“Desde muy pequeña, Dios despertaba mi curiosidad”, recuerda Isabelle: “Para mí, Él estaba ahí, eso era evidente. Miraba con envidia a mis compañeros de clase cristianos y judíos: sus familias eran tan tranquilas, tan serenas…”
Así que pidió a sus padres ir a catequesis. “¡Eso no entra en nuestra casa!”, fue la respuesta tajante de su padre, argelino de la Cabilia que había abandonado la fe musulmana para entregarse con pasión a la fe comunista. Dios estaba vetado en su familia.
Su abuela, sin embargo, una persona muy devota, la llevó a misa por primera vez un fin de semana que se quedó a dormir en su casa. Fue prácticamente toda la experiencia religiosa de Isabelle en su infancia. “Viví durante mucho tiempo en la desorientación espiritual”, explica a Alexandre Meyer en L’1visible: “Tenía fe, pero sin el más mínimo marco donde desplegarla”.
Sus amigos judíos la llevaban a sus fiestas y pensó hacerse judía. Conoció a protestantes y consideró unirse a ellos. “Intentaron también convertirme al islam, pero fue un fracaso. Estaba un poco perdida”, evoca ahora: “En aquellos encuentros con discusiones apasionantes crecía mi deseo de Dios. Tenía ansias de paz y de serenidad, sed de Dios. Lo que yo veía en todos aquellos creyentes… ¡era tan distinto a lo habitual! Para mí, era Dios quien les transformaba, eso era evidente”.
Cuando Isabelle conoció a quien hoy es su marido, le propuso que ambos buscasen una religión común y se convirtiesen juntos a ella. Pero tampoco en eso tuvo éxito: “Yo necesitaba lo espiritual en mi vida, pero él no experimentaba esa necesidad, así que me la guardé en mi corazón”.
La transformación
Continuó conociendo a personas religiosas, y hace una comparación muy expresiva para describir cómo esos encuentros la fueron guiando “como un embudo” hacia la fe católica.
Faltaba un detonante y lo encontró en el cine, como Pauline, otra conversa. Pero si en el caso de Pauline, generacionalmente más joven que Isabelle, el detonante fueron películas “antiguas” (Ben Hur de 1959, Jesús de Nazaret de 1977), para Isabelle, algo mayor, lo fue una película “moderna”.
“Si a mí, que apenas veo la televisión, me hubiesen dicho que Jesús me convertiría con una película , no lo habría creído. Pero La Pasión de Cristo de Mel Gibson lo cambió todo”, dice sobre el film con el que el actor, director y productor australo-norteamericano deslumbró al mundo en 2004.
Y fue la idea central de La Pasión, al plasmar ante el espectador de forma brutal el carácter expiatorio del sacrificio de la Cruz (una idea de la que muchos en la Iglesia se avergonzaban hace quince años, y por lo que la película fue rechazada explícitamente, por ejemplo, por el episcopado francés), la que transformó el corazón de Isabelle : “Lloré de principio a fin. Comprendí que Cristo había muerto por mí, por mis pecados. Ardía de amor por Jesús. Ahora lo tenía claro: Él murió por mí, Él me ama”.
Aún tenía camino que recorrer y pasaron meses antes de que entrase en una iglesia, con un objetivo muy concreto: “Quería bautizar a mi hijo mayor. La extraordinaria acogida del sacerdote y de la pequeña comunidad parroquial me hizo comprender que se nos amaba tal cual éramos”.
Asistió entonces a misa por segunda vez en su vida, tras aquella, ya tan lejana, con su abuela: “Y entonces adquirí conciencia del milagro, la presencia de Jesús sobre el altar, Jesús siendo distribuido a todos por el sacerdote. Tuve la sensación como de que el templo se hubiese quedado a oscuras y un proyector apuntase hacia el altar. Me entraron ganas de ir uno por uno sacudiendo a todos para decirles: ¡Jesús está ahí!”
Tras ese momento sublime de la mano de Mel Gibson, vino otro de la mano de Nuestra Señora: “Un 15 de agosto recibí una gracia enorme de la Santísima Virgen. Entré con mi marido a visitar Notre Dame de París. Y, como Paul Claudel, él entró en la catedral como no creyente y salió de ella llorando y encendido de amor por Jesús”.
El poeta Paul Claudel, en efecto, vivió una conversión tumbativa en el templo junto al Sena en la misa de Navidad de 1886, a cuyas vísperas asistía por mera curiosidad.
Él mismo relató el momento: “Los niños del coro vestidos de blanco y los alumnos del pequeño seminario de Saint-Nicolas-du-Chardonnet que les acompañaban estaban cantando lo que después supe que era el Magnificat. Yo estaba de pie entre la muchedumbre, cerca del segundo pilar a la entrada del coro, a la derecha del lado de la sacristía. Entonces fue cuando se produjo el acontecimiento que ha dominado toda mi vida. En un instante mi corazón fue tocado y creí. Creí, con tal fuerza de adhesión, con tal agitación de todo mi ser, con una convicción tan fuerte, con tal certidumbre que no dejaba lugar a ninguna clase de duda, que después todos los libros, todos los razonamientos, todos los avatares de mi agitada vida, no han podido sacudir mi fe, ni, a decir verdad, tocarla. De repente tuve el sentimiento desgarrador de la inocencia, de la eterna infancia de Dios, de una verdadera revelación inefable. Al intentar, como he hecho muchas veces, reconstruir los minutos que siguieron a este instante extraordinario, encuentro los siguientes elementos que, sin embargo, formaban un único destello, una única arma, de la que la divina Providencia se servía para alcanzar y abrir finalmente el corazón de un pobre niño desesperado: ‘¡Qué feliz es la gente que cree! ¿Si fuera verdad? ¡Es verdad! ¡Dios existe, está ahí! ¡Es alguien, es un ser tan personal como yo! ¡Me ama! ¡Me llama!’. Las lágrimas y los sollozos acudieron a mí y el canto tan tierno del Adeste aumentaba mi emoción”.
Como Claudel, el marido de Isabelle había sentido la presencia de Dios de forma intuitiva e inmediata, de la misma manera que a ella le había sucedido contemplando vívidamente los sufrimientos de Cristo en la Pasión gracias al talento de un cineasta.
“¡Nos habíamos convertido el mismo año!”, exclama: “Se me hacía imperativo bautizarme. Ya no podía dar marcha atrás. Habían caído las últimas barreras”. La vida de toda su familia quedó transformada: “Mi bautizo fue el día más hermoso de mi vida, después del nacimiento de mis hijos y el encuentro con mi marido. Morir y renacer con Cristo, ¡qué alegría! Tras mi bautismo, nos casamos por la Iglesia y nos hemos comprometido como pareja al servicio del Señor que nos ha colmado de tantos bienes”.
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Fuente: Religión en Libertad