Escuché hace algunos años el testimonio de un andinista mejicano que había escalado varias veces las principales cimas del mundo, tanto las de América como las grandes montañas del Himalaya. Pero tuvo una meta que fue rebelde para él: escalar el cerro Chaltén también conocido como Fitz Roy, al sur de Argentina y Chile, por su ladera más difícil. Varias veces lo intentó y fracasó, incluso con la muerte de algunos compañeros y con graves lesiones en su socia de aventuras, su esposa. Cuando finalmente lo logró creyó tocar el cielo con las manos, pero luego entró en una depresión profunda, porque se quedó sin metas en su vida. ¡Había logrado lo que siempre soñó!. Lo había deseado tanto que al lograrlo se sintió vacío. Finalmente pudo reencauzar su vida y volver a caminar. ¿Cómo lo hizo?.
Simple: se dio cuenta que su meta y felicidad en la vida no era alcanzar la cima, sino escalar, y entonces siguió escalando otras cimas sin ansiedades ni angustias. Pero también, a partir de ese momento, comenzó a dar testimonio en conferencias y seminarios sobre su hallazgo. Y fue en este plan, junto con otros cientos de personas, que lo escuché por primera vez. Dando testimonio no de su vanidad por poder alcanzar altas cimas, sino por poder ver la vida desde la felicidad de caminar, avanzar, nunca llegar.
Creo que el mismo error lo cometemos muchos de nosotros cuando buscamos o hablamos de la conversión. Creemos que es una cima que se alcanza en esta vida, un punto que se toca. Y no es así, ya que la conversión es un camino, un andar. La conversión como meta es un punto al que solo se llega cuando Dios nos da la entrada al Reino, eventualmente después de escalar la última y difícil ladera del Purgatorio. Y muy peligroso es cuando creemos haber alcanzado la cima en esta vida, porque eso arrastra la amenaza de haber transformado nuestro camino de conversión en fariseísmo.
Ningún santo se llenó de vanidad de su santidad. Todo lo contrario, todos ellos daban testimonio de ser pecadores, débiles y pobres almas en busca de la perfección, de la cima. Pero es una cima que no se alcanza, que siempre está un poco o mucho más allá. Cuando creemos haber llegado, es imprescindible que la humildad nos vuelva a dar por tierra para poder ver que hay una nueva ladera por remontar. La conversión es también como ir quitando capas de una cebolla, capas que son infinitas en la tierra y que solo se terminan de quitar en el Cielo. No se puede llegar al corazón de la cebolla aquí, sólo en el Reino.
Una vez más, es la humildad la que nos debe anonadar lo suficiente como para reconocer que la conversión es un camino, una búsqueda, no un final. Lo importante es que nos decidamos a iniciarla, que nuestro corazón decida moverse en esa dirección, sin prisa pero sin pausa. Dejando que la Divina Providencia tome nuestra vida y haga nuestro camino. Moverse, caminar, avanzar, nunca llegar. El camino de la conversión es la búsqueda de la perfección que Dios espera de nosotros, pero a la que obviamente nunca llegamos. Somos como veletas que un día se mueven en un rumbo, y otro día en el contrario. La conversión es reconocer el buen viento, el que nos mueva hacia la vida humilde y santa que Dios espera de nosotros. Un poco más, siempre un poco más cerca del destino, pero sin creer que llegamos.
¿Quién se atreve a decir que ya hizo lo suficiente, que ya es demasiado perfecto como para declararse convertido totalmente?. Sólo Jesús y María lo eran, en su vida terrenal. Jesús por Su naturaleza Divina, y María porque por Gracia del Padre fue creada libre de culpa y mancha, y así supo mantenerse hasta su Asunción.
Señor, hazme humilde y pequeño. Dame el deseo profundo de buscarte, cada día. Permíteme ser tu hermano aquí, e imitar tus enseñanzas siempre un poco más. Dame la felicidad de caminar y avanzar en la dirección que Tu Divina Voluntad me indique. Y si me equivoco, dame la humildad y entrega necesarias para levantarme y empezar de nuevo, hasta la hora de mi muerte.