Las pequeñas historias de nuestra vida cotidiana suelen transmitir el testimonio de la Presencia silenciosa pero amorosa de Jesús en nuestra vida. Si prestamos atención veremos que Dios se hace presente, sólo es cuestión de tener fe y saber reconocerlo. Cuando lo hacemos, El participa en nuestro día de forma activa, ayudándonos y dándonos señales de consuelo, ayuda, presencia y por sobre todo, infinito amor.
Esta es la historia: tengo conmigo desde hace ya bastante tiempo una Cruz de metal (es un Crucifijo de San Benito) y un Rosario. En el bolsillo de mi pantalón están Jesús y Su Madre: la Cruz y el Rosario de María. Una mañana durante un viaje a otro país, me levanté temprano en la habitación del hotel donde participaba de una reunión de trabajo, coloqué mi Cruz en una ventana, y frente a Ella recé mi Rosario matinal. Como era mi último día, terminé de rezar, cerré mi valija y fui a hacer el check out y la devolución de la tarjeta-llave de la habitación. Fui a la sala de convenciones, y luego de un rato estaba escuchando una sesuda presentación sobre finanzas. A la media hora busco a mi Jesús naturalmente en mi bolsillo, ¡y no estaba!. Sólo el Rosario estaba allí.
¿Qué hacer?. No se puede salir de esas reuniones así nomás, porque se supone que uno debe participar, es un grupo pequeño. Pensé que en una hora o dos tocaba hacer un corte para tomar un café, y allí podría ir a buscarlo, ya que seguramente había quedado en mi habitación, apoyado en la ventana donde recé el Rosario. Pero algo me carcomía mis entrañas: ¡había perdido a mi Jesús!. Sentía en mi interior que El estaba por encima de todo lo que me rodeaba, de mis jefes que estaban sentados allí, qué poco me importaba todo eso. ¡Y si me lo robaban!.
Jesús me llamaba a los gritos. No resistí más: me levanté y corriendo fui a la recepción del hotel. ¡Había una larga cola de gente que estaba haciendo su check out también! Esperé, cuando me tocó el turno me dieron una copia de la llave de la habitación para que busque allí mi Cruz. Corrí al ascensor y cuando llegué vi la puerta abierta: una señora estaba limpiando el cuarto. Fui a la ventana: ¡no estaba allí!. No podía ser, miré a la señora que me había visto buscar en la ventana, y no me dijo nada. Le pregunté por mi Cruz, me miró sin reaccionar, y luego sin muchas ganas fue hacia el carrito donde tenía sus cosas de limpieza, sacó de dentro de una lata a mi Jesús, y mientras me lo daba me dijo: mucha gente se olvida cosas aquí. Abracé a mi Jesús y me fui sonriente a la sala de reuniones: había perdido a mi Jesús, pero El me había llamado para que lo rescate a tiempo. ¡Un minuto más y seguramente se me habría ido para siempre, mi querida Cruz de San Benito!.
No pude pensar más que en Jesús esa mañana, casi lo había perdido en esa pequeña Cruz que podría haber reemplazado, sin dudas. Pero Él quiso recordarme que está conmigo, que no quiere que lo pierda, ni siquiera en la forma de una Cruz de San Benito. Yo sólo sonreía mientras mi mano apretaba a mi Jesús para que no se me escape nuevamente. ¿De que cosas hablaba esa gente?. ¡Qué importa: yo estaba con mi Jesús!.
Pequeñas cosas, pequeños mensajes que Dios pone en nuestras vidas. No puedo transmitirles lo feliz que estuve al haber reconocido que Jesús me habló en esa pequeña historia, me sacó de las vanidades del mundo en que estaba inmerso, y me dijo:
¡Aquí, aquí estoy, no me pierdas, no me dejes, no te apartes de mi, rescátame!