Vivimos por estos días en un mundo teñido por los benéficos efectos espirituales de la película “La Pasión”. Sin dudas que todo es una Gracia de Dios, un intento más de nuestro Señor (¡y cuántos van!), para hacernos reflexionar sobre el verdadero sentido de la Cruz.
Ver la película produjo en mi muchos efectos, los más de los cuales me llevaron al llanto, pero un llanto que fue mezcla de vergüenza por no poder ser un hijo digno frente al amor de nuestro Dios, un llanto de tristeza al lograr comprender un poco más lo que El y Su Madre sintieron aquel día, y también un llanto de emoción espiritual, una alegría interior que explotó en mi corazón al lograr unirme a la Cruz de mi Dios amado, mi Cristo. ¡Una gran mezcla de sentimientos!.
Pero una de las partes de la película que más me sacudió, fue el juicio del Señor en el Sanedrín. Allí se pudo ver el heroísmo de judíos fariseos fieles y nobles al legado del Pueblo elegido, que trataron de detener semejante injusticia. Y también se vio el liderazgo perverso de unos pocos que, llenos sus corazones de odio, envidia, interés personal, ansia de poder y tantas otras miserias humanas, arrastraron a muchos en dirección al precipicio espiritual más profundo que ha existido en la historia del mundo: el Deicidio, el asesinato del propio Dios. Una trama tremenda, por lo que estaba en juego, por el impacto que tendría sobre el futuro del mundo, por las enseñanzas que nos debe dejar lo que allí ocurrió.
Yo me he preguntado a propósito de esta escena: está claro que algunos de los que juzgaron a Jesús, los miembros del Sanedrín, sabían que se condenaba al Dios hecho Hombre, al verdadero Mesías. Si, fueron unos pocos, y algunos de ellos decidieron defenderlo (Nicodemo, José de Arimatea, quizás Gamaliel), mientras otros decidieron condenarlo. Sin embargo, estoy seguro que muchos fueron engañados (engañados por hombres y demonios, claro está) y no fueron concientes de la gravedad de lo que hacían. Sin embargo, ¡lo hicieron!. ¿Qué sintieron en sus corazones en ese momento?. ¿Tenían la información necesaria para evitar semejante error, y el consecuente daño para sus almas?.
Yo creo, perdón Dios si me equivoco, que si. Me trato de ubicar en la escena, a nivel espiritual: sin dudas que todo el infierno estaba en ese momento allí, tentando a todos los que participaban de semejante cuadro. ¡Cómo no iban a hacerlo!. En aquellas escasas horas se dilucidó la batalla que hizo perder la guerra a satanás y sus cohortes de espíritus inmundos, ángeles caídos. Las personas, por más que no lo sabían a nivel humano, recibían toda clase de pensamientos inoculados por los demonios, que los empujaban a condenar al Amor, al Dios Vivo. Y por supuesto, algunos no sólo eran tentados, sino que trabajaban gustosos para el odio, habían entregado su voluntad al mal. El mayor esfuerzo del infierno se descargó sobre ese recóndito punto de Palestina en aquel instante. Y muchos, tristemente, cayeron, aunque unos de modo más grave que otros. Desde la caída definitiva de Judas (un apóstol, un amigo de Jesús, ¡un obispo de la naciente iglesia!) hasta la caída transitoria de Pedro (el primer Pontífice cayó en una triple negación en ese crucial momento). Sin embargo, la caída de Pedro fue recogida por el amor que Jesús y Maria habían sembrado en su corazón, y germinó transformándose en un pilar fundamental de la humildad que debía tener nuestro primer Papa, y también nuestra Iglesia primitiva, naciente.
¡Pero qué triste fue la caída, aquel día, de los que lo condenaron en el Sanedrín!. Satanás los acosó, es cierto, y también es cierto que los líderes perversos que había acogido tan maléfico plan desde tiempo atrás, también los empujaron. ¿Pero es que acaso no veían que tenían delante de ellos al Amor?. ¿Qué pecado veían en un Hombre que sólo hablaba de amor, de perdón, de ser fiel a Dios?. Los gritos que escuchaban (interiores y exteriores) los aturdieron, pero lo que veían era suficiente prueba como para darse cuenta de que delante de ellos estaba Dios, el Dios de Abraham y Moisés, hablándoles una vez más como lo hizo a través de los profetas. Y sin embargo, gritaron ¡crucifícalo!.
Hermano, te hablo a ti, si a ti. No, no hay error, no le hablo a otro lector, le hablo a tu corazón. Te voy a pedir algo, con lágrimas en los ojos: nunca, pero nunca luches contra Dios, contra Sus intentos de hablar a los hombres, de llevarlos al amor. Piensa, ¿cómo fueron capaces, esos sacerdotes del Templo de Jerusalén, de condenar a ese Hombre que estaba delante de ellos, aún concediéndoles que no aceptaran o no supieran que era el Hombre Dios?. ¡Al menos algunos de esos hombres creían hacer lo correcto, aunque nos parezca imposible!.
Tú, dos mil años después, antes de lanzar una acusación, un juicio, una condena o una palabra, piensa en lo que pasó aquel día. Cuando Dios actúa en nuestros tiempos, también satanás descarga sus redoblados esfuerzos de tentación sobre todos nosotros, como lo hizo en aquellas horas de Gloria y tragedia. Sabes bien que a cada uno va a tratar de tumbar, humana y espiritualmente. Así que, te lo pido por favor, lucha contra la tentación, contra el tentador y contra sus secuaces aquí en la tierra. No dejes que nada te haga luchar contra tu Dios. Que nada te haga oponerte al amor, a la tolerancia, a la paciencia, ¡a la magnanimidad!.
Vuelve a leer ésta meditación, y ubícate mental y espiritualmente como uno de los integrantes del Sanedrín de aquel día. ¿Acaso no puede la vida colocarte en una situación similar, acaso Dios no puede enviarte alguien con Sus mensajes de amor y conversión, sea quien sea? ¿Y tú, cómo reaccionarías?