Por motivo de la pandemia hemos pasado mucho tiempo aislados, con escaso contacto humano, y la verdad es que yo no había comprendido cuánto extrañaba el abrazo de gente querida, hasta que hace pocos días tuve la oportunidad de dar unos buenos abrazos a hermanos de fe que no veía desde hace mucho tiempo. Fue tan grande la alegría, la felicidad que llenó mi corazón, que no pude más que quedarme impresionado por la forma en que Dios nos regala esos gestos tan humanos, y que a veces subestimamos cuando no tenemos escasez de ellos.
Sin embargo, viajando por el mundo durante muchos años, he observado que esa costumbre del abrazo y el beso es muy nuestra, muy latina. Así, y con gran escándalo he cometido el error de abrazar a buenas personas, pero de otras culturas, que no entendieron cómo fui capaz yo de hacer semejante cosa. Algunos comprendieron que estas son cosas de los latinos, otros simplemente se sintieron invadidos en su espacio personal, intocable e inaccesible. No hago juicios de valor sobre otras culturas, pero en cambio valoro y agradezco a Dios por habernos dado el regalo del hábito del abrazo, y el beso, a quienes provenimos de historias cercanas al Mar Mediterráneo.
Cuando esta semana volví a sentir el poder de un abrazo, inmediatamente me vino a la mente Jesús y Su Mamá, o Jesús y San José. ¿Se abrazarían Ellos? Estoy absolutamente convencido que sí, que si se abrazaban y besaban al encontrarse después de un largo, o quizás no tan largo, periodo de ausencia. Me imagino a Jesús rodeando a Su Mamá con Sus Brazos de Hombre Dios, y sonriendo ambos ante la alegría del reencuentro. La Virgen tendría en esos abrazos el regalo más grande que criatura humana puede recibir: ser abrazada por un Hijo tan amado, y al mismo tiempo, recibir el Abrazo de Dios mismo. No me puedo imaginar algo más maravilloso que esos instantes de reencuentro entre El Creador, y la más maravillosa obra de Su Creación, La Virgen Santísima.
El abrazo que Dios nos regala aquí abajo, entre nosotros, es entonces un anticipo de los abrazos que Él mismo nos promete para cuando por Su Misericordia lleguemos a Su Presencia. ¡Hay que llegar a ese abrazo, hay que ganárselo viviendo una vida de Gracia! En el Cielo viviremos en perfecta unión no sólo con Dios, sino también con todos aquellos que alcancen las maravillas del Reino, para vivirlas por toda la eternidad. ¡Una eternidad de abrazos, de sentirse unidos en la perfección del Amor de Dios, comprendiendo finalmente la importancia de haber vivido con anhelo de santidad durante nuestra vida en la tierra!
A veces nos olvidamos que la promesa del Cielo, del Reino de Dios, es una promesa encarnada. La resurrección de los muertos, a la que todos estamos llamados, es seguir a Jesús, que con Su Muerte y Resurrección venció a la muerte. Él nos abrió así las puertas a la eternidad, pero esta será una eternidad con cuerpos glorificados, en un nuevo cielo y una nueva tierra. Cuando Jesús vuelva, en Su Segunda Venida, estaremos a las puertas del Juicio Universal, y de allí caminaremos a ese nuevo paraíso que Dios nos construye, donde Él nos espera.
Los abrazos aquí en la tierra, y los sentimientos de unidad que provocan en nuestra alma, son un anticipo de ese nuevo paraíso. Allí tendremos cuerpos, pero no enfermedad, juventud, y ya no más muerte. Viviremos en perfecta unión, en la alegría de haber pasado la prueba, y como nos dijo San Pablo, habiendo conservado la fe y perseverado hasta el fin. El premio a haber llevado una vida de gracia es gigantesco. Cuando pienso en lo que arriesgamos cuando gastamos nuestro tiempo en cosas vanas, no puedo más que conmoverme e inmediatamente anhelar alejarme de todo lo mundano y poner manos a la obra en el más importante proyecto de mi vida: ¡La santidad!
El poder de un abrazo es incalculable, porque allí se manifiesta toda la belleza de nuestra humanidad, de lo bueno que Dios puso en nosotros. El abrazo de un padre a un hijo, de un esposo a su esposa, de dos amigos que se reencuentran, de dos almas consagradas que comparten el más maravilloso tesoro. El abrazo es un chispazo del Amor de Dios que baja por un instante a nuestra alma, y nos da un signo de todo lo bueno que Dios plantó dentro nuestro.
En el próximo abrazo que des, o recibas, busca por un instante la Presencia de Dios que envuelve ese encuentro. Busca entonces en ti la pureza, la sinceridad, el deseo de consolar, de ayudar, de ser bueno, de romper toda división y conflicto. Busca en ti, por un momento, a ese ser maravilloso que Dios creó, y que tantas veces te esfuerzas en oscurecer y manchar con el espíritu del mundo. Que ese abrazo espante al mundo, y te abra de par en par las puertas y ventanas del Cielo, para que una vez allí, no quieras volver nunca más a perder de vista el eje de tu vida: ganarte tu lugar en el Nuevo Paraíso, encarnado, con tu cuerpo glorificado, feliz para siempre.
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Autor: Reina del Cielo