Cuando era niño, al llegar la fiesta de año nuevo esperábamos con ansiedad los cohetes y fuegos de artificio. Petardos y estrellitas luminosas hacían brillar nuestros ojitos vivaces, entre gritos y risas. ¡Qué épocas felices, que sencillos de corazón éramos!
A mí me gustaban particularmente las cañitas voladoras, ese palito sujeto a un breve tubo lleno de pólvora que colocábamos dentro de una botella vacía. Encendíamos la mecha y, ¡a correr!. La cañita se elevaba rumbo al cielo en medio de un rugido y dejando una estela de fuego por detrás. Llegaba al máximo de su altura, se detenía en el aire, y apagándose se precipitaba a tierra en medio de nuestros aplausos y saltos de alegría.
Pero así como me gustaban las cañitas voladoras, me daba miedo una versión modificada que solíamos preparar: al quebrarle el palito y dejar sólo el tubo de pólvora, o aún al perderse un tramo del palito, la cañita se transformaba en “el buscapiés”. Este peligroso invento infantil provocaba no pocos accidentes y sustos. Al encenderse, en lugar de buscar el cielo como las cañitas, se lanzaba en loca carrera entre las piernas de nuestros padres y de nosotros mismos, girando y chocando con su cola de fuego contra todo lo que se pusiera en el camino. Incendios y otros accidentes eran la consecuencia habitual de los buscapiés. La cañita voladora, perdido el palito tutor que le servía de guía, lo único que conservaba era el motor de pólvora que la impulsaba sin rumbo fijo. De este modo, la cañita ya no tenía destino de cielo, sino que se pegaba a la tierra y viboreaba provocando el pánico entre las personas.
Al recordar esta anécdota de mi infancia, de inmediato sentí que vivimos en un mundo donde muchos corremos el riesgo de transformarnos en buscapiés espirituales. Sin el tutor, sin la guía que nos garantiza un rumbo cierto, no tenemos destino de Cielo sino destino de colisión, de controversia, de error. Nuestra vida espiritual se transforma en un rápido, impredecible y violento “viborear”, pegados a las cosas de la tierra, de este mundo, sin chances de elevarnos majestuosamente rodeados de un haz de Luz, hacia el Cielo. Peligrosos para nuestra alma y las de los demás, como verdaderos buscapiés espirituales.
Yo estoy convencido de que Dios nos da a todos un impulso interior que nos lleva a buscar la vida espiritual, que nos invita a descubrir el mundo sobrenatural. Este llamado opera de diversos modos, pero creo que Dios no deja absolutamente a nadie sin llamar en algún momento de la vida, la llamada tarde o temprano llega. Esta invitación a la vida espiritual es lo que yo llamaría el “motor del cohete” o de nuestra cañita voladora. Es una fuerza interior que nos invita a mirar hacia el Cielo, a descubrir ese “algo más” que se insinúa detrás de la visión del mundo natural, como lo vemos cada día. Pero, el “motor espiritual” que Dios nos da, necesita de un tutor, del palito o guía que garantiza que el vuelo sea en dirección al Cielo, para elevarse espiritualmente y volar hacia el Reino de Dios. Ese tutor, esa guía, es la Iglesia, con los Sacramentos y los Sacramentales. Si las Escrituras son la Voz de la Iglesia, el centro es sin lugar a dudas el Señor Presente en la Eucaristía, el Milagro Perpetuo que se repite a cada instante en cada región de la tierra. Y el Señor, que no sólo nos dejó Su Palabra sino que se dejó a El mismo, también nos legó a los pastores, sus representantes en nuestra vida de cada día. Ellos son los artífices, los ejecutores de este maravilloso plan de salvación.
De tal modo, ese motor de cohete que es el llamado a la vida espiritual, nos puede transformar en un buscapiés espiritual si no poseemos ese tutor, la guía que garantiza que esa fuerza es dirigida en la dirección correcta. Cuando no encontramos la guía adecuada, o la rechazamos, o los guías no se acercan a nosotros con verdadero ánimo de ser nuestros tutores, o cuando el mundo nos aparta de la posibilidad de tener una buena guía espiritual, corremos el riesgo de dirigir ese llamado espiritual en la dirección equivocada. Creo que por eso, entre muchos otros motivos, tenemos tantas sectas y prácticas espirituales equivocadas en nuestros días, y también tanta confusión dentro de las múltiples ramas y subramas cristianas que se han apartado del árbol de Pedro. Y lo vemos en forma cotidiana, con gente que busca algo sin saber bien que es, y cae entonces en esoterismos o en orientalismos (habiendo tenido una educación y formación cristiana), o en tantas otras cosas que nos dan dolor e impotencia. Buscan y rebuscan, chocan y queman, como nuestro buscapiés de la infancia.
“Herirá al Pastor y dispersará a las ovejas”, profetizaban las Escrituras antes de la venida de Cristo. Y así fue, la Pasión del Señor lo encontró como el Buen Pastor Herido y Crucificado, mientras casi todas las ovejas, los discípulos y apóstoles, huyeron y se dispersaron. Pero vino la Resurrección, y el Pentecostés, y todo se recreó, para Gloria del Dios pleno de Amor que nos recogió de nuestro pecado con Su Sacrificio.
Quizás en estos tiempos, en alguna medida, también se está “hiriendo a los pastores y dispersando a las ovejas”, dejándonos a riesgo a nosotros, las ovejas, de quedarnos sin tutor ni guía que lleve esa llamada espiritual que fluye en nuestro interior en la dirección correcta. Pero aunque fuera así, tengamos fe y esperanza, porque vendrá la Resurrección, y vendrá un nuevo Pentecostés, y todo será recreado, para Gloria del Altísimo.