Miré la copa de vino en mi mano, rojo brillante, con destellos que me hablaron de otras manos que plantaron la vid. Pude ver en la tierra el sudor del viñador, su sonrisa ante la vista de la vid resplandeciente en el sol de la mañana. Pude ver los cestos completos de racimos, derramándose unos sobre otros, como deseando hacerse uno en las barricas de roble que ansiosas esperaban.
Sentí el perfume húmedo de la bodega, ese aroma inconfundible que despierta sentimientos lejanos, de otras tierras. Quise nadar en ese mar de olas teñidas de acentos violáceos, de aromas que se funden y diferencian en un ir y venir perpetuo. Vi el polvo descansando sobre las botellas que esperan como novias ansiosas, unas junto a otras, orgullosas del tesoro que celosamente guardan.
Comprendí el trabajo del hombre, interminable e inagotable, detrás de esa copa que frente a mí se bamboleaba en el jugueteo de mis dedos. Me admiré de la paciencia que los siglos han abrigado, para que poco a poco se derramen las generaciones de vinos, sobre vinos, sobre otros vinos, hasta llegar al punto supremo del sabor, el aroma, el color.
Pero fue entonces que me vi, en Caná, en los brazos de la Madre que celosa de aquella festividad de su pueblo, no quiso que nada falte, y mucho menos el vino. Ella se lo pidió, insistió, sabiendo que ese Muchacho hecho Hombre, que pocas semanas atrás había salido a caminar las polvorientas sendas de Palestina, era Dios.
El miró a Su Madre como Hombre, y con una sonrisa aceptó el ruego de cambiar Su Voluntad, sabiendo que nada que Ella pidiera podría estar mal. Y en medio de la boda, como Dios, como Hombre-Dios, hizo que el agua se transforme en vino, en el mejor vino que jamás mano humana podría elaborar.
Vi en aquellas manos ese vino. ¿Qué habrán sentido en sus bocas aquellos benditos miembros del pueblo de Israel? ¿Qué sabor tendría ese vino, que color, que maravillosos reflejos brotarían de ese torrente de Poder Divino? ¿Acaso hubo una tierra que hiciera brotar la vid, hubo manos que cosecharan los racimos, hubo toneles que guardaran ese néctar Divino mientras se liberaban los sabores y los aromas que harían las delicias del hombre?
Quizás fueron ángeles quienes con alegría elaboraron el vino ante el deseo del Señor, o quizás fue simplemente el Poder de Dios el que hizo que el agua se hiciera vino. Lo que retumba en mi interior es esa convicción de que Jesús, ante el pedido de Su Madre, hizo para nosotros el mejor vino que la historia del hombre jamás pueda elaborar. Como siempre, los pedidos de la Nueva Eva son correspondidos con las más maravillosas muestras de la Perfección de Dios. Nada se interpone entre Dios y Su Madre, entre Jesús y Su Mamá.
La copa de vino aún está en mi mano, llevándome por épocas y tierras extrañas, llamándome, invitándome. Ya no es vino lo que veo en ella, veo el recuerdo de aquella elevación en las afueras de Jerusalén, y escucho las voces que miran llenarse la copa. Unos con dolor, otros sin comprender. Y el vino se hizo Sangre, la Sangre más perfecta que ningún hombre pueda derramar. Sangre de Hombre, Sangre de Dios, rebosante en la copa del sacrificio, destellando reflejos que iluminan los altares de toda la tierra, y la iluminarán por toda la eternidad.
Señor, invítame a Tu Mesa, a beber Tu Copa, a compartir Tu Cáliz, a posar mis labios sobre ese mar rojo carmesí, a descubrirte en cada consagración, en cada elevación, para que mi alma aclame a una sola voz, ven Señor Jesús, ven Señor Jesús. Para que sólo pueda decirte una y otra vez, ¡Señor mío, y Dios mío, Señor Mío, y Dios mío!