¿Cómo es que hasta un instante atrás estaba caminando con confianza por la superficie y en medio de las olas, y ahora me hundo sin más perspectivas que llegar al oscuro fondo del lago? Pedro debió haber pasado de la alegría sin igual de sentirse sostenido por Dios, desafiando a la naturaleza intrépida, a la más profunda desesperación de sentirse abandonado y sujeto a una muerte horrenda. ¿Qué habrá ocurrido en su corazón, en su mente, que provocó pasar de modo tan súbito de un estado al otro?
Una sombra de autosuficiencia, un olvido repentino de que su caminar por sobre las aguas no era mérito suyo sino una gracia concedida por Jesús. Ese breve momento de cavilación, de duda, fue suficiente para que Pedro, el hombre, soltara la mano invisible de Dios y quedara sujeto a sus propias fuerzas. Fuerzas que no sirven de nada, que conducen a una caída segura en manos de la soberbia humana.
Una sombra de miedo, un dudar de la seguridad de esa invisible Mano Divina que lo sujetaba y hacía deslizar seguro por las crestas de las olas del lago. Miedo que paraliza, que tensa músculos y pensamientos hasta hacernos como estatuas de sal que azoradas observan su destino sin poder reaccionar. Pedro, nublada la fe que lo había lanzado seguro sobre la borda del bote de pescador rumbo a los brazos de Jesús que lo llamaban desde el mar tempestuoso, pasó a ser sólo eso, Pedro. Ya no más el apóstol unido a Dios por la seguridad de Su Divinidad. Sólo Pedro, el hombre.
Una sombra de esperanza. Los ojos de Pedro miraron y miraron olas y su cuerpo que se hundía, mientras nada parecía poder detener su naufragio. Pero una luz iluminó sus ojos de hombre desesperado, los ojos de Jesús que lo invitaban a llamarlo. Pedro, pídeme que te ayude, llámame. Pedro, ten fe en mi, no en tus fuerzas. Pedro, confía en mi aunque te estés hundiendo, ¿acaso no te lanzaste a caminar por el mar para venir a Mi encuentro? Pedro, extiende tu mano hacia mí, y presto como un ángel volaré a rescatarte.
Una sombra de fe se asomó a los ojos de Pedro. Ya no más el mar ni su cuerpo hundiéndose, sino la mirada del que todo lo puede. Una sombra de fe que creció hasta iluminar el rostro de Pedro, haciéndolo nuevamente Pedro, el Apóstol. Jesús, sin demorarse un instante, rescató a su demasiado humano discípulo, el que sería pilar de la naciente Iglesia. La Mano de Dios fue tendida al amigo, al Apóstol que vacilante se abrazó a su Jesús, a su Salvador. No más angustia, no más miedo, sólo seguridad en los Brazos del Mesías esperado.
En la experiencia de Pedro en el Lago de Genezareth podemos vernos reflejados, proyectados. Nada obstaculiza nuestra capacidad de sujetarnos firmes a la Invisible Mano de Jesús y dejarnos sostener, mientras caminamos sobre las aguas de este mundo con fe y confianza. Debajo de nosotros el mundo ruge, las olas de la sociedad moderna nos envuelven amenazadoras, tratando de hundirnos en la oscuridad de la civilización que se olvidó de Dios. Paso a paso, confiados y valerosos atravesamos las olas más altas y los vientos más violentos, que arrojan agua sobre nuestro rostro. Sin embargo, con qué frecuencia nos olvidamos de la Mano que nos sujeta y, como Pedro, nos hundimos sin remedio y envueltos en mares de angustia. El mundo, en esos momentos, nos traga como un enorme monstruo que seduce y confunde, atonta y subyuga.
Cuando el mar más aúlla a nuestro alrededor, más nos debemos sujetar a la fe y la confianza, al amor y la esperanza que vienen del Señor. Nuestras fuerzas nada pueden, nada logran. Todo debemos confiar a Jesús, que con inmenso amor nos mira y nos invita a pedir Su ayuda, Su Salvación. Cuando Pedro estuvo a salvo, sintió vergüenza de haber fallado en su confianza en Jesús. Iba a fallar otras veces, muchas más, pero siempre volvió a Jesús. Su voz una y otra vez lanzó el grito que salva, que abre las puertas del Cielo: ¡Me hundo, Jesús, sálvame!