La tradición litúrgica ha expuesto desde el inicio de los tiempos la existencia de una condición en que permanecen las almas después de la muerte y se purifican para poder alcanzar en algún momento la gloria plena. Es el Purgatorio, que proviene del latín “purgare”, y que es narrada en el catecismo de la Iglesia Católica como un estado intermedio donde están “los que mueren en la gracia y en la amistad de Dios, pero imperfectamente purificados” (1030).
Benedicto XVI abordó este dogma de fe durante una catequesis en enero de 2011, donde precisó que el purgatorio no era tanto un “espacio”, sino un “fuego interior” que purifica a la persona y la hace capaz de contemplar a Dios.
En aquella ocasión, el Sumo Pontífice se valió de las palabras que siglos antes había expresado Santa Catalina de Génova, quien transmite en su obra Tratado del Purgatorio una revelación particular… Experiencia mística donde describe que “el alma separada del cuerpo, cuando no se halla en aquella pureza en la que fue creada, viéndose con tal impedimento, que no puede quitarse sino por medio del purgatorio, al punto se arroja en él, y con toda voluntad”.
Con extraordinaria precisión, esta mujer italiana que vivió en el siglo XVI, describe esta experiencia que la llevó a renegar de la vida mundana que había llevado hasta entonces, iniciando un apostolado de cuidado a los enfermos para amar en ellos a Cristo. “No creo que sea posible encontrar un contento comparable al de un alma del purgatorio, como no sea en el que tienen los santos en el Paraíso. Y ese contentamiento crece cada día por el influjo de Dios en esas almas y más a medida que se van consumiendo los impedimentos que se oponen a ese influjo”.
Doctrina de fe
La certeza del Purgatorio nace en la Sagrada Escritura y posteriormente los doctores de la Iglesia –como San Agustín, Gregorio Magno y San Crisóstomo- han formulado una extensa y enriquecedora doctrina de fe. Estos planteamientos sobre el Purgatorio fueron respaldados por los sagrados concilios de Florencia, en 1439 y de Trento, en 1563. Pero también están refrendados por testimonios de decenas de personas, quienes exponen sobre la existencia de almas que buscan la comunión plena con Dios.
Uno de estos valiosos tesoros lo comunica Santa María Faustina Kowalska, religiosa polaca canonizada el 2001 por el papa Juan Pablo II. Viviendo su vocación a comienzos de 1930, fue testigo de diversas apariciones de Jesús en la advocación de la Misericordia. Fue el propio Hijo de Dios quien le reveló aquello que la santa narra en su diario de vida.
Señala Faustina que guiada por su Ángel de la Guarda visitó el Purgatorio… “Me encontré en un lugar nebuloso, lleno de fuego y había allí una multitud de almas sufrientes. Estas almas estaban orando con gran fervor, pero sin eficacia para ellas mismas, sólo nosotros podemos ayudarlas. Las llamas que las quemaban, a mí no me tocaban. Mi Ángel de la Guarda no me abandonó ni por un solo momento. Pregunté a estas almas: ¿Cuál era su mayor tormento? Y me contestaron unánimemente que su mayor tormento era la añoranza de Dios. Vi a la madre de Dios que visitaba a las almas en el Purgatorio. Las almas llaman a María la «estrella de mar». Ella les trae alivio. Deseaba hablar más con ellas, sin embargo mi Ángel de la Guarda me hizo seña de salir. Salimos de esa cárcel de sufrimiento. Oí una voz interior que me dijo: «Mi misericordia no lo desea, pero la justicia lo exige»”.
El amigo de Padre Pío que estuvo en el purgatorio
Fray Daniele Natale, fue un sacerdote capuchino italiano que se dedicó a misionar en medio de tierras hostiles durante la Segunda Guerra Mundial. Socorría con prisa a los heridos, enterraba a los muertos y ponía a salvo los objetos litúrgicos. En este escenario transcurría su misión cuando en 1952, en la clínica “Regina Elena”, le diagnosticaron un cáncer de Bazo.
Con esta triste noticia se fue a ver al Padre Pio, su amigo y guía espiritual, quien le insistió tratar su enfermedad. Fray Daniele viajó a Roma y encontró al especialista que le habían recomendado, el doctor Riccardo Moretti. Este médico, al principio, no quería realizar la operación, porque estaba seguro de que el paciente no iba a sobrevivir. Al final, sin embargo, influenciado por un impulso interior, decidió internarlo.
La intervención se llevó a cabo al día siguiente por la mañana. Fray Daniele, a pesar de que le habían administrado la anestesia, siguió consciente. Sentía un gran dolor, pero no lo manifestaba; al contrario, estaba satisfecho de poder ofrecer su sufrimiento a Jesús. Al mismo tiempo, tenía la impresión de que el dolor que estaba sufriendo, estaba purificando cada vez más su alma de pecados. Al cabo de un momento sintió que se dormía. Los médicos, sin embargo, afirmaron que después de la intervención, el paciente había entrado en coma y permaneció en este estado durante tres días, tiempo en que después falleció. Se expidió el certificado médico de su defunción y acudieron los familiares para rezar por el difunto. Sin embargo, pasadas unas horas, para asombro de los allí reunidos, de repente el muerto volvió a la vida.
Tres horas de purgatorio
¿Qué le había pasado a Fray Daniel durante aquellas escasas horas? ¿Dónde había estado su alma? Prontamente el religioso capuchino contaría su propia experiencia con el purgatorio en el libro Fra Daniele raconta… . De este escrito, les compartimos los siguientes fragmentos:
“Yo estaba de pie delante del trono de Dios. Lo vi, pero no como un juez severo, sino como un padre afectuoso y lleno de amor. Entonces me di cuenta de que el Señor lo había hecho todo por amor mío, que había cuidado de mí desde el primer hasta el último instante de mi vida, amándome como si fuera la única criatura existente sobre esta tierra. Me di cuenta también, sin embargo, de que no sólo no había correspondido a este inmenso amor divino, sino que lo había descuidado del todo. Fui condenado a dos-tres horas de purgatorio. «Pero, ¿Cómo? -me pregunté- ¿Sólo dos-tres horas? ¿Y después voy a permanecer para siempre junto a Dios, eterno Amor?». Di un salto de alegría y me sentí como un hijo predilecto. (…) eran unos dolores terribles, que no se sabe de dónde venían, pero se sentían intensamente. Los sentidos que más habían ofendido a Dios en este mundo: los ojos, la lengua… sentían mayor dolor y era una cosa increíble, porque ahí en el Purgatorio uno se siente como si tuviera el cuerpo y conoce, reconoce a los otros como ocurre en el mundo”.
Mientras tanto -explica- no habían pasado más que unos pocos momentos de esas penas “y ya me parecía que fuese una eternidad. Entonces pensé en ir a un hermano de mi convento para pedirle que rezara por mí, que yo estaba en el Purgatorio. Ese hermano se quedó maravillado, porque sentía mi voz, pero no veía mi persona, y él preguntaba «Dónde estás?,¿Por qué no te veo?» (…). Sólo entonces me di cuenta de estar sin cuerpo. Me contentaba con insistirle en que rezara mucho por mí y me fui de allí. «Pero, ¿Cómo? –me decía a mí mismo- ¿No deben ser sólo dos- tres horas de purgatorio…? ¡y ya han pasado trescientos años!» al menos así me lo parecía. De repente se me aparece la Bienaventurada Virgen María y le supliqué, le imploré diciéndole «¡Oh, Santísima Virgen María, madre de Dios, obtén para mí del Señor la gracia de retornar a la tierra para vivir y actuar sólo por amor de Dios!». Me di cuenta también de la presencia del Padre Pío y le supliqué también a él: «Por tus atroces dolores, por tus benditas llagas, Padre Pío mío, reza tú por mí a Dios para que me libere de estas llamas y me conceda continuar el Purgatorio sobre la tierra». Después no vi nada más, pero me di cuenta de que el Padre Pío le hablaba a la Virgen. Después de unos instantes se me apareció de nuevo la Bienaventurada Virgen María (…) ella inclinó su cabeza y me sonrió. En aquel preciso momento recuperé la posesión de mi cuerpo (…) con un movimiento brusco, me liberé de la sábana que me cubría. (…) los que me estaban velando y rezando, asustadísimos se precipitaron fuera de la sala para ir en busca de los enfermeros y de los doctores. En pocos minutos en la clínica se armó un jaleo. Todos creían que yo era un fantasma”.
Al día siguiente, por la mañana, Fray Daniele se levantó por sí mismo de la cama y se sentó en un sillón. Eran las siete. Los médicos pasaban normalmente alrededor de las nueve. Pero ese día, el doctor Riccardo Moretti, el mismo que había redactado el certificado médico de defunción de Fray Daniele, había llegado más temprano al hospital. Se paró en frente de él y con lágrimas en los ojos le dijo: «Sí, ahora creo en Dios y en la Iglesia, creo en el padre Pío…».
Fray Daniele, tuvo ocasión para compartir más de cuarenta años con el rostro de Cristo sufriente hasta el 6 de julio de 1994, fecha en que falleció a los 75 años en la enfermería del convento de los Hermanos Capuchinos de san Giovanni Rotondo. Durante 2012 se abrió una causa de beatificación y es hoy considerado Siervo de Dios.
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Fuente: Portaluz.org
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