Una sala de espera de aeropuerto, casuales encuentros de gente absolutamente desconocida. Distraídamente hacía las tareas de último minuto antes de emprender el vuelo, mientras escuchaba involuntariamente el diálogo entre la joven adolescente y su madre. Mientras hojeaba una revista de actualidad, ella llegó a una sección dedicada a la peregrinación anual que mi pueblo realiza a uno de nuestros santuarios Marianos. Páginas y páginas con fotografías de la multitud, de la imagen de la Virgen transportada por las calles, de personas que daban su testimonio. La joven pasaba las hojas con poco interés, pero algo cruzó por su mente de modo repentino.
Preguntó a su madre, ¿por qué van allí? La mujer tornó su mirada, contempló la revista, y dijo en un modo poco interesado y casi displicente: porque Ella hace milagros. La joven exclamó sorprendida: ¿milagros? Y luego, repitió en un tono que se apagaba mientras hablaba, ¡milagros!. Sus dedos pasaron a la sección siguiente de la revista, sin que el hecho marcara en lo más mínimo su entendimiento de tan hermosa tradición popular. Yo, sentado junto a ella, me hundía en mi asiento. Me sentía incómodo como testigo indeseado de tal falta de comprensión y amor por la Madre de Dios. También pensé si no debía intervenir y explicar el error. Pero no hice nada.
¿Cómo podría explicarles que esas multitudes aman a María? ¿Cómo decirles lo que se siente cuando el abrazo de Jesús se hace carne en la presencia de Su Madre? ¿Cómo podrían comprender que el corazón parece no caber en el pecho cuando un simple aroma a rosas nos recuerda lo que Ella hace por nosotros? María, río de vida, nuestra abogada, maestra y compañera en el Camino. ¡No! No vamos a ti por el milagro, vamos a ti por el amor, por el desgarramiento que agrieta nuestro corazón al ver tu dolor. ¡No! No queremos verte abandonada por aquellos que son tus hijos, tiernos brotes del Amor de tu Padre.
Los rostros de la multitud muestran dolor, y ruego. Si, claro que piden el milagro, claro que imploran la mirada misericordiosa del Cielo. Ellos aman, agradecen, piden. Avanzan lentamente con sus cruces al hombro, cada paso hace caer un lastimero grito que ensordece el alma. Perdóname, Señor, he venido a ti, porque nada soy. Nada puedo, nada doy, todo es tuyo, todo perdí, nada te di. Y hoy, como puedo, llego arrastrándome a Tus Pies, miro a Tu Madre y busco en Ella las palabras que me lleven nuevamente a Ti. Me he alejado, he sido lo peor, cuando Tú me hiciste lo mejor. Soñaste con que mi vida sería un paraíso, y yo he permitido que el infierno crezca en mi huerta. Señor, por amor a Tu Madre, vengo a Ti, porque se que eres Tú el destino de mi vida. ¡Sólo a Ti rindo honor y gloria, mi Salvador!
No, la niña no comprendería mis palabras, no es ese el lugar ni el momento para hacerla comprender. ¿O si? ¿Es que hay momentos o lugares apropiados para dar testimonio de fe? Quizás debí hablar, quizás El puso a esa niña junto a mí, para que yo le hable del amor a María, del amor a Jesús. Quizás El sabía de mi cobardía, y quiso poner a prueba mi capacidad de ser valiente testigo de Su Amor. Si fue así, le fallé. Pero quizás El simplemente quiso que sea testigo de la incomprensión que envuelve a la presencia creciente de Su Madre en estos tiempos, presencia que se multiplica como desafiando la tibia respuesta del hombre.
María, campana sonora que repica y despierta a las almas de buena voluntad. María, el desierto donde se refugian los que se sienten necesitados de silencio, de consuelo. María, Templo Santo donde el Amor Eucarístico se hace Adoración perpetua. María, omnipotencia suplicante, toda oración, todo ruego. Mi Niña, llévame en tu compañía, donde tu vayas, yo iré. No porque algo espere de ti, sólo porque contigo, siempre contigo, estoy mas cerca de Jesús. Y es por eso que vamos a tu Santuario, porque como en Caná, tú nos lo pides: sólo hagan lo que El les pida.