable, parte de la consigna de que ese dios es tan bueno y misericordioso, que se adaptará y ajustará a las necesidades, caprichos y modernidades que este hombre moderno reclama.
Esta actitud no es nueva, es muy antigua, milenaria. La novedad es que en estos tiempos parece expandirse de modo más eficaz que nunca antes, apoyada en el sabor dulzón y atractivo que tiene la invitación a la rebeldía, a la revolución. Los revolucionarios de la historia saben bien que la invitación a la rebeldía construye poder de modo veloz y eficiente, pero también saben que ese poder se torna finalmente contra ellos mismos y se los fagocita. Lean en los libros de historia que pasó con los que iniciaron la revolución francesa, fueron decapitados en la misma guillotina que ellos instalaron en Paris, por los mismos que ellos invitaron a la rebelión.
El revolucionario es asesinado por su misma revolución, porque su poder está construido sobre la invitación al desorden, al caos. Y Dios, que es puro Amor, también es puro orden, porque el Amor participa del orden, de la justicia. Los mandamientos que Dios nos puso como Ley, aún están vigentes, porque Cristo no vino a abolir la Ley, sino a ponerla en práctica. La Ley de Dios nos invita a poner orden en nuestra vida, con un eje absoluto en el Amor, pero respetando con humildad los principios sobre los que está construida nuestra sociedad, que es la Iglesia.
Cuando te inviten a transgredir, desconfía, aunque lo hagan supuestamente en el Nombre de Dios. Cuando te digan que transgredir no está mal si lo haces con un corazón sincero, desconfía, aunque te lo digan supuestamente en Nombre de Dios. Cuando te inviten a unirte a otros en la transgresión, ten cuidado con la gente con la que andas, porque si te unes a los malos correrás riesgo de volverte malo tú mismo.
Para Dios es difícil el hacernos entrar en un camino de conversión verdadera, por nuestra rebeldía y empecinamiento en la desobediencia. La Ley del Amor es muy clara, baste leer los Diez Mandamientos, o las Bienaventuranzas, para comprender qué espera Dios de nosotros. Ese es el fin de nuestra vida, realizar la Voluntad de Dios, porque fuimos hechos a Su semejanza. Como en un espejo, mirémonos reflejados en el Amor que Jesucristo derramó en Su paso por el mundo, haciendo que Dios tenga así éxito en Su mayor anhelo: nuestra salvación.