Muchos opinan, se preguntan, debaten, polemizan. ¿Qué es el éxito? La respuesta más habitual es la de llenarse los bolsillos de dinero. Y sin embargo, aunque sea la respuesta que propone el mundo, es bastante poco digna si uno tiene un mínimo de honestidad intelectual y apego a algunos valores profundos. Es una propuesta que debiera darnos bastante vergüenza.
La segunda respuesta más popular es la de decir que tener éxito es realizarse en la vida, sentir que uno llegó a hacer aquello que lo llena, lo hace sentirse completo. Un poquito mejor que la opción del dinero, pero sin embargo esta respuesta sigue pecando de egocentrismo, ya que olvida a los demás en el planteo. Es básicamente un esquema donde sentirse bien, seguro de uno mismo, satisfecho o “realizado”, es la clave para sentirse exitoso.
Luego empezamos a encontrar puntos de vista que toman en cuenta a los demás, poniéndose a uno mismo como parte de un conjunto social donde el rol colectivo se impone al individual. Una respuesta bastante común es entonces la de decir que formar una familia y criar hijos buenos y exitosos, es la misión de vida. El problema aquí es que la definición de éxito familiar no tiene una precisión en si misma, porque no aclara si se refiere al éxito económico de la familia y de los hijos, o de algo más, algo que trascienda lo meramente material o cultural. Sin embargo, los que profundizan el valor de nuestro caminar por la vida como ayuda a los demás, definen la formación de una familia como un desafío donde los valores, los principios y el cumplimiento con reglas de convivencia sana son el principio rector. Se van acercando a algo más profundo que el simple dinero.
Otra respuesta interesante a la definición de éxito es la de aquellos que extienden este círculo de influencia a quienes los rodean en el ámbito laboral, o cualquier otro donde actúen, trascendiendo a los miembros de la propia familia. Una persona muy sabia me decía que nuestro rol en la vida es impactar positivamente en los que están en los diez metros que nos rodean, o sea el prójimo. Y son estos los que definen nuestro éxito en la vida, cuando recuerdan lo que fuimos para ellos ¿Acaso los hemos transformado lo suficiente, hemos dejado una huella de amor en sus almas? Esta respuesta ya se acerca a una definición más atractiva de éxito, una que puede ser mirada por Dios con una sonrisa.
Sin embargo, si nos concentramos en seguir reflexionando en la definición última de éxito en nuestra vida, una que trascienda lo pasajero, una que englobe las pequeñas definiciones de éxito cotidiano, veremos que lo dicho no alcanza, nos falta algo más. En realidad, nuestro paso por la vida es un ejercicio binario, blanco o negro, éxito o fracaso, no hay punto intermedio, no hay instancias grises o indefinidas. Es muy simple, al fin de nuestro paso por la vida, y con la mochila de cosas que hicimos durante los pocos o muchos años que nos tocó vivir, con enfermedad o salud, dinero o pobreza, alegrías o tristezas, todo se resume a que o nos salvamos, o nos condenamos.
Así de simple, o alcanzamos las promesas de Dios y nos sentamos a Su Mesa, por toda la Eternidad, o nos condenamos por la eternidad al lugar del sufrimiento. Esa si que es una profunda definición de éxito, y de fracaso. No hay otra iniciativa que tenga más trascendencia en nuestra vida, aunque vivamos de tal modo que nos pongan monumentos en la tierra o nos nombren en los libros de historia, o nos olviden como un paso que nadie registra. Pase lo que pase en la tierra después de nuestra partida, nuestro destino se resume a que nos salvemos o nos perdamos en la oscuridad eterna.
De modo muy especial, nuestra salvación tiene que ver con el testimonio de amor que dejamos en los demás, en los que estuvieron en los diez metros a nuestra redonda. Si dejamos marcas indelebles de amor y justicia, de entrega humilde y desinteresada, abrimos la puerta al éxito eterno. El dinero, la educación, la inteligencia que pudiéramos acumular en vida, serán buenas o malas cosas dependiendo de la utilidad que tuvieran en este proyecto de salvación. Pueden ser cosas que provocan nuestro fracaso, si disponemos de ellas de modo egoísta y desagradecido al que nos las brindó para que las usemos para nuestro propio bien espiritual.
Ni dinero ni medallas, ni aplausos ni fuerza física, ni una colección de amigos o seguidores, ni una agenda llena de reuniones o fiestas. Nada podremos llevar ese día para presentarle a Él, solo el amor dado, el bien hecho, la justicia practicada, la humildad ejercida, el canto y la alabanza, el rezo y le entrega, el abrazo de consuelo, el consejo dado en el momento oportuno, la mirada dulce, el freno puesto a la mala acción, el gusto y el olor a Dios que nos precede serán el mejor diploma para presentarnos a El, testimonio de éxito en ese día memorable de nuestra vida futura.
El éxito es, de modo tan simplemente definido, nuestra salvación y nuestro esfuerzo para ayudar a los demás a salvarse también. Jesús mismo definió el éxito como dos Maderos a los que lo clavaron como Su Magnifico Trono, desde el que El nos llama e invita. Y tú, ¿quieres tener éxito en la vida?, ¿quieres unirte a Dios en un abrazo eterno en el día en que El te llame a Su lado?