Una visita obligada
Y quienes no estaban en absoluto preparados para ese encuentro eran Mario Avignone, Leo Fanning y Joe Asterita. En 1944 formaban parte de la 304ª Flota de Bombarderos de la 15ª Fuerza Aérea norteamericana del general Nathan F. Twining, con base en Ceriñola, una zona ocupada desde mediados del año anterior tras el desembarco aliado que dio origen a la campaña de Italia. Católicos los tres, frecuentaban una iglesia donde un día un sacerdote, monseñor Paolino, les preguntó si habían ya visitado al Padre Pío, como hacían numerosos militares extranjeros destacados en el sur del país.
—¿Y quién es el Padre Pío? -preguntaron.
Lo tenían bien cerca, pues el convento de San Giovanni Rotondo se encontraba a apenas 40 km al norte de su unidad. Pero no habían oído hablar de ese monje capuchino que, como les informó enseguida el sacerdote, era famoso en toda Italia por sus estigmas y otros dones sobrenaturales que atraían hasta su misa y su confesionario -escenarios de su apostolado- a miles de peregrinos.
No tardaron los cuatro en hacer ese viaje que, efectivamente, iba a llenar su vida de sorpresas.
Mario, Leo y Joe no fuero los únicos que visitaron al Padre Pío, muchos soldados norteamericanos lo hicieron.
Joe le ayudó a misa. “Duró casi dos horas”, recuerda Mario en una entrevista concedida en 2009 al National Catholic Register: “Se decía que cuando oficiaba misa era crucificado con Cristo. Podías ver las lágrimas cayendo por su rostro”.
Para los tres militares fue el inicio de una amistad de un año (prolongada luego por carta) que les cambió por dentro y por fuera. Al Padre Pío le resultaban simpáticos aquellos tres jóvenes estadounidenses, dos de ellos de origen italiano. De hecho, Asterita hablaba el idioma de sus padres y era quien hacía de intérprete.
Imposible engañar al Padre Pío
Así que estuvieron en mayo de 1945 en su fiesta de cumpleaños. La guerra se acercaba a su conclusión y pronto regresarían a casa, así que le pidieron a un capuchino del convento, el padre Ignacio, que les consiguiese como recuerdo un trocito de una de las vendas que utilizaba el futuro San Pío de Pietrelcina para cubrir sus estigmas.
—¡Ni hablar! -dijo el fraile-. Lo que me pedís está prohibido y podría traerme problemas.
Sin embargo, le convencieron, bajo promesa de no decírselo a nadie. Cortaron en tres una pequeña gasa y se la repartieron.
No mucho después regresaron a San Giovanni Rotondo y, acompañados por el padre Ignacio, se encontraron con el santo de Pietrelcina, quien les detuvo en un pasillo, con gesto “realmente severo”, evoca Mario.
—Habéis obrado mal. Habéis hecho pecar a uno de mis hermanos —les espetó.
—Padre Pío, ¿qué hemos hecho? —planteó Joe, como si no supiese a qué se refería.
—Sabéis muy bien lo que hicisteis. Convencisteis al padre Ignacio de que se colase en mi celda, cogiese una de las vendas y os la diese.
Nadie se lo había dicho, por supuesto, pero… “¡No podías burlar al Padre Pío!”, —comenta Mario.
Pero su rostro se suavizó enseguida.
—Le perdono, fray Ignacio. Y también os perdono a vosotros. Pero no se lo digáis a nadie. Llevaba esas vendas sobre mi corazón. Id en paz —dijo el Padre Pío.
El final de la contienda iba a separar a los tres camaradas: Leo a Japón, Mario a otro lugar de Europa, Joe a Nueva York. Al despedirse le explicaron a su santo amigo que la dispersión se debía a un nuevo sistema militar de puntos. “Puntos o no puntos, os digo que volveréis juntos a casa”, fue la réplica del Padre Pío. En cuanto llegaron a la base, se enteraron de que las órdenes habían cambiado… y todos regresaban a Estados Unidos.
El éxtasis de Mario
Aquel año de relación con el santo de los estigmas les marcó pues para siempre, aunque por caminos muy distintos.
Mario le comentó su idea de volver a verle acompañado de su mujer y su hijo..
—No malgastes tu dinero —respondió. Cada vez que comulgues en la iglesia, estaré a tu lado.
Lo cierto es que Mario sí utilizó la reliquia, y poniéndola sobre algunos enfermos consiguió curaciones (entre ellas, un cáncer) y algo aún más valioso: Conversiones. “Devolvió a la Iglesia a mucha gente en vida y sigue haciéndolo”, afirmaba.
Mario Avignone, medio siglo después de conocer al Padre Pío: Seguía difundiendo su devoción y rezando con su reliquia por la curación de muchas personas.
Y relata lo que le sucedió en 1968 cuando, esta vez sí, acompañado de su familia, acudió al entierro del santo. “Cuando visitamos su tumba en la iglesia”, comenta, “mi esposa dice que me quedé en éxtasis, y que las lágrimas caían a chorros por mi rostro mientras rezábamos de rodillas. Dice que yo conversaba en voz alta con el Padre Pío, aunque ella no podía escuchar al santo. Pero yo sí, y me dijo que se sentía feliz de que hubiese ido a verle”.
Una vocación
El día que los tres conocieron al Padre Pío, Joe, que hablaba italiano, se presentó primero e introdujo a los demás.
—Padre Pío, le presento a mi amigo, el cabo Leo Fanning.
—Eso no es correcto. Es el padre Leo Fanning.
Y, ante el estupor del interesado, continuó:
—Irás al altar de Dios. No quiero que vayas a ningún sitio más.
Al volver de la guerra, Fanning entró en el seminario y fue ordenado sacerdote en Paterson (Nueva Jersey) el 30 de mayo de 1954. Diez minutos antes de la ceremonia recibió un telegrama: “Felicidades en el día de tu ordenación. Padre Pío”.
Leo no se lo podía creer, porque… ¡no le había dicho nada!
Son historias muy habituales en la biografía del santo. En cierta ocasión monseñor Paolino, junto con Leo y Joe, hicieron una visita sorpresa a San Giovanni Rotondo. El padre Paolino entró en el convento para saber si estaba disponible. Cuando el Padre Pío salió y le vió, le dijo: “¡Ah, por fin habéis llegado! Llevo toda la mañana esperándote, a ti y a los dos soldados americanos”.
Vocación, no
Asterita fue protagonista de otra de estas jugadas del santo de los estigmas, quien un día le pidió que llevase a Foggia en su vehículo a cinco personas.
—No puedo —rechazó Joe. Tenemos prohibido transportar civiles en el jeep.
—Recuerda siempre esto —replicó el Padre Pío: Siempre que te pida que hagas lago por mí, saldrá bien. No tienes nada que temer.
El joven accedió entonces a llevar consigo a dos hombres, dos mujeres y un niño. Al cabo de un rato, una pareja de la Policía Militar vio pasar el todoterreno en un control de carretera, miraron y lo dejaron pasar, y mientras lo hacían… el aire se llenó del característico olor inefable que rodeaba en numerosas ocasiones al Padre Pío. Ese aroma ya no les abandonó hasta que los ocupantes descendieron del vehículo en Foggia. Se toparon con varias patrullas durante el camino, pero ninguna les detuvo.
Joe, quizá influido por estos hechos y por la anunciada vocación de Leo, le confió al Padre Pío poco antes de despedirse de él que había pensado hacerse trapense. El santo sacó a relucir su mejor humor:
—Joe, ¡tú no paras de hablar! No puedes permanecer en silencio ni un minuto. Nunca podrías ser trapense. Tu vocación es el matrimonio.
Naturalmente, acertó.
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Fuente: Religión en Libertad