¡Qué triste es la soledad! Es como una enfermedad que nos invade el alma, y produce un dolor intenso que sólo los que lo padecen pueden describir. Sin embargo, la soledad es en realidad la puerta más importante que permite al alma encontrarse con su Creador, su Amo, su Señor. La soledad bien vivida, bien comprendida, es una gracia gigantesca que nuestra alma debiera disfrutar y aprovechar en su máxima dimensión.
¿Qué es lo que nos impide, entonces, disfrutar la soledad? Pues, es el ruido del mundo, sumado a nuestra falta de búsqueda de Dios en nuestras vidas.
El ruido del mundo es como un muro que dificulta ver o percibir le realidad espiritual que nos envuelve, que nos llama. Es por eso que el cristianismo tiene una tradición milenaria de meditación, de encuentro con Dios, a través de la contemplación y el silencio interior. Lo supieron los viejos maestros de la vida eremítica, en sus vidas de claustro y meditación. Atravesar el muro del mundo que nos rodea requiere alejar de nuestros sentidos esa sinfonía desafinada que los satura, los esteriliza a los fines espirituales. Y particularmente en el mundo moderno, donde todo parece especialmente diseñado para atontar y saturar nuestra vista y oídos, nuestra mente.
Sin embargo, cuando nuestros sentidos encuentran la paz necesaria, el muro del mundo empieza a abrirse, dejando la puerta entreabierta para que nuestra alma llegue al encuentro tan buscado. ¿Quién nos está esperando allí, en silencio en la semipenumbra de nuestro interior, observándonos pacientemente, con una sonrisa a flor de labios? ¡Jesús! Si, por supuesto, es Dios quien espera ser descubierto en la meditación. Los místicos, a lo largo de los siglos, han encontrado Su Presencia que acaricia nuestro interior con Su consejo y compañía.
De manera que, de repente, nos encontramos hablándole a Dios, contándole nuestros más simples pero profundos secretos. Y nuestra alma, sin necesidad de palabras, recibe las respuestas. Silencios, sentimientos que envuelven nuestro ser, emociones profundas. Nada que sea simple describir con palabras, pero definitivamente una experiencia sensible que no podemos dejar pasar por alto, que cambia el sentido de nuestra vida.
Nuestro ser se siente de repente tan unido a El, que naturalmente surge un llamado, un pedido:
De ahora en más, seremos nosotros; ya no más tú, ya no más Yo, sólo nosotros.
Por supuesto Señor, nosotros. Ya no más la soledad, ya no más ese vacío interior. ¡Todo lo contrario! Ahora busco esos momentos, porque sé que allí te encuentro en mayor intimidad, y somos más que nunca, nosotros. Los ruidos del mundo me hacen difícil escucharte, por eso disfruto las cosas simples de la vida, mansas y armoniosas, porque nosotros las compartimos mejor de ese modo.
Dime, Jesús, ¿hace mucho tiempo que me esperas? ¿Desde cuando estabas allí, en mi silencio interior, esperando pacientemente que te encuentre? Qué pena me da el tiempo perdido; pero no importa, porque ahora sé que te puedo buscar y encontrar, para que nunca más me sienta solo.
¡Vivamos juntos esta aventura terrenal que me regalaste, mi Jesús, nosotros!