Dicen los nicaragüenses, que “lo que causa gran alegría es la Inmaculada Concepción de María”. ¿Por qué se conmueven nuestros corazones al contemplar el origen de aquella jovencita de Palestina?
Nos dice Juan (1.1-1.3): «En el principio existía la Palabra y la Palabra estaba con Dios, y la Palabra era Dios. Ella estaba en el principio con Dios. Todo se hizo por Ella y sin Ella no se hizo nada de cuanto existe». La Palabra a la que se refiere Juan es el Verbo de Dios, expresión pura de Su Voluntad Creadora. Cuando Dios dice “Hágase” y da así origen al mundo y vida al hombre, es en Su Palabra en que nos inserta en el tiempo como paso previo a la vida en la eternidad. Nosotros, los que estamos en el tiempo, vemos en el Eterno la expresión plena de aquello que no logramos comprender, porque somos limitados y sujetos a las leyes de la naturaleza creada por Su Palabra.
Cuando el Pueblo Judío recibe las Tablas de la Ley en manos de Moisés en el Monte Sinaí, recibe la misma Palabra que en la Creación daba vida y ritmo a las cosas. El pueblo elegido conservó las Tablas en el Arca de la Alianza, testimonio de la Presencia del Dios Vivo que los había sacado de Egipto. En las Tablas que celosamente resguardaban estaba la Palabra, expresión del Verbo de Dios. Ellos tenían allí bien guardada la Voluntad de Dios expresada en La Ley, los Diez Mandamientos. Vagaron por el desierto durante años, perdidos en las dunas, pero cuando regresaban de noche a su campamento veían una columna de fuego que se elevaba al cielo, y marcaba el lugar donde el Arca estaba resguardada. Allí, en ese lugar Santo, ellos guardaban La Palabra, expresión del Verbo de Dios.
Pero no fue suficiente. Sublimada por el amor a Su criatura, la Palabra quiso hacerse como nosotros, quiso ser Hombre. Sin embargo, no podía ser resguardada en un lugar que no fuera digno de tal Realeza, porque el mismo Dios, Su Verbo, iba a unirse a la Creación que El mismo había hecho surgir de Su Pensamiento. Los judíos guardaban las tablas con total celo y veneración. ¿Dónde iba a ser resguardada la Palabra hecha Carne? Ya no eran tablas que contenían la Ley, sino el mismo Hombre-Dios, el Verbo de Dios hecho Carne, que visitaba al mundo.
Sin dudas que el Tabernáculo no era suficiente, hacía falta alga más, algo extraordinariamente puro y santo. La Palabra podría haberse hecho Hombre de adulto. Sin embargo quiso venir haciendo el mismo recorrido que todo hombre hace, desde un vientre materno. El Tabernáculo Santo, entonces, tenía que ser una Mujer, una nueva Eva, perfecta, Inmaculada. Desde el mismo instante de la Concepción, Ella tenía que ser pura, de tal modo de merecer ser el digno lugar donde habitaría el Verbo de Dios, durante nueve largos meses.
Dios escogió muy bien Su Lugar, donde Él iba a formar Su Morada al llegar a este mundo. Su dignidad no admitía ninguna grieta, ninguna falla. El Templo Santo tenía que ser la mayor muestra de la Perfección Creadora de la que El mismo era capaz. Se esmeró, buscó las circunstancias y los modos más adecuados, y puso en este mundo a Aquella que sería digna de la más Alta Gracia, la de recibirlo en unión de Sangre y Carne.
¿Cómo algo tan pequeño y delicado podría contener al Autor de la Creación, al Eterno, al que todo lo sabe y todo lo puede? Inmaculada desde su Concepción, así tenía que ser Ella. Templo Santo, Refugio del Niño-Dios, Casa del Verbo de Dios, ningún pecado podía tocarla en su origen. Y Ella, santa desde su cuna, supo conservar la pureza y transitar una vida libre de pecado. Ella, la Llena de Gracia. ¿Cómo podría ser de otro modo, si su Vientre fue llamado a ser el Tabernáculo Santo donde el mismo Verbo que con Su Voluntad creó al mundo iba a ser invitado a unirse a Su propia Creación?
María, Casa de Dios, es Ella el Tabernáculo de Cristo, porque Ella es Madre de la Iglesia. María, Inmaculada Madre de la Eucaristía, de la Palabra hecha Carne. María, Madre mía, Madre nuestra, Casa del Pan, Hogar de la Palabra, Refugio Santo, Nueva Arca de la Alianza, Templo de la Iglesia, Tabernáculo donde habita Dios. Porque Dios quiso ser Hombre, y en un estallido de Trinitario Amor te eligió como Hija, Esposa, y Madre.
Y así, “la Palabra se hizo Carne, y habitó entre nosotros”. (Juan 1.14).