San Felipe Neri, presbítero, que, consagrándose a la labor de salvar a los jóvenes del maligno, fundó el Oratorio en Roma, en el cual se practicaban constantemente las lecturas espirituales, el canto y las obras de caridad, y resplandeció por el amor al prójimo, la sencillez evangélica y su espíritu de alegría, el sumo celo y el servicio ferviente de Dios (1595).
¿Quién es San Felipe Neri?
Felipe Neri nació en el año 1515 en Florencia, Italia, aunque dedicó la mayor parte de su vida a predicar y servir en las calles de Roma, por lo que es llamado “Apóstol de Roma”. Después de abandonar la herencia de su tío y sus estudios de filosofía y teología, comenzó su apostolado. En un contexto difícil, cuando las costumbres de la época no eran las mejores y los sacerdotes abandonaban las iglesias, logró transformar la ciudad. Comenzó con la activa visita a enfermos, después pasó a frecuentar también las tiendas, almacenes, bancos y lugares públicos, exhortando a las personas a servir a Dios. Definitivamente Felipe recibió de Dios el don de la alegría y la amabilidad. Como era tan simpático en su modo de tratar a la gente, se hacía fácilmente amigo de obreros, empleados, vendedores y niños de la calle.
Una de sus preguntas más frecuentes era: «¿Y cuándo vamos a empezar a volvernos mejores?». Si le demostraban buena voluntad, solía explicar los modos más sencillos para llegar a ser más piadosos y comenzar así a hacer la Voluntad de Dios.
También tuvo por amigos a varios Cardenales y príncipes que lo estimaban por su gran sentido del humor y humildad.
El joven “Pippo buono”
Felipe, hijo de Francesco Neri y de Lucrezia Soldi, era el menor de cuatro hermanos. Su padre era un notario florentino cercano a los padres dominicos y su madre era hija de un noble de Florencia. Desde pequeño él era obediente a sus padres y todos se sorprendían por su alegría, pero su madre murió cuando él tenía cinco años y desde entonces su cuidado estuvo a cargo de una segunda madre llamada Alejandra.
A medida que iba creciendo también lo hacía su amor por Dios, y así solía ir a las iglesias a Misa y a rezar, en especial a la de San Marcos de Florencia donde estaba el convento de los padres dominicos. Su amabilidad y su espontánea sonrisa se esparcieron por Florencia donde lo llamaban “Pippo buono” (Felipito el bueno).
Sin embargo, él iba a dejar su lugar y a sus 18 años su padre lo envió a San Germano, al norte de Italia. Allí se estableció como aprendiz de Romolo, un mercante primo de su padre, pero a los dos años, y a pesar de que el tío tenía intención de dejarle todas sus grandes riquezas en herencia, Felipe dejaría todo para evitar las tentaciones del mundo.
Así, su estancia en San Germano no fue muy prolongada, ya que al poco tiempo tuvo Felipe la experiencia mística que él llamaría más tarde, su «conversión». Desde ese momento dejaron de interesarle los negocios. Partió a Roma, sin dinero y sin ningún proyecto, confiado únicamente en la Providencia. En la Ciudad Eterna se hospedó en la casa de un aduanero florentino quien le cedió una buhardilla y le dio lo necesario para comer a cambio de que educase a sus hijos, los cuales -según el testimonio de su propia madre y de una tía- se portaban como ángeles bajo la dirección del santo. Felipe no necesitaba gran cosa ya que sólo se alimentaba una vez al día y su dieta se reducía a pan, aceitunas y agua. En su habitación no había más que la cama, una silla, unos cuantos libros y una cuerda para colgar la ropa.
La venida del Espíritu Santo
Llegado a Roma, Felipe lleva una vida austera y rigurosa, y empieza a estudiar filosofía y teología. Terminados los estudios se dedicó de lleno a la ciencia del Crucifijo, haciendo vida retirada y solitaria, yendo a menudo y también de noche a visitar las siete iglesias donde sigue con sus oraciones.
Felipe consagraba el día entero al apostolado, pero al atardecer se retiraba a la soledad para entrar en profunda oración y, con frecuencia, pasaba la noche en el pórtico de alguna iglesia o en las catacumbas de San Sebastián, junto a la Vía Appia.
Un día, a la edad de 29 años, mientras oraba en las catacumbas de San Sebastián recibe el Espíritu Santo que -en forma de bola de fuego- entró por su boca hasta instalarse en su corazón. Este don especial le produjo la maravillosa palpitación del corazón y la quebradura milagrosa de dos costillas, cosas que lo van a acompañar de por vida sin dolores ni molestias de ninguna clase.
Se hallaba ahí, precisamente, en la víspera del Pentecostés de 1544 pidiendo los dones del Espíritu Santo, cuando vio venir del cielo un globo de fuego que penetró en su boca y se dilató en su pecho. El santo se sintió poseído por un Amor de Dios tan enorme que parecía ahogarle. Cayó al suelo como derribado y exclamó con de dolor: “¡Basta, Señor, basta! ¡No puedo soportarlo más!» Cuando recuperó plenamente la conciencia descubrió que su pecho estaba hinchado, teniendo un bulto del tamaño de un puño que jamás le causó dolor alguno. A partir de entonces San Felipe experimentaba tales accesos del Amor de Dios que todo su cuerpo se estremecía. A menudo tenía que descubrirse el pecho para aliviar un poco el ardor que lo consumía, mientras rogaba a Dios que mitigase sus consuelos para no morir de gozo. Tan fuertes era las palpitaciones de su corazón que otros podían oírlas y sentir los latidos, especialmente años más tarde cuando como sacerdote celebraba La Santa Misa, confesaba o predicaba. Había también un resplandor celestial que desde su corazón emanaba calor. Tras su muerte, la autopsia del cadáver del santo reveló que tenía dos costillas rotas y que éstas se habían arqueado para dejar más sitio al corazón.
Fue a partir de ese momento que se sintió llamado por Dios a dar su propia vida por el bien de las almas, ejerciendo su apostolado en todas partes, calles, comercios o escuelas, hablando con cada persona y acercándo a todos a Cristo.
Camino al sacerdocio
En el año 1548 funda la “Cofraternidad de la Santísima Trinidad de los Peregrinos y Convalecientes”. Sin embargo, su misión era la conversión de las almas mientras en su camino su confesor le aconsejaba el sacerdocio. A los 36 años se consagra Sacerdote y va a vivir a San Jerónimo de la Caridad cerca del Palacio Farnese, en el corazón de Roma. Allí y desde el confesionario conduce a muchas personas a que se acerquen más frecuentemente a los sacramentos.
San Felipe, habiendo recibido tanto, se entregaba plenamente a las obras corporales de misericordia. En 1548, con la ayuda del Padre Persiano Rossa que era entonces su confesor y que vivía en San Girolamo della Carita, y junto unos quince laicos, San Felipe fundó la Cofradía de la Santísima Trinidad. Conocida como la cofradía de los pobres, se reunía para los ejercicios espirituales en la iglesia de San Salvatore in Campo. Dicha cofradía, que se encargaba de socorrer a los peregrinos necesitados, ayudó a San Felipe a difundir la devoción de las cuarenta horas (adoración Eucarística), durante las cuales solía dar breves reflexiones llenas de amor que conmovían a todos. Dios bendijo el trabajo de la cofradía y así pronto fundó el célebre hospital de Santa Trinita dei Pellegrini. En el año jubilar de 1575 los miembros de la cofradía atendieron allí a 145,000 peregrinos y se encargaron, más tarde, de cuidar a los pobres durante la convalecencia. Así pues, a los treinta y cuatro años, San Felipe había hecho ya grandes cosas.
Su sacerdocio
Su confesor estaba persuadido de que Felipe haría cosas todavía mayores si recibía la ordenación sacerdotal, y aunque el santo se resistía a ello por humildad, acabó por seguir el consejo de su confesor. El 23 de mayo de 1551 recibió las órdenes sagradas cuando tenía 36 años. Fue a vivir con el Padre Rossa y otros sacerdotes a San Girolamo della Carita. A partir de ese momento ejerció el apostolado sobre todo en el confesionario, en el que se sentaba desde la madrugada hasta mediodía, y algunas veces hasta las horas de la tarde, para atender a una multitud de penitentes de toda edad y condición social. El santo tenía el poder de leer el pensamiento de sus penitentes y logró así numerosas conversiones. Con paciencia analizaba cada pecado y con gran sabiduría prescribía el remedio. Con gentileza y gran compasión guiaba a los penitentes en el camino de la santidad. Enseñó a sus penitentes el valor de la mortificación para que las prácticas ayudasen a crecer en humildad. Algunos recibían de penitencia mendigar por alimentos u otras prácticas de humillación. Uno de los beneficios de la guerra contra el ego es que abre la puerta a la oración, y por eso él decía: «Un hombre sin oración es un animal sin razón». Enseñaba la importancia de llenar la mente con pensamientos santos y pensaba que para lograrlo se debía hacer lectura espiritual, especialmente de los santos. Celebraba con gran devoción la Misa diaria, cosa que muchos sacerdotes habían abandonado. Con frecuencia experimentaba el éxtasis durante la Misa y se le observó levitando en algunas ocasiones. Para no llamar la atención trataba de celebrar la última Misa del día, en la que había menos personas.
La Santa obediencia
El ejemplo de la vida y muerte heroicas de San Francisco Javier movió a San Felipe a ofrecerse como voluntario para las misiones. Así quiso ir a la India con veinte compañeros del oratorio que compartían la idea. En 1557 consultó con el Padre Agustín Ghettini, un santo monje cisterciense. Después de varios días de oración, el patrón especial del Padre Ghettini, San Juan Evangelista, se le apareció y le informó que la India de Felipe sería Roma. El santo se atuvo a su consejo poniendo en Roma toda su atención.
Una de sus preocupaciones eran los carnavales en que, con el pretexto de «prepararse» para la cuaresma, la gente se daba al libertinaje. San Felipe propuso la santa diversión de visitar siete iglesias de la ciudad, una peregrinación de unas doce millas, orando, cantando y con un almuerzo al aire libre.
San Felipe tuvo muchos éxitos, pero también gran oposición. Uno de estos fue el cardenal Rosaro, vicario del Papa Pablo IV. El santo fue llamado ante el cardenal acusado de formar una secta. Se le prohibió confesar y tener reuniones o peregrinaciones. Su pronta y completa obediencia edificó a sus simpatizantes. El santo comprendía que era Dios quien le probaba y que la solución era la oración.
El cardenal Rosaro murió repentinamente. El santo no guardó ningún resentimiento hacia el cardenal ni permitía la menor crítica contra este.
Últimos años
Durante sus últimos años fueron muchos los cardenales que lo tenían como consejero. Sufrió varias enfermedades y dos años antes de morir logró renunciar a su cargo de superior, siendo sustituido por Baronio.
Obtuvo permiso de celebrar diariamente la Misa en el pequeño oratorio que estaba junto a su cuarto. Como frecuentemente era arrebatado en éxtasis durante la Misa, los asistentes acabaron por tomar la costumbre de retirarse al «Agnus Dei». El acólito hacía lo mismo. Después de apagar los cirios, encender una lamparilla y colgar de la puerta un letrero para anunciar que San Felipe estaba celebrando todavía; dos horas después volvía el acólito, encendía de nuevo los cirios y la Misa continuaba.
El día de Corpus Christi, un 25 de mayo de 1595, el santo estaba desbordante de alegría, de tal forma que su médico le dijo que nunca le había visto tan bien durante los últimos diez años. Pero San Felipe sabía perfectamente que había llegado su última hora. Confesó durante todo el día y recibió, como de costumbre, a los visitantes. Pero antes de retirarse, dijo: «A fin de cuentas, hay que morir«. Hacia medianoche sufrió un ataque tan agudo que se convocó de inmediato a la comunidad. Baronio, después de leer las oraciones de los agonizantes, le pidió que se despidiese de sus hijos y los bendijese. El santo, que ya no podía hablar, levantó la mano para dar la bendición y murió un instante después. Tenía entonces ochenta años y dejaba tras de sí una obra imperecedera.
San Felipe fue canonizado en 1622
El cuerpo incorrupto de San Felipe está en la iglesia de Santa María en Vallicella, bajo un hermoso mosaico de su visión de la Virgen María de 1594.