La palabra hermano adquiere, en algunos momentos, un significado especial, muy especial. Nosotros la usamos habitualmente para referirnos a nuestros hermanos en la carne, esto es aquellos con quienes compartimos padre, madre, o ambos. Sin embargo, cuando nos encontramos en una situación de minoría, rodeados de gente distinta, imposibilitados de actuar como si estuviéramos en nuestro medio, en nuestro propio hogar, miramos a la palabra hermano con ojos totalmente distintos.
Hoy contemplaba a un grupo de muchachos de origen afroamericano, y veía como jugaban en total confianza, bromeando, riendo, empujándose como cachorros de la misma cría. Y ellos, de modo totalmente natural, se llamaban unos a otros brother. Hermano. Y lo hacían de todo corazón, porque encontrándose en una situación de minoría ellos se refugian en el encuentro con sus similares produciendo una unión profunda, una verdadera hermandad.
No sé en qué medida los cristianos tomamos conciencia de ello, pero lo cierto es que crecientemente nos hemos transformado en una minoría, una notablemente escasa minoría. Y no me refiero aquí a los que nada más tienen la etiqueta de cristiano, sino a aquellos que hablamos abiertamente del Señor, de Sus Milagros cotidianos, de Su Presencia en nuestras vidas. Aquellos que vivimos en este mundo sin ser de este mundo, sabiendo que estamos aquí de destierro, esperando volver a la Casa del Padre, el Reino Prometido.
Somos tristemente minoría porque vivimos rodeados de gente que piensa que nuestras convicciones son locura, que hay que aferrarse a esta vida y disfrutarla cada minuto porque luego no hay nada. Gente que no comprende nuestras posturas sobre temas delicados para la sociedad, y que no admite que actuemos de manera políticamente incorrecta en nuestra vida cotidiana. Gente que no encuentra lógica en que creamos que la Madre de Dios se hace presente en lugares como Medjugorje y nos hable cada mes a través de personas como nosotros. Gente que no ve sentido a nuestra insistencia en rezar, o hacer ayunos, o peregrinar a lugares santos.
Se puede decir que, más que nunca, estamos rodeamos de un mundo que nos obliga a buscar con insistencia a aquellos pocos con los que podemos compartir estas convicciones, esta fe, esta esperanza. Y cuando los encontramos, un poco como aguja en un pajar, o quizás puestos en nuestro camino por el mismo Dios, nos sorprendemos y con tremenda alegría reinventamos y glorificamos la palabra hermano.
¡Estos si que son nuestros verdaderos hermanos!
Nos fundimos en abrazos con ellos, porque sentimos que podemos hablar sin miedos de las cosas que realmente anidan en nuestro corazón. Que podemos pasar largas veladas hablando nada más que de las cosas de Dios, sin perder el tiempo en conversaciones vanas y del mundo. Que podemos expresarnos sin miedo a que nos califiquen de locos, sin temor a ser ridiculizados. En fin, nos sentimos por un momento habitando y viviendo el Cielo, aquí en la tierra. Porque El Señor nos dio la Promesa del Reino, y para que podamos vivirlo un poquito aquí abajo, nos permite conocer a esa gente con la que hablamos y gozamos experiencias literalmente, de Cielo. Creanme mis hermanos, son experiencias de Cielo. Son anticipos de lo que será la Vida Eterna, en la que creemos con un corazón inflamado.
La palabra hermano, cuanto más crezca la oscuridad en la sociedad que nos rodea, seguirá creciendo en importancia. El mundo se encamina a que, como Iglesia, en algún momento se viva algo similar a la vida de la Iglesia primitiva, la de los primeros siglos. Esto es así, porque todo se repite en la historia del hombre. Lo que fue al principio, será al final. Y así, en aquellos tiempos, la palabra hermano adquiría una dimensión gigantesca. Perseguidos, escondidos en catacumbas, celebrando la Eucaristía en las casas de los hermanos, compartiendo todo unos con otros.
En la primera Iglesia, de esos cristianos se decía: Miren cómo se aman. Y la observación era correcta, porque se amaban como verdaderos hermanos, compartiendo una Madre excepcional, y un Padre Todopoderoso, y un Hermano Mayor que dio Su Vida en la Cruz por ellos, por ti, y por mi también.
Es que somos la Familia de Dios, simplemente.
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